¿Qué celebra el sujeto de consumo cuando baja la inflación de un mes a otro, aunque se caiga el mundo en derredor? Celebra el augurio de un ciclo final inflacionario, no importa a como dé lugar que esto suceda, y cuán cierto sea el dato mensual que lo enuncia. El soberano consumidor, tal es la subjetividad política dominante, legitima un gobierno en la caja del supermercado, en la cola del surtidor, cuando hace sus cuentas a ver si llega a fin de mes o cuánto de margen le queda, son esos sus momentos más “políticos”, su toma de conciencia práctica cotidiana. Pone, pues, en el altar del holocausto, cualquier logro que haya alcanzado a través de políticas públicas en pos de perfeccionar su hábito de consumo, el cual se ve afectado, al menos preponderantemente, por la inflación. Por eso es central tomar en serio este aspecto: no exageramos si decimos que a Macri le costó la reelección el 52% de inflación anual y a Alberto el haber doblado ese número; el castigo viene siempre por ahí. Muy pertinente el aporte de Álvaro García Linera, en un reportaje que le concedió al programa radial Siempre es hoy de AM 530 el día después del resultado del ballotage, cuando asevera que cualquiera que diga que la inflación no es un problema debe ser considerado como el mayor enemigo, en el espacio político del campo popular. ¿Es sólo la inflación? La respuesta es no, de ser así no habría existido 2001, pues si bien las protestas de los ahorristas fue el disparador, no pusieron ellos el cuerpo en la plaza. El punto aquí reside en reflexionar sobre los factores que inciden en la capacidad de consumo, constituyendo la inflación, por el deterioro que conlleva para el poder adquisitivo, el que está en el centro de la escena para este tipo de subjetividad. Pero a su vez, pensar qué otros factores podrían incidir, sobre todo si nos enfocamos en la vulnerabilidad social que las políticas ortodoxas de ajuste generan en el tejido social.
Me propongo, en este artículo, analizar tres aspectos de esta subjetividad política imperante: a) algunos rasgos centrales del soberano consumidor, fundamentales para entender su comportamiento, en pos de concebir estrategias comunicacionales adecuadas; b) la centralidad de este sujeto como sustrato político sobre el que se debe trabajar: cualquier propuesta de superación debe partir de allí para que sea relevante en términos electorales, pues lejos está de pensar en que este tipo de subjetividad esté en decadencia; y c) disputar en el terreno ideológico el rol del Estado respecto a las demandas que el mercado no cubre, o bien vulnera con su libre proceder, y resultan claves, como ser: salud, educación, previsión social, acceso a bienes y servicios públicos de calidad, que no resultan rentables para una lógica de libre mercado.
A.
Cometí, sí, un desliz. Introduje de prepo otra característica, a saber, el carácter soberano. Si bien el consumidor es un actor que pertenece a la esfera económica, no lo es el soberano consumidor, concebido como concepto político desde el momento en que fue acuñado el término por William Harold Hutt en 1936 y reformulado más tarde por Ludwig von Mises. Veamos su formulación inicial: el soberano consumidor, lo es tal, en tanto ciudadano, cuando no delega en las instituciones políticas, para un uso autoritario, el poder de exigir (o de abstenerse de exigir) (Hutt, 1936). Se articula en base a la demanda, ejerce desde allí su potestad. Es, como vemos, reacio a la representación; más aún, es irrepresentable, veremos más adelante que es también irresponsable, respecto a sus elecciones. Surge en crisis con la representación política, pues así como demanda un producto en el mercado y obliga al empresario a satisfacer sus necesidades, opera del mismo modo en el mercado de representación política. La necesidad de gobierno es una demanda que tiene el consumidor, y el gobernante es también concebido como un producto de representación política. ¿Cómo no va a ser así?, ¿acaso puede concebirse que se modifique el hábito de consumo al posicionarse el sujeto frente a una urna? Sabiendo esto, la analogía aquí es pertinente: así como el producto recoge, en gran medida, lo que los consumidores esperan de él, representando la respuesta del mercado a un conjunto de necesidades a ser satisfechas, lo mismo con el candidato electoral o el representante político, esa es la razón por la cual “miden”, en términos estadísticos, al candidato. Lo que se evalúa allí es qué lugar tiene como respuesta a la necesidad de gobierno en el mercado de representación política. Va de suyo que introducir candidatos de manera verticalista y unilateral es desconocer por completo este aspecto del problema. O convencen del todo o se corre un riesgo a veces fatal; y no tienen que convencer, precisamente, al voto duro, sino a aquellos que entran en la categoría de los indecisos, así como a los sectores mayoritarios de la población.
Ahora bien, este sujeto irrepresentable, en crisis con la representación política y las instituciones, surge en el seno del liberalismo renovado de la década del 30’, con el libre mercado a la cabeza y la igualdad de oportunidades, poniendo entredicho toda intervención estatal, se lo concibe así desde el principio. En el ejercicio de sí, este soberano demanda recursos al gobierno. Manda, peticiona, lo mismo que al empresario, clama por la satisfacción de sus necesidades, por ello es que von Mises, en La acción humana (1980 [1949]), los caracteriza como (…) “jerarcas egoístas e implacables, caprichosos y volubles, difíciles de contentar. Sólo su personal satisfacción les preocupa. No se interesan ni por pasados méritos, ni por derechos un día adquiridos” (p. 416). Como todo sujeto de consumo, se articula temporalmente no en el pasado (en los logros obtenidos), ni siquiera en el presente (en lo que tiene), sino en lo que eventualmente tendrá: vive en el futuro, en lo que le falta consumir. Su día a día está marcado por lo que podría tener, con lo que aún no tiene, si es que el gobierno con sus políticas públicas hiciera posible que pueda libremente consumir, esto es, que no entorpeciera el libre mercado, dando por descontado la igualdad de oportunidades para ejercer poder en él. En algo somos todos iguales: todos consumimos, o perecemos.
B.
Ignacio Lewcowicz, en Pensar sin Estado (2004), presenta una evidencia. En la reforma constitucional de 1994 se introduce un artículo, en la parte dogmática, el artículo 42. En él se consagra al sujeto consumidor, otorgándole jerarquía y reconocimiento constitucional, constituye él la nueva subjetividad política. Lewcowicz contrapone el consumidor al ciudadano, y es que el consumidor devora al ciudadano. Porque consumir la representación política en el mercado electoral implica renunciar al ejercicio de asumir la ciudadanía, particularmente respecto el hecho de hacerse cargo de los actos de gobierno, clave para el rol ciudadano. El ciudadano, desde cualquier enfoque de la representación política, es el actor; el gobernante lo representa, cumple un mandato que le asigna el ciudadano. Pero el consumidor valida otra lógica: si ese producto no cumple con sus expectativas de gobierno, pues lo deja de consumir y elige, a su turno, otro. Sin más. Esto es: con la ciudadanía cae por tierra la noción de responsabilidad. No hay vestigio de ningún hacerse cargo frente a elecciones de gobierno que incluso le perjudican: este irrepresentable desconfía de las instituciones, es egoísta –por tanto, no tiene que responder ante otros de su elección– y quita la legitimidad al representante al verse frustradas sus expectativas de gobierno.
El soberano consumidor, pensado en principio como un ideal social (Hutt, 1936), se hizo sentido común. Abolido en términos de hegemonía el sujeto de derecho –y el Estado de derecho que le ofrecía de soporte institucional– quedan en la escena pública una miríada de átomos sociales regulados por la mano invisible. Cada uno se vale por sí mismo. ¿Por qué se hizo sentido común una especulación de teóricos económicos, que solo tenían en mente un ideal social? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que así se piensan los sujetos en esta etapa de la posmodernidad, tardo modernidad o como quiera llamársele. Hablarle de acuerdos gremiales al soberano consumidor, que muy probablemente no ingrese en su vida a la formalidad laboral, sino que permanezca en el precariado, o en el empleo informal; mostrarse, en tanto candidato o representante político, en actos de gestión o proselitismo con funcionarios de “panza llena”, bien arreglados y vestidos, que viven de la representación política, y que tienen la vida resuelta por representar a estos irrepresentables; decirle: “la patria es el otro”, a un sujeto que no tiene patria, que es “desconsiderado para con los demás”, como dice von Mises; todo esto genera rechazo y resquemor a este irrepresentable. Pues sabemos muy bien que en gran medida la propuesta política se juega en gran medida en el voto blando, en los indecisos, y estos consumen y ya. Pero resulta que estos indecisos son quienes más analizan sus elecciones electorales en la caja del supermercado, y quienes más desconfían de la representación política.
C.
Un funcionario de turno, tragicómicamente, trastoca la sentencia siguiente: a cada necesidad, un derecho. Queda así: a cada necesidad, un mercado. Pero resulta que el mercado no trae consigo ninguna ética de la necesidad. Pongamos un ejemplo: un mal de época, una auténtica pandemia social, es la ludopatía, entre los sectores más jóvenes. ¿Qué hace con ello el mercado?, ¿educa?, ¿previene? No, responde a la necesidad del consumidor, esto es, crea condiciones más sofisticadas de consumo. El producto envuelve el tiempo, la vida, los vínculos sociales del consumidor. ¿Quién le pone el cascabel al gato?, ¿quién limita a esta mano invisible, que aprieta con su lazo la vida de un adolescente que se sumerge indeclinablemente en apuestas on line?, ¿quién sino el Estado? La ética es sólo posible con un Estado fuerte. Y el Estado es fuerte o no es Estado. El mismo Hutt sostiene que el libre mercado precisa de un Estado militante (militant State) para neutralizar todo aquello que intente restringir los efectos de la mano invisible. Pues más fuerte debe ser el Estado que regule esta mano; al menos a este respecto, tomando la complejidad de época en que vemos al Estado fuertemente cercenado en sus movimientos, atrapado en la lógica de las grandes corporaciones. Esto es sólo un ejemplo, pero podemos pasar al ámbito de la salud y educación públicas, de la previsión social, esto es, a todo aquello que hace posible nuestra vida misma en sociedad, y consideramos que debe ser la base de toda la política estatal. Incluso para que sea posible sostener las ficciones liberales, la siguiente sobre todo: la igualdad de oportunidades. ¿Dónde habría, efectivamente, igualdad de oportunidades, si no se accede a un servicio público de salud, de educación, de previsión social? En todos estos casos solamente serían usuarios de tales servicios aquellos que hayan sido agraciados con la varita mágica, con la Gracia, del mercado, y “les haya ido bien”, al menos lo suficiente para contar con un capital que les permita afrontar las eventualidades siempre cambiantes del futuro, máxime en un clima de incertidumbre constante. El mercado toma de estos aspectos de la vida social solamente aquello que puede traducir en ganancia, porque es mercado, no es bueno ni malo. Lo malo es dejar a la libre regulación aquello que destruye los lazos sociales. Aunque no lo sepa este irrepresentable, este soberano consumidor, sin estos lazos no hay capacidad siquiera de elegir. Y, parafraseando a Hobbes, la vida resulta pobre, embrutecida, breve. Esto es fundamental saber comunicarlo, de múltiples formas, una y otra vez.
Para concluir, el soberano consumidor llegó para quedarse, al menos reside en nosotros, y constituye el tipo de subjetividad global, imperante, dominante. Querer modificarlo es pretender mover un muro a base de empujones. Pero debe trabajarse en él el punto débil, que reside en la consecuencia de su misma lógica; esto es, debe operarse sobre sus necesidades. El límite del mercado marca, aunque no exclusivamente sino sobre estos focos de vulnerabilidad que tratamos, el punto de emergencia del Estado; pues este tiene, o debe tener –so pena de convertirse en una agencia operativa de las grandes corporaciones–, ética. Sin ética no hay vida social posible, porque se anulan los lazos. La tutela del Estado es, aquí, indeclinable, en todos aquellos aspectos que ponen en juego la integralidad de la persona del consumidor. Pero si se vulnera el poder adquisitivo, si no se redoblan los esfuerzos para cuidar este aspecto, este soberano del consumo cae en la anomia, en el descreimiento de la política, y sabemos que esto favorece la lógica del libre mercado sin Estado regulador, fiscalizador, de todo de aquello que vulnera a la persona y debilita los lazos sociales. Es en este embrollo, en este nudo gordiano, donde nos encontramos. Pero el Estado es más que eso, debe realizar el bien común, sin más. Jamás lo podría hacer el mercado, salvo llenando la pócima mágica de supuestos, de ficciones, como ser la igualdad de oportunidades, cuando lo que abunda a quien se atreva siquiera a girar 360 grados su cabeza es la efectiva desigualdad de oportunidades.
Si los consumidores mismos no son protegidos por el Estado, los barre la mano invisible, alérgica a la ética y a la realización integral de las personas. Sólo que una vez que los barre les deja la suciedad encima, como toda escoba defectuosa, porque precisa que sigan consumiendo.