Desde la separación de España y hasta 1976, Argentina, un país dependiente – de Gran Bretaña primero, y de EEUU después-, insertado como mero productor agropecuario en la división internacional del trabajo que el imperio de turno imponía, dotado de tierras valiosas para el mundo que desde el siglo XIX fueron apropiadas por una oligarquía pequeña en número, ambición e inteligencia (que sólo supo asociarse a las potencias mundiales dominantes para conservar aquí su poder), Argentina, decíamos, se las arregló para generar, desde esa debilidad de base, una sociedad singular, un caso de estudio, diferente del de otros países similares. Con el impulso de movimientos nacionales como el radicalismo y el peronismo, desarrolló industrias livianas y pesadas que casi no existían en América Latina; adquirió tecnologías de punta, como la petrolera, petroquímica, energía nuclear, siderúrgica, automotriz, metalmecánica, farmacéutica, y muchas más. Y logró crear una sociedad relativamente igualitaria, con una amplia clase media, baja inseguridad, y un crecimiento modesto pero sostenido de su PIB por habitante del 2% anual promedio (entre 1932 y 1975), suficiente para generarle a la mayoría de sus ciudadanos una esperanza realizable de progreso y prosperidad, aún a pesar de la inestabilidad política y la inflación crónica que la atormentaban.
Este bienestar relativo se truncó en 1976, con la dictadura genocida que inauguró una decadencia de casi medio siglo, con predominancia de políticas neoliberales que destruyeron todo lo posible la ciencia, la tecnología, la industria y el Estado argentinos, reduciendo el crecimiento del PIB per cápita a alrededor del 0,5% promedio, ampliando fuertemente la desigualdad y generando la frustración social que culminó con la elección pasada.
Fue así que, a fines de 2023, la gente le dijo basta a este período doloroso y frustrante, de gobiernos neoliberales retrógrados y progresistas que no lograban el progreso, para elegir un presidente cuya personal frustración e iracundia sintonizaban con el hastío y el enojo que la mayoría sentía. Los pueblos a veces se equivocan: el nuestro creyó votar a alguien disruptivo, que venía a romper con medio siglo de frustraciones, y en realidad eligió una versión radicalizada y enfermiza del neoliberalismo que fue la causa principal de la decadencia que se quería revertir.
El nuevo presidente ubicó a funcionarios del último gobierno neoliberal en puestos clave, Ministerio de Economía, Banco Central y Ministerio de Seguridad incluidos, lo que ahora probablemente se profundizará ante la derrota parlamentaria recientemente sufrida por esta inexperta aventura libertaria. Pero esta evidente incapacidad no debe hacernos perder de vista la claridad de objetivos del proceso recién iniciado: asociado con el capital concentrado representado, entre otros, por AEA (que nuclea a los mayores grupos económicos del país), la Sociedad Rural y la Amcham (American Chamber, asociación de empresas norteamericanas), a quienes estos funcionarios reportan, intenta terminar con la base del poder democrático local, destruyendo lo que queda del desarrollo económico y social que caracterizó a nuestro país hasta 1976: la industria, el entramado pyme, la ciencia y la tecnología en lo económico, y la clase media, los sindicatos, las agrupaciones de derechos humanos y demás organizaciones de base, en lo social; un país que produzca, prácticamente, sólo materias primas, y que carezca de capacidad de reacción ante el empobrecimiento que eso conlleva. El modelo implica reducir al mínimo la capacidad del Estado, desguazándolo y liquidando el valioso patrimonio que aún posee, lo que, al tiempo de dificultar al extremo cualquier intento de intervención estatal futura, financiará todo el proceso con los recursos que se obtengan de malvender el cuantioso capital social involucrado, que incluye empresas de alta tecnología nuclear, satelital y de comunicaciones que sólo poseen países mucho más desarrollados que el nuestro. Como hemos señalado anteriormente, la reducción al mínimo del Estado cancela la posibilidad que tiene una sociedad democrática de intervenir en su proceso productivo y de distribución del ingreso, y en su lugar le otorga todo el poder al capital concentrado, manejado por gente a quien nadie vota, y que es reelegida indefinidamente. Es la dictadura del gran capital, más allá de que su formato político pueda ser el de una democracia formal con elecciones cada dos años.
El elemento esencial de la frustrada “Ley Ómnibus”, que al malograrse desencadenó la ira destructiva del personaje que la impulsaba, consistía justamente en facultar al Poder Ejecutivo para vender casi todo lo que el Estado Argentino conserva de valioso, incluido el Fondo de Garantía de Sustentabilidad (FGS), que al 30/11/2023 valía U$S 76.000 millones al tipo de cambio oficial (U$S 37.740 al valor del dólar CCL), de los cuales 17,2% son acciones de las principales empresas argentinas. Así como, a partir de 2016, el gobierno de Macri endeudó al Estado Nacional en unos U$S 100.000 millones, de los cuales el 86% se fugó del país, agotado ahora el acceso al crédito el gobierno actual, cuyo Ministro de Economía es el mismo funcionario que tomó aquella deuda, pretendía financiarse liquidando empresas y organismos que el Estado aún conserva, junto con el FGS, al tiempo que iba a permitirle al capital concentrado local, y a sus socios foráneos, apropiarse de ellos a precio de remate. Eso, que no se pudo lograr por la oposición tenaz de parte de la sociedad argentina, con la ayuda de la impericia legislativa del gobierno, se tratará de hacer de todos modos, por medios legales o no, con la complicidad de la prensa hegemónica y de nuestro deficiente poder judicial, y el ferviente apoyo de los poderosos beneficiarios del nuevo saqueo que se intenta.
Tal vez nuestro pueblo consiga la organización y la fuerza necesarias para abortar este renovado despojo, que amenaza con ser definitivo; si lo hiciera, deberá lograr de una vez por todas el desarrollo que ese pueblo necesita y reclama, sobre el cual hemos tratado extensamente aquí (“El desarrollo Pendiente…”, entre julio y octubre de 2023). Pero ese proceso político virtuoso, si se inicia, tendrá que reconocer que el problema central de la Argentina es económico, porque económica es la opresión a la que históricamente ha sido sometida, y porque en la economía residió el fracaso de las fuerzas políticas que han procurado revertirla. Así como este intento de la extrema derecha por apropiarse completamente del país procura ser definitivo, de la misma manera su eventual derrota deberá iniciar un camino de desarrollo económico y social que no pueda retrotraerse, como lo hicieron, en el pasado reciente, diversos países de Asia. Por la economía hemos sido sometidos, y a través de una política económica desarrollista, profesionalmente diseñada, habremos de conquistar nuestra liberación.
(*) Licenciado en Economía- UBA
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