Aún cuando los sueldos se actualizaran o se reforzaran con bonos, el ingreso real del trabajador era el que perdía si la inflación se desmadraba, y el que podía inflacionar era el que ganaba, igual que ahora.
Hasta el 48 la inflación anual era, más o menos, del 18% anual, mientras los sueldos trepaban hasta llegar a superar el 50% de “la torta”, como se nombraba entonces al Producto Bruto Nacional. Había pleno empleo y nadie pensaba en tener un segundo empleo, las exportaciones se pagaban bien y hasta demasiado bien: Europa había destruido su economía durante la segunda guerra y Argentina le vendía alimentos a precios caros. Las importaciones se restringían y se protegía la industria nacional aún con subsidios estatales. Los consumidores de las clases populares consumían ahora lo que nunca habían podido consumir antes de Perón: comían carne vacuna todos los días, mejoraban su indumentaria, se compraban un lavarropas, una radio o una máquina de coser, iban al cine todas las semanas, a la cancha, o a bailar tangos.
Y, sin embargo, ya a comienzos de 1949, según cuenta el que fuera su ministro de Asuntos Económicos, Alfredo Gómez Morales, el presidente Perón estaba asustado: la venta y precios de los granos y las carnes argentinas en el mercado internacional caían. Los EEUU marginaron a la Argentina del plan Marshall, prefiriendo vender a la hambreada Europa los granos y carnes de sus “farmer”. La tercera guerra mundial que esperaba Perón para seguir exportando, no se produjo. Como consecuencia de aquello, las reservas del mercado central también caían. Fue entonces cuando llamó a Gómez Morales y Roberto Ares y les pidió un informe de la situación real de la economía argentina y de su futuro inmediato: “General -le contestaron- estamos entrando en tiempos de vacas flacas. Si seguimos por este camino, en año y medio, a más tardar, las vacas flacas se van a comer, primero el dinero de las cajas jubilatorias y, en seguida, los salarios de los trabajadores”. En un informe de diez páginas y un anexo numérico de otras diez, le hicieron entender que o la economía cambiaba o los trabajadores comenzarían a protestar y las huelgas a brotar por todos lados: ni los gremios peronistas dejarían de parar. Si todo eso pasaba, su Comunidad Organizada se le iba al carajo.
1948 fue año de elecciones legislativas y de constituyentes. Perón ganó ambas con el 69% de los votos. No eran momentos de decirles todavía a los votantes que las cosas se estaban poniendo feas. En el 51 se venían las presidenciales de comienzos del 52, que el presidente adelantó a noviembre del 51. Es que, en los dos últimos meses del 51, los consumidores comenzaron a notar que los precios de la carne, las verduras, la ropa o los medicamentos, empezaban a subir mes a mes. Como los sueldos eran buenos, los consumidores seguían gastando sin preguntar nada. Pero la verdad, todavía no registrada en el bolsillo, era que los salarios venían perdiendo su valor real en un 30% desde 1951: la inflación de ese año fue de casi el 40%, aunque la gente no lo sentía gracias a los altos salarios. Entonces, ya reelegido presidente, Perón comenzó a hablar casi todos los días de la inflación y a explicarles a los argentinos por qué se producía y cómo haría para enfrentarla. Explicando algo, Perón siempre había sido insuperable: usaba un lenguaje común, sin tecnicismos y, esta vez, sabiendo que dolerían sus palabras, les dijo claramente: “al pan, “pan negro” y al vino “trabajo y ahorro”. “Nunca, hasta hoy les hemos pedido a ustedes sacrificios. Ahora ha llegado el momento de pedirles que consuman menos, que no coman carne de vaca todos los días, que trabajen más, que no abusen de las licencias por enfermedad, que hacerse despedir para cobrar una indemnización era ser un trabajador tramposo”. Los estaba retando: una cosa era disfrutar de derechos laborales y otra abusar de ellos. Como consumidores les recomendaba que no paguen de más, que ahorren, que compren en las proveedurías creadas por la Fundación Eva Perón, que “denuncien a los comerciantes ladrones que suben los precios indebidamente”, que no vayan a gastar plata al hipódromo, sino “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. “Si los trabajadores argentinos nos entienden y nos acompañan, en poco tiempo venceremos la inflación y volverán los tiempos felices”.
Haber salido a enfrentarla antes de que la gente comenzara a quejarse, fue el primer acierto del presidente en semejante combate. Seguramente recordaba a Yrigoyen, derrotado por la crisis del año 30. Sabía que contaba con los votos de los argentinos, pero también que la desilusión suele ser terrible, que no perdona, que una inflación del 50% anual durante varios años era capaz, en la Argentina de entonces, de llevarse a cualquier presidente puesto, aunque fuera Perón.
Se le llamó oficialmente “Plan de Austeridad 1952” y consistió en lo siguiente: a) se procuró mejorar los precios agrícolas, que el IAPI venía pagando baratos para venderlos caros a Europa, a fin de estimular ahora la producción y la exportación. Mayor producción y exportaciones eran los objetivos centrales del Plan. b) se restringió la faena de animales y el consumo interno de carne vacuna para destinarla a la exportación. Se llegó a prohibir una vez por semana la oferta de carnes en los restaurantes. c) se impusieron restricciones a la importaciones innecesarias. d) se incrementó la tasa de interés bancaria para estimular los depósitos y dirigir los créditos a emprendimientos verdaderamente productivos que no necesitaran subsidios. e) se restringieron por decreto las licencias laborales ficticias y la industria de las indemnizaciones por despido. f) se estableció un congelamiento de precios y salarios por dos años ¡Y allí se armó la gorda! Los trabajadores acataron: no fueron a la huelga durante toda la crisis inflacionaria. Los comerciantes se negaron a fijar precios y siguieron aumentando. Perón definió esa actitud como “especulación” y la calificó como un delito peor que el delito común: “el comerciante especulador nos roba todos los días”. El 15 de abril de 1953, convocó a los trabajadores a la plaza, que otra vez se llenó. “A los comerciantes que quieren los precios libres les he explicado hasta el cansancio que la libertad de precios, por el momento, no puede establecerse”. La masa peronista pidió “¡Leña!” Y él les contestó: “¡No pidan leña, salgan a darla ustedes!”. En eso estaban, decidiendo si eran los descamisados o la policía la que debía darles “leña” a los especuladores, cuando de pronto se escuchó un estallido en la boca del subte de la estación de la línea “A”. No fue un petardo, como los que hacían estallar casi todos los días un grupo de jóvenes antiperonistas de clase alta de vocación golpista, fue una verdadera bomba que mató a siete manifestantes e hirió a un centenar. Lo que siguió, en medio de la confusión, fueron más gritos de “¡Leña, leña!” y Perón denunciando un plan preparado para voltear su gobierno y matarlo a él y su esposa: el asunto fue real, pero abortó. La gente comenzó a desconcentrarse en calma, para volver a sus hogares, pero un grupo entusiasmado con la leña, tomó por Avenida de Mayo y se dirigió a atacar la Casa del Pueblo, es decir el local del partido Socialista, al que incendiaron.
Siguió el ataque a la Casa Radical, después el Comité Central del partido Demócrata (conservador) y el Jockey Club. Hubiera seguido, semejante leña loca, con el Petit Café y el diario “La Nación”, si la policía no lo hubiese impedido, esta vez con eficacia. Esa era “la democracia beligerante” que había mentado Luder para justificar los artículos 34 y 87 en la nueva Constitución.
Ni la bomba en el subte ni los ataques violentos servirían para frenar la inflación y eran en realidad expresión irracional de los odios políticos que empujaron el golpe militar del General Menéndez en 1951 y el de 1952, desarmado antes de que estallara, y que se proponía directamente matar a Perón y Evita enferma en la Residencia de Olivos. Durante esos años, grupos de jóvenes de clase alta, se organizaban para perpetrar atentados con petardos de poco poder, sin ningún tipo de organización ni jefatura. La bomba de ese 15 de abril, fue la culminación de esos juegos con dinamita. Estuvieron implicados los jóvenes radicales Arturo Mathov y Roque Carranza.
La “leña” que paró la inflación, fue la detención contravencional de cuanto comerciante se encontrara subiendo los precios. Durante una semana de detención, se les explicaba que la Constitución peronista del 49, había incorporado la responsabilidad social del Capital, que obligaba a los patrones a conciliar sus deseos de ganancias con el deseo de sus trabajadores de tener una vida digna, que eso quería decir respetar la establecida fijación de precios y salarios. Seguía la publicación en los diarios de sus nombres y apellidos, después multa y salida. Eran los mentados artículos 34 y 83 en acción. Ayudó también la excelente cosecha de granos que siguió a los dos años anteriores de sequías. Para noviembre del 53, los argentinos pudieron volver a comer carne vacuna todos los días acompañada con pan blanco. La inflación bajó ese año al 4% anual, y los salarios recuperaron el valor que tenían en 1948. El Plan de Austeridad había triunfado. En 1954, el peronismo ganaría otra vez las elecciones con su acostumbrado 60 y pico %. El anti peronismo en pleno, entendió entonces que, para terminar con Perón, ni las crisis económicas ni las elecciones, servirían para nada. Les quedaba, como única opción, ir a golpear las puertas de los cuarteles para acabar con el tirano. Aunque parezca increíble, en un conductor que se consideraba a sí mismo un gran estratega, Perón los iba a ayudar peleándose groseramente con la iglesia católica.