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NACIDA PARA PERONISTA: la infancia de Eva Duarte

Si su apellido de nacimiento hubiera sido Peralta Ramos, Bemberg o Bullrich, la niña nacida en una estancia cercana al pequeño pueblo de Los Toldos en la provincia de Buenos Aires, no hubiera tenido la menor chance de convertirse, treinta años después, en el personaje mundialmente conocido como “Evita”.

Un destino como el suyo no es un designio divino, o sea una predestinación tipo el Jesucristo de los evangelios. Un destino, sea el del Che Guevara, el de Adolfo Hitler, el de Napoleón, el de San Martín o el de Jesucristo, es una construcción que lleva una vida entera construir y que conlleva dos o tres ingredientes básicos: las circunstancias, el azar y (el más importante) la voluntad.

La futura Evita no nació Peralta Ramos, nació Duarte. Su padre era un estanciero bígamo, que formó dos familias. Una en Chivilcoy, la legítima, y otra en su estancia de los Toldos, la ilegítima, que es la que nos importa, porque María Eva Duarte fue su quinta hija ilegítima con Juana Ibarguren. No fue extraída del vientre de su madre por una partera en la Clínica Marini del barrio de Palermo, sino en una cama de la estancia por una comadrona medio aborigen. Era el 17 de mayo de 1919, en la Argentina gobernaba don Hipólito Yrigoyen y, en Europa, todavía se estaban contando cuántos miles de muertos había dejado la 1ª guerra mundial.

Cuando cumplió un año, su padre fue presionado por su familia a abandonar su estancia y se fue a vivir a Chivilcoy. Doña Juana se trasladó a Junín con sus cinco hijos. Comenzó entonces a coser ropas, dándole a la máquina de coser día y noche, aunque recibía aun la ayuda económica de Duarte. (Retenga el lector en su mente el detalle de la máquina de coser). Cuando Evita cumplía sus seis años, su padre muere en un accidente automovilístico. Esa tragedia creó dos circunstancias esenciales en la infancia de Evita. Según sus historiadoras, conoce y recuerda a su padre en el cajón fúnebre, se produce una escena escandalosa entre la familia legítima y la ilegítima ante los ojos aterrados de esa nena, que todavía no tenía cómo entender que en el mundo se hacían diferencias muy importantes entre el nacer legítimo o ilegítimo, rico o pobre. La segunda consecuencia es que, a partir de ese momento, el único sostén de sus cinco hijos iba a ser doña Juana. Trabajaba en su máquina de coser hasta las dos de la mañana (retenga el lector ese horario de trabajo). Las piernas de doña Juana se llenaron de várices y úlceras varicosas y aún así, doña Juana no podía parar, no hubiera podido parar ni aunque se estuviera muriendo de un cáncer en el útero. Tuvo que complementar sus ingresos ofreciendo almuerzos de pensión a funcionarios foráneos. (Según Jorge Luis Borges, puso un prostíbulo). Evita y sus hermanas ponían la mesa, la levantaban y lavaban los platos, lo cual quiere decir que, en la práctica, eran las empleadas domésticas en su propia casa (retenga el lector ese detalle). Evita comenzó a ir a la escuela a los ocho años, repitió segundo grado y recién completó su primaria a los catorce. Si hubiera nacido Peralta Ramos, nada de lo que venimos narrando le sería siquiera conocido, ni le hubiera interesado conocer. Ella, en cambio, no lo olvidaría nunca.

Tenía 11 años cuando un viejo jardinero que les estaba enseñando a trabajar la tierra, a ella y su hermana Erminda, para que tuvieran una huerta en el fondo de su casa, le dio la primera lección acerca de cómo funcionaba el mundo: “¿Por qué hay tantos pobres?” Le preguntó ella. “Lo que pasa mi hija, es que hay también pocos ricos que tienen mucha plata y no se la reparten a los pobres”. Fue la única lección política que recibió antes de conocer a Perón, pero no se la olvidó. Muchos años después, ella recordaría que la explicación del viejo le produjo un dolor rarísimo en el pecho, y una rabia muy grande en la cabeza. Conoció así la palabra injusticia, y la odió. Y desde entonces, cada vez que veía una injusticia, sentía el mismo dolor y la misma rabia y ni se molestaba en disimularlas.

Sin embargo, su hermana Erminda, que le llevaba dos años y era su compañera en el fregado de platos, en el barrido de la casa o en la huerta, pero también en los juegos, la recuerda como una nena alegre, que nunca se quejaba, que jugaban a hacerse casitas en el fondo de su casa o en lo alto de los árboles (retener el detalle de las casitas). Recuerda Erminda que, a los seis años, cuando se acercaba el día de reyes, Evita les pidió a los reyes una muñeca grande. Doña Juana no podía satisfacer un deseo como ese, pero encontró en una juguetería de Junín una muñeca como la que quería su hija, baratísima, porque le faltaba una pierna. En la mañana del seis de enero, doña Juana le explicó a su hija que a la muñeca le faltaba una pierna porque se había caído de uno de los camellos de los reyes. Evita amó a esa muñeca mucho más que si hubiese tenido sus dos piernas, y la sacaba a pasear por la plaza de Junín vestida con un vestido largo que disimulaba su defecto.

No le estoy contando al lector estas cosas porque soy un sensiblero, o porque busque emocionarlo. Es que si el lector no se entera de ellas, no va a entender, por qué, más de veinte años después, la Fundación Eva Perón regalaba millones de muñecas a todos los niños pobres del país,  o por qué mandó construir una ciudad de los niños,  o por qué mandaba a los niños enfermos de parálisis infantil a realizar tratamientos carísimos e inútiles a Nueva York, y se dejaba acariciar las manos por los leprosos y les besaba el borde de sus llagas, ante la alarma de sus secretarios y las advertencias de su marido. “A mi ellos no me van a contagiar, porque yo los amo”.

Junín era un pueblo aburrido y lleno de obreros del ferrocarril. Estaba dividido por un barrio habitado por los gerentes ingleses y un reducido grupo de juninenses que, por ser funcionarios, o médicos o ingenieros que trabajaban para la empresa, tenían acceso a él. Estamos en 1930 y pico, el resto del pueblo sufría la crisis del 30 o hacía huelgas. De 1936 data la primera huelga importante, y la única, durante esos años de la década infame, y fue una huelga de los ferroviarios. De lo que estaba pasando ahí, Evita ni sabía nada, ni le importaba, ella jugaba al circo en su casa con su hermana Erminda y la colaboración de su hermano Juan, hasta que doña Juana cortó los equilibrismos del circo porque Erminda se cayó y se partió la cabeza. Entonces Evita se enamoró de la poesía y se pasaba horas aprendiendo a recitar, adoraba a Amado Nervo: “¡Qué solos se quedan los muertos!”. Recitaba donde la dejaran: en los grados en que faltaba la maestra, en la casa de una vecina paralítica que ni siquiera podía hablar, en la vereda de un negocio de venta de discos que había puesto un altoparlante y un micrófono: su primer micrófono. Ella era una pésima alumna en matemáticas, pero a recitar o a disfrazarse de payaso para hacer reír a la paralítica no le ganaba nadie.

Su otra pasión juninense era el cine. Había un solo cine en Junín y allí conoció a los astros y las estrellas del cine norteamericano. Llegaban también revistas de espectáculos como Antena o Radiolandia, con abundantes fotos de sus ídolos, que ella y Erminda recortaban y coleccionaban. Evita le negociaba a Erminda un lavado de platos por una foto de esas. La actriz norteamericana Norma Shearer era su preferida, hasta el punto que se le metió en la cabeza que ella no iba a parar hasta ser tan famosa como Norma Shearer, y que no iba a ser maestra o empleada administrativa o de comercio, como su tres hermanos mayores, que no se iba a quedar a vivir en Junín el resto de su vida y que, ni bien completara la escuela primaria, lo cual hizo a los catorce años, se iba a ir a vivir a Buenos Aires, iba a ser actriz, iba a conquistar Buenos Aires y hasta se iba a casar con un príncipe o un presidente. Ahora usted entiende por qué, durante su gira europea de 1947, con 28 años, se presentaba ante mandatarios y multitudes, con vestidos de princesa, peinados extravagantes y grandes sombreros con plumas.

Antes de cumplir los quince, toda la familia se reía con semejantes ocurrencias y doña Juana le advertía que se sacara de la cabeza esos sueños, porque ella, su madre, no le iba a dar permiso para semejante locura ni loca. Y doña Juana estaba acostumbrada a que sus hijos la obedecieran, y ellos a obedecer. Y entonces, Evita, ya terminada la escuela, cumplió quince años.   

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