Me he estado ocupando, en mis últimos artículos, de Eva Perón, de sus grandes aportes en beneficio de los trabajadores y los pobres y de sus rasgos de carácter que solían, a veces, llevarla a cometer lo que Perón llamaba “pequeños errores”, como la defenestración de Mercante y Bramuglia, por ejemplo. Ahora me voy a comenzar a ocupar del período 1952-1955, centrándome no en los logros del 2ª plan quinquenal, la exitosa gestión del ministro Gómez Morales, el control de la inflación o el giro político del gobierno con respecto a la economía, el inicio de la gran industria en Córdoba y Campana, el gasoducto Comodoro Rivadavia o la erradicación definitiva de la langosta de los campos argentinos. Hoy, voy a hacer de abogado del diablo, ocupándome de los sucesivos errores que cometió Perón (y que él calificaría de pequeños) que hicieron, poco a poco, posible su caída anticipada en el 55, hasta llegar al gran error que la precipitó.
“¡Perón está sólo!” solía repetir Evita en sus últimos discursos ante los trabajadores, y también lo sugirió en “Mi testimonio”. Desde el inicio de su 2ª presidencia se hizo evidente que esa advertencia era cierta. De todo el grupo que lo acompañó en la 1ª no quedaba casi nadie. Muerta su mujer, Mercante defenestrado y, con él, Jauretche y todo Forja, más Arturo Sampay. El canciller Bramuglia había renunciado voluntariamente, seis veces, porque estaba harto de los ataques personales de Evita. Quedaron entre sus colaboradores, Ramón Carrillo, que también sería injustamente defenestrado en 1954 y Luis Borlenghi en el ministerio del Interior. Este último, además de ser el que se ocupaba de encarcelar opositores, picanear comunistas, para después admnistiarlos a todos, aprendió algo de la defenestración de Mercante: el general ya no toleraba que sus ministros discutieran sus decisiones (lo cual era frecuente durante su 1ª presidencia) así que aprendió a callar ante él. Cuando en noviembre del 54, Perón empezó a enfrentarse abiertamente con la Iglesia, Borlenghi, preocupado, pensaba que era un error y de los grandes, pero no se lo dijo al presidente, sino que lo comentó con el ministro Gómez Morales, que compartía su opinión. Con el senador Díaz de Vivar ocurrió lo mismo. Gómez Morales se lo comentó al ministro Remorino, que coincidía. Remorino se lo comentó a Díaz de Vivar, que opinaba igual. Le preguntó entonces: “¿y qué hacemos?”. La respuesta de Díaz de Vivar fue: “Nada, dejarnos romper el culo”.
En síntesis, durante su segunda presidencia, Perón ya no toleraba discusiones en las reuniones de gabinete, durante las cuales daba muestras de aburrimiento. Lo que prefería eran colaboradores obedientes que ejecutaran sus órdenes. No era esto lo que había enseñado en sus clases, en las que recomendaba la autocrítica y la discusión sincera entre compañeros. Pero fue lo que comenzó a preferir a medida que transcurrían sus años de gobierno. Según Jauretche, era un cansancio propio de los gobernantes que gobernaban durante largo tiempo, un desgaste propio del ejercicio del poder.
Fue la hora de Apold, Aloé, el almirante Tessaire o Méndez San Martín. Veamosló actuar empezando por este último. Flamante ministro de educación, tuvo tres ocurrencias al frente de su ministerio. 1ª) Convertir a “La Razón de mi Vida” en libro de lectura escolar que se obsequiaba a los alumnitos que se destacaban. 2ª) Crear la Unión de Estudiantes Secundarios, la famosa UES, de la que nos ocuparemos en los próximos párrafos. Su tercera ocurrencia fue la difusión en las escuelas públicas de libritos para aprender a leer que decían genialidades tales como “Mi mamá me ama, mi papá me ama, Perón me ama y Evita también”. Con este tipo de novedades, tal vez el séquito del presidente, y él mismo, creyeran que en las próximas elecciones se ganaría con el 70% o más.
En cuanto al almirante Tessaire, su mayor aporte fue intrigar contra el ministro Ramón Carrillo hasta provocar su renuncia. Cuando fue interrogado por una comisión investigadora de la Revolución Libertadora, dijo lo más campante que “Perón no gobernaba, Perón mandaba”. Y colaboró mansamente con la investigadora. La otra cara de los obsecuentes, suele ser la alcahuetería. Lo mismo no se salvó de ir tres años preso. Cuando en las elecciones nacionales del 54, que se hicieron para renovar legisladores, pero también para elegir un vicepresidente, porque el viejo Quijano se murió en el 52, sin siquiera asumir como tal; Perón no los llamó ni a Mercante ni a Bramuglia, que se habían distinguido por su capacidad, tanto como por su lealtad, sino que prefirió como candidato a vicepresidente al almirante Tessaire. Ganó con el infaltable voto de más del 60 por ciento del electorado argentino. Es decir que, al parecer, la opinión del conductor sobre la poca importancia de los pequeños errores, era correcta.
Así que era cierto que Perón estaba sólo. Pero hay que agregar que así fue porque se rodeó, por propia voluntad, de mediocres obsecuentes que a todo decían amén. Y de esos tenía un montón.
Aloé, personaje de triste memoria, era el encargado de controlar la información pública, de modo que no fuera fácil para la oposición enterar a la opinión pública de lo que ella pensaba. Organizó también un servicio de alcahuetes, entre los que se encontraba Bernardo Neustadt, que se distinguía por su ineficiencia. Siempre estaban investigando, como posibles conspiradores (que los había), a los que no tenían nada que ver. Pronto veremos que el mayor Osinde, a cargo de inteligencia militar y de contacto directo con el general, fue un sabueso de mucho mejor olfato para esos menesteres.
Sigamos estudiando los pequeños errores del Conductor. Durante su primera presidencia, ya en 1949, se hizo costumbre en el gobierno la importación de automóviles que la Argentina no producía, pero el gobierno puso como condición que la mitad de esos vehículos fueran entregados al gobierno a precio de costo. La iniciativa fue protagonizada por su empresario amigo Jorge Antonio y sus Mercedes Benz. ¿Qué destino les daba a esos vehículos? Los repartía entre las distintas dependencias oficiales y, además, a los que sobraban, se los vendía al mismo precio a gremialistas, artistas o miembros de las fuerzas armadas. El que pronto se haría famoso como el almirante Rojas, compró dos. ¿Cómo terminaba el negocio?: los beneficiarios los revendían a precio de mercado. En el ejército, a los oficiales de Estado Mayor les pareció de lo más natural. Pero a los jóvenes oficiales no les pareció nada bien. Como tampoco les gustó que ahora estuvieran obligados a recibir lecciones de doctrina peronista. En abierta contradicción con el profesionalismo que preferían.
Durante su segunda presidencia, Perón, que en la 1º se presentaba en la Casa Rosada a las seis de la mañana y trabajaba todo el día, salvo a la siesta, comenzó a ir a la Casa Rosada sólo por las mañanas. Pasaba las tardes en la quinta de Olivos, donde Méndez San Martín hacía funcionar ante sus ojos su encantador invento: la UES. El presidente se sacaba fotos, con su famosa sonrisa gardeliana, con las chicas encantadas de estar dónde estaban, practicar deportes y aprender a andar en motonetas con el mismísimo presidente como maestro. La oposición de todo pelaje denunciaba en el diario La Nación y de oreja a oreja, que lo que de verdad estaba pasando en Olivos, eran verdaderas orgías con adolescentes para solaz del tirano y sus funcionarios chupamedias. Perón se reía de tales acusaciones, y para provocar aún más a los gorilas, organizó una caravana de motonetas con él al frente, adornada su cabeza con una gorra de béisbol que en la Argentina pasó a llamase “pochito” y Perón “Pocho”. La caravana se paseó por toda la ciudad. El asunto se convirtió, en particular para los antiperonistas, en payasadas del presidente. Si Evita no hubiese muerto tan temprano, esto que estamos contando, propio de un viudo alegre, no hubiese ocurrido.
¿Disminuyeron estas anécdotas y chismes el caudal electoral de Perón en las elecciones del 54? En lo más mínimo: las ganó por más del 60% de los votos. A los votantes peronistas, todo lo antes citado también les parecían pavadas, ni siquiera errores, comparados con los beneficios que el gobierno les conseguía: control de la inflación, ocupación plena, buenos salarios, vacaciones pagas, hospitales sindicales, etcétera.
A la oposición, a toda la oposición, fueran oligarcas, partidos políticos, oficiales de la marina, jerarquía católica, nacionalistas católicos o lo que sea, Perón los ponía cada vez más hartos, hartos e impotentes. Los pequeños errores del conductor, que no terminaban en los ya descriptos sino, en unos cuantos más (personalismos que hacían que La Pampa, pasara a llamarse provincia “Eva Perón”, el Chaco “presidente Perón” y La Plata “Ciudad Evita”).
Agreguemos las purgas entre los oficiales de las fuerzas armadas después de cada golpe de Estado, más los encarcelamientos a granel de sospechosos, más o menos entendibles en tiempos de conspiraciones. Para los gorilas no eran errores sino horrores que, todo les hacía suponer, durarían por lo menos hasta 1958 o más. Así que el único remedio posible ante “el tirano” era un golpe de Estado que por fin fuera exitoso, porque ya se habían intentado dos, además de varias tentativas de asesinar a Perón y hasta hacer estallar bombas mortales en medio de la multitud, sin otro resultado que volver al presidente cada vez más autoritario. Mientras ellos, los opositores, no conseguían constituir un frente unido o se desgastaban en internas. Sintetizando, desde el 52, hasta fines del 54, el panorama político fue ese.
Arturo Frondizi, que había llegado a convertirse en presidente de una renovada UCR, y que solía participar en reuniones conspirativas, opinaba que había que esperar, hasta que Perón cometiera un gran error, para que un golpe consiguiera desalojarlo del poder, ya que por elecciones era imposible. El gran error iba a llegar, por fin, sorpresivamente, a partir de noviembre del 54.