En el imaginario popular, cada vez que se produce una reforma constitucional en la Argentina, es para trampear. Por ejemplo, Carlos Saúl Menem consiguió con “el pacto de Olivos” el OK de Alfonsín en una negociación a la que don Raúl se prestó de buena fe y Carlos Saúl consiguió que la subsiguiente reforma posibilitara su reelección. Todo lo que haya tenido de beneficiosa la consabida reforma, en el imaginario social no existe: nadie sabe para qué otra cosa sirvió. Aunque verdaderamente sirvió, por ejemplo, para que las provincias recuperaran derechos sobre sus recursos naturales, tema hoy en el candelero con respecto al litio, la minería y el petróleo.
Con la reforma constitucional del 49, pasa exactamente lo mismo: lo que todo el mundo cree, es que sirvió para que Perón fuera reelegido y punto. Moisés Lebensohn, que era un gran radical, pero estaba enfermo de peronitis, fue más lejos aún: la reforma que se quería hacer era netamente nazi fascista o, dicho de otro modo, Perón querría instalar en la Argentina el Estado Corporativo de Mussolini. Alguna vez vamos a escribir sobre el famoso nazi fascismo atribuido a Perón y al peronismo comparándolos con el fascismo italiano que instaló el Duce durante más de 20 años en Italia, pero por ahora vamos a estudiar la reforma constitucional del 49, para averiguar si mereció o no mereció la maldición de Lebensohn, la posterior maldición de la revolución libertadora y de cuanto gorila opinaba, opina y opinará sobre ella, y sobre el peronismo, por los siglos de los siglos. Eso sí, sin estudiarlos nunca.
Empecemos por reconocer que le sirvió a Perón para obtener su segunda presidencia. Pero ahora ocupemos unas mil quinientas palabras más para estudiarla en su contexto y en sus detalles. Pensar significa estudiar y no poner etiquetas sin ni siquiera tomarse el trabajo de consultar al Google. Lebensohn hubiera hecho bien en conversar primero con Arturo Sampay, comparar lo que proponía con lo expresado por Mussolini en su libro “el Estado Corporativo” y recién después maldecir el proyecto.
Empezamos por descubrir que muchos países, como respuesta a las crisis económicas, sociales y políticas que los descalabraron durante los primeros años treinta, crearon lo que se conoció en seguida como “Constitucionalismo Social”. La república de Weimar en Alemania, el gobierno republicano español, el “new deal” norteamericano, la revolución mejicana en 1919, el Brasil de los tiempos de Getulio Vargas (1937), Bolivia en 1938 y Cuba en 1940. Cada nación por su cuenta comprendió que el Estado tenía que hacer algo para proteger a sus poblaciones de las terribles consecuencias de las crisis periódicas de la economía capitalista. Así nacieron el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania, pero también el New Deal norteamericano. En la Argentina, el constitucionalista Arturo Sampay, que venía del radicalismo yrigoyenista, era un católico tomista y se integró a FORJA, comenzó a recomendar una reforma constitucional, similar a las antes citadas, ya en 1941. Proponerle eso a Justo, Ortiz o Castillo, en plena década infame, fue como proponerle a un sordo de nacimiento que compusiera la quinta sinfonía de Beethoven.
El mismo Perón, antes o después de consagrarse presidente, dedicado como estaba en llegar al poder mediante su obrerismo pragmático, su amuchamiento político, sus maniobras para manejar el caos en su propio movimiento, tardó un par de años en darse cuenta de la conveniencia de plasmar en la Constitución Nacional lo que venía haciendo en la práctica. Recién en 1947 el poder legislativo concretó la necesidad de una reforma constitucional acorde con los nuevos tiempos. En 1948, en coincidencia con la convocatoria a elecciones legislativas nacionales, se votó también para constituyentes. El peronismo obtuvo en la ocasión el 69% de los votos emitidos: así que la nueva constitución pintaba peronista.
En una reforma constitucional, votan por supuesto, todos los que constituyen la asamblea, pero apenas son unos cuantos los que la proyectan y la hacen votar. Arturo Sampay vio, por fin, llegada su hora. Fueron también importantes en la ocasión, el coronel Domingo Mercante, John William Cooke, luego conocido como el fundador de la izquierda peronista y un joven profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Católica, el doctor Italo Luder. Ninguno de ellos tenía antecedentes de nazi, de uriburista, ni siquiera de haber sido condecorado por el Estado Italiano, como si lo fue don Amadeo Sabattini. Ninguno de ellos iba a proponer incorporar a la nueva Constitución nada parecido a las famosas “Corporaciones” fascistas.
Vayamos ahora a la Constitución misma. Comencemos por el Preámbulo: se lo conservó tal cual era, pero se le agregó una frase: “la indeclinable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana” Eso no convertía al Preámbulo en nazi fascista, pero le ponía un sello inconfundible. Eran las ya populares tres banderas del movimiento peronista.
Vamos ahora a las normas relacionadas con la organización política del país. Su art. 14 establecía el principio de que no debía existir libertad para atentar contra la libertad y encima prohibía la formación de milicias no estatales. En criollo, eso quería decir que se respetaría la forma republicana de gobierno y que nunca habría “camisas negras” mussolinianas en la Argentina. Eso sí, los art. 34 y 83 inc. 19, facultaban al poder ejecutivo a decretar el “estado de prevención y alarma” y lo habilitaba para detener personas hasta por 30 días. Italo Luder fundamentaba esos artículos en la necesidad de conciliar la libertad con el orden, considerando a la Argentina una “democracia beligerante”.¡Hum! ¿era eso fascismo o no lo era? ¿Era realmente beligerante nuestra democracia? ¿Qué uso le podía dar Perón a esa facultad que se le confería? Pronto contestaremos esas preguntas, no con argumentos teóricos sino con el relato de hechos. Por lo pronto, ya sabemos que, en 1948, Cipriano Reyes fue detenido bajo la acusación de conspirar para matar al presidente, y que fue torturado hasta perder o casi perder los testículos.
Pasemos a analizar lo que disponía la reforma en materia de derechos sociales. En su cap. III pasaba a ocuparse de los derechos del trabajador, la familia, la ancianidad, la educación y la cultura. Incluía el derecho a trabajar, a recibir una retribución justa, a la capacitación laboral, a las condiciones dignas de trabajo, a la preservación de la salud, al bienestar y a la seguridad social, a la protección de la familia, al mejoramiento económico y a la defensa de los intereses profesionales. Igualdad jurídica de los cónyuges, patria potestad compartida. Atención de la madre y el hijo a cargo del Estado. Nada de eso había figurado en nuestra vieja Constitución liberal del siglo XIX, pero sí figuraba en las nuevas Constituciones que surgieron en Europa y América a raíz de la gran crisis económica de los años treinta. O sea que no fue un invento peronista, sino una respuesta de muchas naciones para proteger a sus ciudadanos de las crisis periódicas del capitalismo de libre mercado. Eso se conoció en todos los países occidentales como el “Constitucionalismo Social”, que se completó con el concepto de “Estado de Bienestar” como nueva responsabilidad de los Estados nacionales. Pero es importante hacer notar que el Estado peronista ya lo estaba llevando a la práctica desde que Perón ocupó el cargo de Secretario de Trabajo y Previsión y lo mejoró a partir de volverse Presidente y crear la Fundación Eva Perón. No surgió de su condición de genio político, como lo consideraba Evita, sino de lo que el entonces teniente coronel había visto en su largo viaje de estudios estratégicos en Europa: lo vio en Italia, pero también lo vio en Alemania, en España, en Francia, en Austria, en Portugal, etcétera. Ahora, en 1949, lo iba a incorporar a la nueva Constitución argentina, con la ayuda de Sampay que lo venía estudiando, mientras Perón lo había estado viendo.
Vayamos a lo económico. La nueva Constitución incorporó lo que se llamó la “función social de la propiedad, el capital y la actividad económica”. Su art. 39 establecía que el Capital debía estar al servicio del bienestar social. Su art. 40 garantizaba un decisivo control del Estado sobre la economía en todo lo que tuviera que ver con servicios públicos, comercio exterior y energía, también sobre los monopolios y oligopolios privados. En realidad, Perón venía haciéndolo en la práctica, y por eso era considerado un nazi fascista por todos los capitalistas, arrendatarios, banqueros, estancieros y compañías extranjeras. Ahora, en 1949, la “función social del capital” se incorporaría a la Constitución y no por voluntad de Perón, que no quiso que se plasmara, sino por voluntad de Sampay y Cooke, que le hicieron una trampita para conseguirlo.
¿Por qué a Perón no le gustaba el art. 40?: porque en 1949 ya se daba cuenta que al Estado argentino y al empresariado nacional les faltaban capitales para sacar el petróleo del subsuelo y convertirlo en combustible y que, en poco tiempo, se vería obligado a crear compañías mixtas con capitales extranjeros para el autoabastecimiento petrolero o la siderurgia. No se lo podía decir a sus muchachos peronistas en el 49, se lo iba a tener que proponer en el 52 y los muchachos (y el radicalismo) le iban a patalear. Todavía estamos pataleando por el mismo asunto.
La vieja dama digna, la Constitución del siglo XIX, la garante de la democracia liberal, a la que se acostumbraba violar sistemáticamente cuando se necesitaba que gobernaran los militares o durante toda la época del fraude patriótico, ahora era defendida con uñas y dientes por propietarios, capitalistas, banqueros, estancieros y compañías extranjeras. Sampay y Cia. les estaban convirtiendo la sagrada vieja dama, en una negra populista y ellos ya venían pagando ese susodicho “estado de bienestar” de sus bolsillos. Así que la nueva Constitución tenía que ser nazi fascista, como Perón y como Evita. En cuanto al 69% del electorado que votó por semejante monstruosidad: ya se sabía que eran unos descamisados de mierda, infradotados, seducidos por el gran demagogo y su yegua puta. El gorilaje siempre fue muy fino y sutil para criticar al peronismo.
No importaba que la nueva Constitución no permitiera que surgieran “Camisas Negras” mussolinianas ni corporaciones fascistas, que consagrara el derecho de reunión, la prohibición de diferencias raciales, el habeas corpus, igualara los derechos de la mujer a los derechos del varón, el voto directo para diputados, senadores y presidentes y habilitara a las provincias a realizar sus propias reformas con autonomía federal. Permitía la reelección de ESTE presidente, ergo, era nazi fascista.
El 27 de abril de 1956, la “Constitución Maldita” fue derogada en nombre de los poderes revolucionarios, con la sola firma del general Aramburu. En 1957, con el peronismo proscripto, el mismo Aramburu convocó a una nueva constituyente y llamó a votar al pueblo argentino. La primera minoría, con el 24% de los votos, la obtuvo el voto en blanco. La intentona del 57 fue un fracaso, calificada de papelón en su momento; pero al menos, la UCRP, con Crisólogo Larralde a la cabeza, consiguió salvar los derechos sociales al hacer aprobar el que se conoció desde entonces como “el 14 bis”. El art. 40, en cambio, se fue por el albañal. Después de eso, los mismos radicales hicieron naufragar la Constituyente del 57, por falta de quorum. Pasado el tiempo y ya calmadas las pasiones constitucionalistas, la Maldita fue valorada positivamente por fascistas reconocidos como Germán Bidart Campos y Eugenio Zaffaroni.