La mítica Fundación Eva Perón, que recién comenzó a actuar oficialmente en 1948 tuvo antecedentes centenarios. Para comprender cabalmente cual fue su papel histórico hay que comenzar en 1825, con el presidente Rivadavia. Este fundó La Sociedad de Beneficencia, financiada por el Estado, y la puso a cargo de damas beneméritas de la época. Comenzó por crear asilos de huérfanos y continuó haciéndose cargo de la administración de los hospitales en todo el país. Lo que hoy son los ministerios de salud Pública o Bienestar Social, fueron, en tiempos de Rivadavia, funciones a cargo de la Sociedad de Beneficencia, y lo seguían siendo aún en tiempos de la Década Infame. Llegó a tener un presupuesto anual de 12 millones de pesos en 1935, a manejar los asilos de huérfanos y de ancianos y numerosos hospitales (el Rivadavia, el de Niños, etc.) En 1939, el diputado Juan Antonio Solari (radical) denunció que tenía empleados que trabajaban 12 y 14 horas diarias y algunos no tenían descanso más que cada 10 o 15 días. Había serenos y serenas que carecían de descanso y percibían salarios de 45, 75 y 90 $, cuando el salario mínimo debía ser de 120$. Mientras tanto, las damas beneméritas organizaban tés a beneficio y campañas de recolección de limosnas a cargo de niños huérfanos convenientemente rapados y uniformados que recorrían las calles céntricas de Buenos Aires con sus alcancías. Las chicas de los asilos cosían ajuares para las damas de la sociedad porteña. En ceremonias anuales en el teatro Colón, se distribuían premios a la virtud, a la moral, a la industria, a la humildad, al desinterés, a la abnegación, etc. En 1946, se realizó la última entrega de premios en el teatro Colón. A la ceremonia asistió el vicepresidente Perón. Las funciones que venía cumpliendo la Sociedad pasaron ese año al ministerio de Salud Pública.
Al contrario de lo que piensan los gorilas, la Sociedad de Beneficencia no fue destruida por Evita. Fue disuelta por el gobierno militar en 1946 por anacrónica, para sustituirla por un ministerio de Salud Pública y Acción Social que conduciría el doctor Ramón Carrillo. Durante ese año, Eva Duarte de Perón no tenía ni poder ni idea alguna de qué hacer en ese campo. Recién estaba conociendo los problemas sociales de la Argentina, viéndolos de cerca mientras acompañaba a su marido por todo el país y tenía la vaga idea de que algo había que hacer con esos pobres que iban a golpear las puertas del palacio Unzué, la residencia particular de la pareja presidencial. No eran sindicalistas, ni afiliados a ningún sindicato ni al partido peronista, eran madres pobres con sus hijitos en brazos que había oído decir que a la señora del presidente se le podía ir a molestar a su casa con algún pedido y que ella no se hacía negar ni se molestaba. Estamos a fines del 46 y principios del 47, Evita se preparaba para su soñado viaje a Europa.
Recién en 1948, la Fundación fue tomando forma, pero a gran velocidad. Comenzó en un galpón abandonado en la residencia presidencial, acumulando allí azúcar, ropas, telas, zapatos, etc. Pronto empezaron a lloverle cartas y más cartas: en el 48 llegaron a ser hasta 2000 por día, en el 52 serían 20000. Ella sola no podía responder a eso. Entonces comprendió que lo que comenzó llamando “acción social directa” tenía que convertirse en una verdadera organización. Pero había escuchado muy bien los consejos de monseñor Pacelli: si por las mañanas atendía sindicalistas, por la tarde atendía a la gente común, sin parar ni para cenar con su marido. Sus colaboradores eran cada vez más y el ministro de Hacienda Ramón Cereijo era el encargado directo de las finanzas, de lo que entraba y de lo que salía. Los mayores aportes los hacían los sindicatos, a veces las legislaturas, y a veces empresas contratistas del Estado. Esto último fue denunciado como extorsión por los partidos opositores. Fueron famosas las denuncias de los caramelos Mu Mu y las de un laboratorio médico, que cerraron por negarse a aportar. Marisa Navarro, la mejor investigadora de la vida de Evita, opina que es muy probable que fueran ciertas. Pero cuando en 1955, la Libertadora creó una Comisión Investigadora de lo hecho en la Fundación, no encontró ninguna irregularidad ni denuncia alguna de empresas extorsionadas y todas las cuentas en orden. Ni los caramelos Mu Mu protestaron. Félix Luna, en su libro “Perón y su Tiempo” reconoce explícitamente “la integridad” de Evita.
La Fundación operaba con un método muy sencillo: se le escribía una carta y, cuando llegaba la respuesta, con día y hora asignados, la “Señora” en persona atendía al remitente, sin apuros. Si un ministro tenía que esperar en antesala a que ella terminara de anotar las necesidades de una pobre mujer, el ministro tenía que esperar sin protesto. La mujer se iba con la promesa de que lo que había pedido lo iba a conseguir y la recomendación de que, si algo fallaba, volviera a pedir turno. Evita tenía una carpeta con dinero suelto, si la mujer no tenía para pagarse el pasaje que la devolviera a su pueblo natal, ella le entregaba lo necesario para poder pagarlo. Cuando el dinero de la carpeta se terminaba, recurría a la billetera de sus colaboradores inmediatos. Estos, que pronto le conocieron esa costumbre, llevaban siempre dos billeteras en los bolsillos de sus sacos: una era la normal, la otra era para pagarle el pasaje en colectivo al atendido de turno. Llegó a atender hasta 40 personas por día, que se despedían de ella besándole las manos.
La lista de las cosas que Evita hacía llegar a la gente sería agotadora de leer: comenzaríamos con unos gramos de estreptomicina y miles de máquinas de coser y terminaríamos con una casa con muebles y todo. El ministerio de Acción social entregaba departamentos, la Fundación entregaba casas, lo mismo en Buenos Aires que en Corrientes. Si usted quiere conocer cómo eran las casas que entregaba la Fundación, dese una vuelta por nuestros barrios Berón de Astrada o Yapeyú (antiguos “Evita” y “Perón”). Hay allí todavía algunas que se conservan tal cual eran. Yo vivo en una de ellas.
Pero allí no terminan las obras de la fundación: policlínicos en todas las provincias. Nuestro actual Hospital Escuela fue iniciado en esa época; interrumpido por los militares, fue terminado muchos años después. Pero si usted conoció los viejos hospitales Cabral o Vidal, con sus largos pabellones, reconocerá la diferencia con las habitaciones de dos camas, características del Escuela; así se construyeron 21 en todo el país. Hogares Escuela brotaron por todos lados del mismo modo, destinados a niños pobres cuyos padres no podían asegurarles dos comidas diarias. Hoy se llama “Hospital de Campaña” pero ese enorme edificio y sus terrenos aledaños, donde hoy cabe también el hospital de niños, era el Hogar Escuela de Corrientes. Todavía viven viejos de mi edad que pasaron y vivieron allí: siguen siendo peronistas. Sigamos enumerando: Colonias de Vacaciones se levantaron en Chapadmalal y en Uspallata, Mendoza. Tres Hogares de Transito para mujeres que venían del interior a buscar trabajo a Buenos Aires. Escuelas de Enfermeras profesionales, destinadas a sustituir en el futuro a nuestras queridas y viejas enfermeras prácticas que yo conocí en mis tiempos de estudiante. Otro campo fundamental de acción era la ancianidad. Evita hizo declarar solemnemente un Decálogo de los Derechos de Ancianidad y pronunció entonces las siguientes palabras: “la Ayuda Social que tengo el honor y el deber de presidir, ha querido crear, para reparar una injusticia e incluir en su labor solidaria a un sector del pueblo, que llega al ocaso de la vida huérfano de cariños y económicamente incapacitado para proveer a su necesidad”. No eran sólo palabras: eran pensiones para la vejez, eran hogares para ancianos, atención digna de su salud y vacaciones.
Para la izquierda de aquella época, todo lo arriba citado era paternalismo fascista, aunque el padrecito Stalin estuviera haciendo lo mismo en la Rusia de postguerra. Para las damas de la oligarquía era hipocresía y resentimiento. Supuesto dinero del Estado malgastado en demagogia (ya hemos visto cómo se financiaba). Un latiguillo gorila de la época era que “Perón gastaba la plata del Estado en hacer demagogia con los pobres en vez de invertir en la industria pesada”. Además de la peligrosa tendencia de hacerle creer a los pobres de la Argentina que ellos podían vivir como ricos. Como me lo dijo un día un viejo gorila: “lo peor que hizo Perón fue darle humo a los pobres”.
Voy a pasar por alto, para no agotar al lector, muchas otras realizaciones de la Fundación, en el país y fuera de él. Pero no omitiré dos: en 1949, el invierno norteamericano parece ser que fue muy duro: la Fundación se tomó el atrevimiento de mandar toneladas de ropa de invierno a los pobres de Washington. La embajada norteamericana presentó formal protesta por lo que tomó como una cargada. La segunda, que al lector le costará ubicar entre las obras de “acción social directa” fue la siguiente: sin conocimiento de su marido, después del golpe militar fallido liderado por el general Benjamín Menéndez en 1951, ya enferma de cáncer y consciente de ello, Evita adquirió secretamente en Bélgica y le entregó a la CGT, 1000 pistolas y 500 ametralladoras con la idea de formar milicias populares que defendieran al gobierno de los futuros golpes que, estaba segura, se sucederían unos tras otros. El mariscal Tito, en Yugoslavia, había hecho lo mismo con el pueblo yugoslavo para protegerlo de una posible invasión soviética. Ella era plenamente consciente y lo dejó escrito en “Mi Mensaje”, dos meses antes de morir, que el pueblo peronista estaba de un lado y los militares del otro. Que el peronismo seguiría ganando todas las elecciones, pero que su marido no querría enfrentar con las armas a las armas de sus enemigos. Por eso escribí, en un artículo anterior, que ella era más peronista que Perón.
Evita siempre supo, y se lo decía a quién quisiera escucharla, que la Fundación Eva Perón no era una sociedad de beneficencia, sino un arma política, la más poderosa que ella, sin cargo político alguno, simplemente primera dama, podía disponer en defensa de su pueblo y del gobierno de su marido que, para ella, eran la misma cosa. Sabía también que su Fundación no resolvía definitivamente el problema de la pobreza, que era apenas un paliativo que llegaba donde las leyes laborales y los planes quinquenales no podían llegar todavía. La política que hacía Perón era macropolítica: leyes laborales, convenios internacionales, entenderse con los militares; la suya era micropolítica: repartir máquinas de coser para que las amas de casa pudieran trabajar mientras se ocupaban del hogar, pan dulces y sidra en navidad, millones de juguetes. Pero sabía que el verdadero problema de la pobreza se terminaría cuando ya no hubiera más pobres, entonces su Fundación desaparecería porque ya no tendría razón de ser. “Ese será el día en que los argentinos ya no necesiten más de un poco de esperanza y un poco de consuelo”.
Murió pesimista, rogándole al pueblo argentino que no abandonara a Perón, que se quedaba solo. A su marido, dos días antes de morir, le solicitó una entrevista a solas en su cuarto de enferma para que le prometiera una única cosa: que jamás abandonaría al pueblo.