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PERON GOBERNANDO EL CAOS

Cuando decía “Primero la patria, después el movimiento y después los hombres” no estaba haciendo retórica. Durante los años que gobernó desde el 46 al 55, dio múltiples muestras de su voluntad de ordenar y mandar, por más que también proclamara “mejor que mandar es persuadir”.

Junio de 1946. El general Perón asumía en ese momento la presidencia de un país que, aunque económicamente pasaba por un buen momento, políticamente era un caos. Don Amadeo Sabattini había profetizado, a comienzos del año, que, si Perón ganaba las elecciones, el quilombo interno de sus propias fuerzas, la corte suprema en su contra y los obstáculos que le crearan los opositores, sean partidos o diarios opositores, las asociaciones empresarias o rurales, y hasta los militares que habían exigido su salida del gobierno en octubre del año anterior, le formarían todos juntos un tremendo caos que se iba a devorar al flamante presidente. Entonces llegaría la hora de los radicales, etc.

Perón respondió al desafío de Sabattini, no con diálogos de conciliación, a la manera de cuando era candidato, sino con una asombrosa velocidad de decisiones en varios frentes. Impulsó el juicio político a la Corte Suprema teniendo en las cámaras legislativas los números suficientes: no fueron necesarios muchos debates parlamentarios: en septiembre “diputados” lo propuso y en abril del 47 cuatro supremos y el procurador general estaban fuera de juego.  En realidad, ni los radicales querían esa Suprema: era la misma que había cohonestado el derrocamiento de Yrigoyen y todas las trampas del presidente Justo durante la Década Infame. La nueva Corte Suprema no iba a ser un conjunto de notables del derecho en cualquiera de sus ramas, jurisconsultos reconocidos internacionalmente por sus trayectorias o tratados.  La nueva Corte fue lo que Perón quiso que fuera, en particular en cuestiones que tuvieran que ver con la política. Los políticos y diarios opositores no dejaron de denunciarlo como “fascista”, ni el presidente de ignorar sus argumentos.

Pasemos ahora a su frente interno. Había llegado al gobierno con la boleta del flamante partido laborista, y metido en ella una mezcla de candidatos provenientes del sindicalismo, creador del partido, radicales quijanistas, algunos conservadores que se descubrían ahora populares, e independientes. En ese menjunje nadie quería a nadie, ni los radicales quijanistas se querían entre ellos: seguían a los sillazos y a los tiros dirimiendo sus diferencias, aunque fueran ahora dignos representantes electos de las honorables cámaras legislativas. Perón decretó la disolución del partido laborista pocos días antes de asumir como presidente y declaró que todos los antes citados eran ahora, si querían mantener los pies dentro del plato, miembros del Partido Único de la Revolución Nacional (PURN) y que el presidente de ese partido era él. Las siglas del PURN sonaban tan mal, que pronto se transformó en Partido Peronista. Lo importante es señalar que, además de adquirir el poder de expulsar a los díscolos, lo cual pasó con Cipriano Reyes por ejemplo, cortó de cuajo con el proyecto autonomista de los sindicatos y sus líderes tradicionales (Luis Gay de Telefónicos, Cipriano Reyes de la Carne, Luis Monzalvo de Ferroviarios) que habían formado el partido laborista como un partido de los trabajadores, donde los que decidieran fueran ellos y no el dedo de Perón. A Luis Gay se le inventó una supuesta tramoya con sindicalistas norteamericanos y se lo acusó de ser un traidor a la patria. Perón dijo tener las pruebas. Gay era, sin exagerar, el más prestigioso de los dirigentes gremiales y lo venía siendo desde hacía años: luchador, incorruptible, componedor leal, sindicalista puro, ni socialista, ni comunista ni anarquista. Sus compañeros de la CGT intentaron defenderlo en su carácter de Secretario General de la CGT elegido por ellos en elecciones internas, pero Perón insistió en sus acusaciones y en que tenía pruebas en su caja fuerte, sin mostrarlas. Ni las Comisiones Investigadoras de la Libertadora las pudieron encontrar. Luis Gay entendió muy bien de lo que se trataba: unas semanas antes el Presidente lo había llamado para decirle que le tenía preparado un grupo de asesores que le transmitirían lo que tenía que decir y hacer la CGT. La respuesta de Gay fue su condena: “General, usted ya tiene mucho que hacer como presidente, deje que a los asuntos gremiales los manejemos nosotros que lo venimos haciendo hace 25 años”. La voluntad de Perón era muy otra. Ya que concebía a la CGT como la columna vertebral de su movimiento, la intermediaria entre el presidente, los empresarios y los trabajadores. La CGT tenía que responder verticalmente a su mando. Gay, que entendía que el presidente Perón ya no era el candidato Perón, renunció a su cargo de Secretario General de la CGT y también a su afiliación al partido laborista, PURN o peronista. Se fue a su casa. Fue el primer peronista de la primera hora que Perón dejó por el camino. Cuando Perón declaraba “¡Primero la patria, después el movimiento y después los hombres!” no estaba haciendo retórica. Durante todos los años que gobernó desde el 46 al 55, dio múltiples muestras de su voluntad de ordenar y mandar, por más que también proclamara “Mejor que mandar es persuadir”. Y así era, si te persuadía te persuadía, pero si no, te descartaba de sus planes de cualquier manera: en el caso Gay mintió, sin importarle mucho que los compañeros de Gay no le creyeran. Si querían permanecer en sus cargos, tenían que aceptar el sacrificio de su mejor compañero, y lo hicieron. Terminaron aceptando al Secretario General que el jefe les impuso: José Espejo, cuyo único mérito era ser miembro del entorno de Evita, y ese detalle no fue menor: ella sería clave en la política sindical de su marido. Cuando fue proclamado, sus compañeros pidieron que subiera al escenario, que lo querían conocer.

Con Cipriano Reyes iba a pasar algo parecido, pero distinto, porque Cipriano era otra clase de peronista, de los que andaban armados. En los comienzos de su actividad gremial en el sindicato de la carne, solía enfrentarse a tiros con los matones de los frigoríficos, con los comunistas o con la policía. Uno de sus hermanos murió en uno de esos episodios. Cipriano, que se abrazaba con Perón candidato cuando este lo iba a visitar a Berisso, que se proclamó el hacedor del 17 de octubre, pasó a enfrentarse abiertamente con el Perón ahora presidente. El 27 de mayo, pocos días antes de que Perón asumiera como presidente, le dirigió una dura carta: “Hace pocos días… usted termina de romper de manera intempestiva y públicamente con el laborismo, a través de un “ordeno y mando”, como si lo hubiera hecho el zar de Rusia o el mismo Calígula… Desconoce el movimiento que lo llevó al poder porque teme que el mismo le exija la realidad de ese mundo mejor que le hemos prometido al pueblo y al país… Su ambición era llegar… y ha llegado. No le importó lo que deja atrás suyo, lo que hiere, lo que destruye, ni las cosas de que se ha valido para “escalar la montaña”. Ahora está en la cima y desde allí arroja al precipicio a los amigos que lo ayudaron a subir. Usted no desea compartir el triunfo con nadie y mucho menos con los que lo sacaron de la cárcel el 17 de octubre”.

El 17 de octubre del 46, mientras la plaza de mayo se llenaba de peronistas para festejar el primer aniversario del “día de la lealtad”. Reyes organizó un acto paralelo frente al Congreso y otro en La Plata bajo la consigna de que esa fecha recordaba una proeza de los trabajadores y no de Perón. En el Congreso, formó un sub bloque de diez diputados que no acataban la orden de votar siguiendo las órdenes del presidente y que, al contario, denunciaba corruptelas y apremios ilegales. Fue quedándose sólo. Corrió entonces el rumor de que se disponía a matar a Perón a la salida de una velada del teatro Colón. “Alguien” le baleó el auto matando a su chofer y provocándole una herida en la cabeza (real o fingida). Lo cierto es que se presentaba a ocupar su banca con la cabeza y la cara vendadas ante la ovación de la bancada radical. Perón le ofreció presidir la cámara de diputados, Cipriano le contestó que él no servía “para tocar la campanilla”. Terminó siendo, en 1948, medio involucrado en participar en un complot para asesinar a Perón, fue detenido y torturado. No salió en libertad hasta 1955. Escribió después varios libros: el más contundente se llamó “La Farsa del Peronismo”.

El presidente Yrigoyen pasó a la historia por la cantidad de intervenciones federales que realizó en las provincias, prácticamente en todas las que no gobernaban los radicales. Perón tampoco se quedó corto en materia de intervenciones, pero lo curioso es que, la mayoría de las mismas caían sobre gobiernos peronistas, donde las rencillas internas entre gobernador y vice gobernador volvía ingobernable la provincia. Mandaba una intervención, si el interventor calmaba las aguas y lograba acuerdos para una nueva elección, lo dejaba, si ese interventor no lo conseguía, lo cambiaba por otro. Pasó en nueve provincias: comenzó Córdoba, siguió Catamarca, La Rioja, Santiago del Estero, Santa Fe, Mendoza San Juan y Salta. Corrientes también fue intervenida, pero no porque el gobernador radical, el Dr. Benjamín de la Vega, no pudiera controlarla, sino porque el vicepresidente Quijano (antiguo radical también), se empeñó en que lo hiciera. Entonces nombró interventor al coronel Juan Filomeno Velazco.

Volvamos a la CGT. Descabezados Gay, y Reyes y entronizado Espejo, los trabajadores de distintos gremios comenzaron a declararse en huelga por lo de siempre: los patrones se negaban a acatar las leyes laborales que estableció el nuevo gobierno: Las 8hs. de trabajo diarios, los sábados no laborables, los salarios acordados, las comisiones internas, etc. Si Perón apoyaba la huelga no había problemas, si no le prestaba atención o directamente la desaprobaba, los trabajadores seguían con sus huelgas. El jefe mandaba a los gremialistas correspondientes a frenar la huelga; si estos no lo conseguían, declaraba que esa huelga estaba patrocinada y organizada por “oscuras fuerzas extrañas al interés nacional”, lo cual en criollo quería decir los comunistas y daba a conocer sus nombres concretos: los aludidos aprovechaban para esconderse. Intervenía el sindicato con gente elegida por él, si estos también fracasaban, terminaba cediendo a los reclamos de los trabajadores y ayudaba a los patrones con subsidios para pagar los aumentos ahora conseguidos. Algunos de los gremios en huelga los había formado él desde la Secretaría de Trabajo. Lo enfurecía que ahora no fueran obedientes, pero no era zonzo: si los que le hicieron el 17 de octubre y después le hicieron ganar las elecciones, eran los mismos que durante el mismo paro, que a veces duraba meses, se declaraban peronistas y al mismo tiempo se le enfrentaban, eso quería decir que la propia base social que lo sostenía se le estaba insurreccionando. La Fotia azucarera paralizó la producción de azúcar argentino durante varios meses. Entonces cedía y los trabajadores obtenían lo que reclamaban. Así le ganaron la pulseada los trabajadores azucareros, los de la carne, los municipales, los petroleros, los bancarios y los panaderos. Le llevó tres años comprender que los trabajadores eran peronistas, pero no corderos. Para 1949 las huelgas se aplacaron, las ocho horas se respetaron, los sueldos se volvieron uniformemente satisfactorios y la Fundación Evita ya estaba haciendo “acción social directa” a toda máquina. La profecía de Sabattini no se había cumplido ni mostraba síntomas de que se fuera a cumplir en breve.  

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