Es habitual en el momento actual, escuchar impunemente despotricar en contra de la justicia social, sincerando el trabajo de topo carcomedor del Estado que la promueve: mamífero atípico que congrega en su figura un humo superior al del asirio Nabucodonosor. Un breve análisis político de la legislación mosaica en clave de justicia social podría hacernos sopesar, tal vez, las consecuencias de tales desvaríos, propios de ídolos para nada nuevos que agitan en sus manos las máximas marketineras de una sospechosa teología de la prosperidad, desgarrándose las vestiduras por el hambre que generan sus recetas, las peores de todas, y que conducen inevitablemente a la ruina.
El Pueblo Elegido es tal por habérsele revelado La Palabra, pero también por habérsele revelado La Ley. Ahora bien, en términos políticos, ¿qué es lo que haría que un pueblo reciba semejante apelativo, a más de la ley y la palabra? Spinoza, filósofo clave para entender la filosofía política moderna y autor de un tratado que dio que hablar en el s. XVI – el “Tractatus teológico-político” (1670) –, lo expresa de la siguiente manera: (…) “la nación hebrea no fue elegida por Dios, antes que las demás, a causa de su inteligencia y de su serenidad de ánimo, sino a causa de su organización social y de la fortuna, gracias a lo cual logró formar un Estado y conservarlo durante años”. De la fortuna no vamos a hablar, porque desconocemos la voluntad divina. Sí echaremos una ojeada a la legislación que dio comienzo al Estado de Israel, en el marco de la Alianza que el pueblo hebreo, de la mano de Moisés, selló con su Dios.
Señalaremos una serie de instituciones en que se vislumbra una idea particular de justicia que no es, estrictamente hablando, de índole distributiva, más bien lo contrario: campea en el espíritu del legislador lo que hoy entenderíamos por justicia social, como vector dominante. Podríamos decir, y esto hay que subrayarlo en medio de la hegemonía discursiva libertaria que se autoproclama pro Israel pero fustiga a su vez cualquier vestigio de justicia social, que es justamente el carácter particular de su idea de justicia lo que hizo de este pueblo digno de presentarse a los ojos del mundo como elegido. Hacia allí vamos.
Para empezar, y como señala el historiador Paul Johnson en La historia de los judíos, los delitos contra la propiedad no implicaban la pena capital, porque ser considerada más sagrada la vida humana a los ojos del legislador (2006, p. 59). Quien pone por sobre la dignidad de las personas la propiedad privada, ¿qué adora? No al hombre hecho a imagen y semejanza, a la criatura particular, sino a las cosas, los bienes, el dinero, Moloc. Los aduladores del dinero y de las cosas materiales por sobre la criatura humana, desde luego, no honran al Hacedor, por más que despotriquen en su “guerra santa” contra la dignidad de las personas. Pero no hablemos de quien delinque contra la propiedad, sino de la propiedad misma. ¿Cómo la concebía el legislador Moisés?, ¿acaso sagrada? Por cierto, cada cincuenta años se realizaba lo que se llamaba Jubileo: prestemos atención a esta institución de la ley mosaica, porque es de vital para entender el carácter de la legislación producto de la Alianza. Nos lo cuenta el historiador Flavio Josefo en Antigüedades de los judíos: “El quincuagésimo año es llamado por los hebreos el jubileo, y en él los deudores quedan libres de sus deudas, y recobran la libertad los esclavos que se convirtieron en tales, aunque eran del mismo linaje, como castigo por haber transgredido algunas de las leyes cuya pena no era la capital. Ese año se restituye asimismo la tierra a sus anteriores poseedores, de la siguiente manera: cuando llega el jubileo, palabra que significa libertad, el que vendió la tierra y el que la compra se reúnen y calculan, por una parte, los frutos recogidos, y por la otra los gastos invertidos. Si los frutos recogidos superan a los gastos, el que la vendió recupera la tierra; pero si los gastos resultan ser mayores que los frutos, el poseedor actual recibe del anterior dueño la diferencia faltante, y le deja la tierra. Si el fruto recibido resulta igual a los gastos el actual poseedor le cede a su anterior propietario” (p. 144). ¿Es absoluta la propiedad privada?, en modo alguno, es relativa, tiene su extensión de medio siglo en el tiempo. Se me disculpará la extensión de la cita, pero no puedo dejar de señalar el espíritu de la letra, la intención de restituir a aquel que perdió su propiedad por buenas o malas decisiones, o bien que perdió por lo mismo su libertad, cada cincuenta años. J. J. Rousseau decía que la desigualdad surgió a la par de la propiedad privada (Ensayo sobre el origen de la desigualdad entre los hombres). A más de que estemos o no de acuerdo, sí debemos señalar que en este caso, la restitución de la igualdad es la marca distintiva de la legislación, y todo ello en pos del bien público. La marca política aquí es la justicia social, sin hacer juicio alguno respecto a la propiedad en cuanto tal, sino como la concebía el legislador. Pero hay más instituciones con el mismo espíritu, seguimos de la mano de Flavio Josefo: “Los que cosechan y recogen el maíz cosechado, no recogerán las arrebañaduras [léase, los excedentes]; dejarán algunos puñados para los que estén apurados por las necesidades de la vida, para que puedan servirles de sustento y proveer a su subsistencia. Lo mismo cuando recojan la uva; dejarán algunos racimos para los pobres, y dejarán pasar algo de los frutos de los olivos, cuando los recojan, dejándolos para que los compartan los que no los tengan; porque la ventaja que obtendrán los dueños recogiéndolo todo no será tan grande como la que obtendrán de la gratitud de los pobres” (p. 174). En otra parte: “Después de recogido [quien coseche de un árbol cuyo fruto haya sido obtenido antes de los cuatro años] deberá llevarlo a la ciudad santa y [de]gustarlo, junto con el diezmo de sus restantes frutos, celebrando festines con sus amigos, con los huérfanos y con las viudas” (Ibídem). En consonancia con esto último, y para que no se objete una excepción respecto a los huérfanos y viudas: “Aparte de los diezmos, que como os he dicho, deberéis pagar todos los años, uno para los levitas y el otro para las fiestas, deberéis aportar cada tres años un tercer diezmo para ser distribuido entre los necesitados, las mujeres viudas y los niños huérfanos” (p. 175). Si podíamos concebir como excepción el extraer frutos de un árbol antes de los cuatro años –recordemos que la mayor parte de Judea es árida– el tercer diezmo no representa una excepción, sino una regla, tanto como la del diezmo mismo. Algunas citas más para finalizar la exposición textual, que a más de uno debe cansar, pero la ley debe citarse en su extensión y composición: “Los que recojan las uvas y las conducen a los lagares que no impidan comer de ellas a los que se encuentren en el camino; porque es injusto impedir, por envidia, a los que así lo deseen, que participen de las cosas buenas que llegan al mundo según la voluntad de Dios, cuando la estación está en su apogeo y transcurre rápidamente como agrada a Dios. Más aún, si alguien se retrae, por timidez, de tocar los frutos, habrá que animarlo a que los tome. Me refiero tanto a los israelitas , que tienen algo así como un derecho de propiedad y de participación por el origen común, como a los hombres llegados de otros países, a quienes se permitirá participar como huéspedes de los frutos que Dios ha dado en su estación propicia” (Ibídem).
Es el desvío de estas leyes, y con ellas del Pacto, de la Alianza sagrada entre Dios y su pueblo, lo que gritan a todos los vientos los profetas. Los grandes profetas son la boca de Dios, que regaña a su pueblo para enderezarlo de los desvaríos del lujo y la explotación a sus coetáneos para reencauzarlos hacia los principios de justicia de la Alianza. Les anuncia grandes desgracias, pero a su vez los llama a que vuelvan a los principios de la religión, en boca de los profetas: Ezequiel, Amós, Isaías, Oseas, Eliseo, todos ellos se erigen como expresión viva de Dios, y surgen históricamente en los momentos previos al exilio babilónico, en que Jerusalén es destruida, el templo profanado y sus habitantes vendidos como esclavos (597 A.C.). Posteriormente el pueblo israelita vuelve del exilio, se instala en su territorio y logra recuperar su templo, parte de la historia narrada en el libro de Macabeos. En este libro hay además un detalle, por supuesto que no menor: no hay más profetas, no hay más voceros de Dios, están a la espera de que aparezca en la faz de la tierra un profeta para tomar ciertas decisiones, para instrumentar su vida como pueblo (1Mc., 5:46, 9:27). Al poco tiempo adviene la conquista romana y la destrucción posterior de Jerusalén por los emperadores Tito y Vespasiano en el 79 D.C.
Lo que es abandonado y forma parte constitutiva de las leyes de Moisés es el espíritu de justicia, determinante del ordenamiento jurídico hebreo; de una justicia para nada distributiva, no hay aquí algo así como la meritocracia en el necesitado de que nos habla el legislador. Dios espera la restitución de la humanidad por quien se encuentra en una posición superior respecto al que sufre y menos tiene, al que más padece. Piedad y caridad son los principios políticos por excelencia que sostienen la república cristiana; justicia para con los otros, que no es otra cosa que caridad, justicia social diríamos ahora, y piedad para con Dios, primer principio, son las bases en que se asienta la legislación mosaica. La tradición judeocristiana se basa, sin duda, en la caridad, de ahí que los sacerdotes tercermundistas la entendieran como justicia social.
El encumbramiento del individualismo; el erigir al individuo como Dios mismo y por sobre él; el complacerse en el holocausto de las personas ante el altar del dios capital, y regocijarse ante ello por añadidura, en un plan de ajuste ortodoxo que concentra la riqueza en pocas manos, todo ello no expresa sino el desprecio ante los principios más sagrados de las religiones judía y cristiana.
No hay más profetas pero, si los hubiere, sin duda nos pedirían cuentas por el mandato pisoteado de la justicia social, porque no concebirían otra modalidad de justicia. En palabras del profeta Amós, en su alusión a la condena de Israel: (…) “venden al justo por plata / Y al necesitado por zapatos; / Ellos, que codician hasta el polvo de la tierra / Que se encuentra sobre la cabeza de los pobres, / Y desvían el camino de los humildes” (Amós, 2:6-7). Ellos…nosotros rotos, vendidos como esclavos.