1950 debe haber sido el año más feliz en la vida de Evita. Era mundialmente famosa, tenía un enorme poder en el movimiento obrero, el pueblo la adoraba por sus obras en la Fundación, la aclamaba cada vez que les hablaba desde el balcón de la Casa Rosada. Ella había creado su propio estilo oratorio: apasionado y apasionante para las masas que la escuchaban. Pronunciaba sus discursos sin libreto, manejando las pausas y las intensidades de sus palabras con la maestría de una gran actriz. Su trabajo en la fundación le llevaba 18 horas por día y la ponía cara a cara con los necesitados, que le besaban las manos en agradecimiento.
Y, sin embargo, el 9 de enero de ese año, en pleno acto público, sintió un fuerte dolor, como una puñalada, en su ingle izquierda. Lo aguantó hasta terminado el acto. Pero el 12, el doctor Ivanisevich, ministro de Educación y eminente cirujano, la operó de lo que se diagnosticó como una apendicitis. A la semana estaba otra vez, como nueva, más hermosa que nunca trabajando como siempre, viajando a las provincias o recibiendo delegaciones de otros países.
Pero entonces el doctor Ivanisevich le recomienda una nueva operación, había encontrado novedades inquietantes durante la anterior. “Usted a mí no me toca, yo no tengo nada. Lo que pasa es que me quieren eliminar para que yo no me meta en política, me quieren separar de Perón”. Ese mismo día, Ivanisevich renunció a su cargo de ministro. Años después declaró que, durante la operación le había encontrado un tumor incipiente en el útero. Seis meses antes la había operado de eso a la madre de Evita y la mujer no tuvo ningún problema posterior. “El día en que la Señora rechazó enojada mi sugerencia, inconscientemente se suicidó”.
A los pocos meses, el cáncer comenzó a mostrar sus primeros síntomas: un sangrado permanente, que no tenía nada que ver con una menstruación ni siquiera prolongada. En sus duros tiempos de actriz todavía desconocida, una compañera de pensión había tenido los mismos síntomas y al poco tiempo había fallecido con el diagnóstico de cáncer. Evita no podía ignorar la importancia de sus sangrados, y sin embargo lo hizo. No consultó con ningún médico, no lo habló con su marido ni él lo habló con ella ni intervino para nada. El cáncer de Evita era innombrable. Para el pueblo peronista y también para los antiperonistas, incluso para Perón, durante todo el año 50 y primeros meses del 51, no existía. Sin embargo, ella se sinceró con su hermana Erminda: “ellos saben lo que tengo y no me lo dicen, ellos me mienten. Yo sé lo que tengo y también les miento. Todos mentimos”.
Se acercaban las elecciones de 1952, en el que las mujeres votarían por primera vez y Perón se presentaba para su reelección. El 22 de agosto de 1951 fue convocado con el nombre de Cabildo Abierto, un acto multitudinario a realizarse sobre la avenida 9 de julio. Según Félix Luna concurrió el doble de gente que había concurrido el 17 de octubre: 1.000.000 de personas. En el transcurso del acto, la multitud comenzó a exigir que les hablara Evita. No exagero cuando escribo “exigir”, como se verá en los próximos párrafos.
Lo que estaba sucediendo en esos momentos era que, durante los meses previos, la CGT de Espejo, fanático de Evita, venía proponiendo, como futuro binomio presidencial, la fórmula Perón- Perón. El presidente dejó correr la propuesta, y Evita no dijo una palabra al respecto. El pueblo peronista se entusiasmó con la fórmula a la espera de que se concretara. Y así se llegó, el 22 de agosto, al “Cabildo Abierto”. Al comienzo del acto parecía un acto proselitista más, mientras no se habló de candidaturas. Pero por algo más que la enumeración de los logros peronistas (la lucha exitosa contra la inflación) o el ataque a los opositores y golpistas (1951 el golpe del General Menéndez, en el 52 el del coronel Suárez) estaban allí un millón de personas. Y fue el secretario Espejo el que descorrió el velo, precisamente invitando a la Señora a tomar la palabra.
Ella comenzó como siempre, atacando a la oligarquía, alabando a su marido. Hablaba, no leía, sus temas ya no necesitaban apuntadores. En una de sus pausas, mientras el pueblo la vivaba, el secretario Espejo se adelantó al micrófono y, queriendo o no queriendo, destapó una olla de presión popular: hizo notar que Evita no había dado aún “la respuesta que todos esperamos” y sugirió esperarla 24 horas para que se pronunciara. Entonces un rugido brotó incontenible desde un millón de gargantas: “¡No, no! ¡Ahora! ¡Qué conteste ahora!
Lo que siguió no fue la continuidad del discurso de ella, fue una especie de “diálogo” entre una Evita vacilante, sorprendida, que suplicaba tiempo para decidir: “les pido que me den por lo menos cuatro días para pensar”. Y la respuesta fue “¡Ahora, ahora!”. Cuatro veces pidió tiempo, y la respuesta fue siempre la misma. El rugido exigía siempre “¡ahora, ahora!”.
Perón estaba detrás de ella y no intervenía ni para decir mu, aguantaba el acontecimiento con cara de piedra. Pero él sabía, tenía razones, que ella no debía ni podía aceptar lo que el pueblo estaba exigiendo. Pongamos la lupa sobre la situación de Perón en ese momento: él había dejado correr la propuesta de la fórmula “Perón-Perón” para que los compañeros no se pelearan entre sí por la candidatura a vicepresidente, pero no podía considerar seriamente la misma: 1) El pueblo no, pero él sí, sabía que su mujer estaba enferma para morir. Lo que ocurriría antes de que se cumpliera un año. 2) Los militares odiaban a Evita y no la aceptarían como vicepresidenta. Y estaban permanentemente trabajados por las conspiraciones para derribarlo del poder y hasta para matarlos, a él y su mujer. Era el plan abortado durante ese año. Sin embargo, Perón dejó que su mujer decidiera.
Ahora pongamos la lupa sobre el pueblo peronista. No tenía aún ni la menor sospecha del cáncer de su ídolo. Para los peronistas, cuanto más alto subiera ella, incluso si algo grave le pasara a Perón, lo mejor que podría pasar era que ella se convirtiera en Presidente. Cuando por fin, llorando amargamente en brazos de su marido, ella se retiró del balcón, la multitud comenzó lentamente, tristemente, a retirase de las calles. Ese 22 de agosto del “Cabildo Abierto” fue para los peronistas de todo el país, una jornada de derrota.
Lo peor estaba por venir. A los pocos meses, comenzó a saberse públicamente que Evita estaba seriamente enferma. El 1º de marzo del 52 fueron sus últimas palabras públicas. Para ese entonces ya no podía concurrir a sus oficinas a atender a los pobres, permanecía mucho tiempo en cama. El cáncer le había tomado el hígado y parte de los huesos de la pierna izquierda. Sin embargo, el 4 de junio del 52 se presentó junto a su esposo en el acto de asunción presidencial. Tuvo que recorrer toda la avenida de Mayo parada en un auto descapotable, sostenida por un arnés de hierro disimulado bajo sus ropas.
Durante el mes de junio recibió la visita del doctor Taquini, experto en problemas pulmonares. El médico le recomendó reposo y ella le contestó: “¡Usted no sabe con quién está hablando!”. Taquini, enojado, le retrucó: “La que no sabe con quién está hablando es usted, señora. Yo soy su médico y estoy aquí para cuidarla y para decirle lo que no puede hacer”. Aunque parezca increíble, a pesar de todo lo que estoy contando en los dos últimos párrafos: ni ella, ni su marido, ni nadie pronunciaba la palabra cáncer. Salvo los oligarcas, que brindaban con champán y exclamaban: “¡Viva el cáncer!”.
El 26 de julio entró en coma y murió 20 minutos después de las ocho de la noche. Tenía 33 años.