“En el lugar en que pasé mi infancia, los pobres eran muchos más que los ricos, pero traté de convencerme que debía haber otros lugares de mi país y del mundo en que las cosas ocurriesen de otra manera y fueran más bien al revés. Me figuraba por ejemplo que las grandes ciudades eran lugares maravillosos… donde todo era lindo y extraordinario…las personas eran allá “más personas” que las de mi pueblo”. Así pensaba y así decidió Evita, a los quince años, que, con permiso o sin permiso de doña Juana, ella se iba a Buenos Aires para triunfar como actriz, como Norma Shearer.
En 1935, apenas saliendo de la gran crisis mundial, Buenos Aires era, con todo, una gran ciudad: ya se había ensanchado la calle Corrientes y construido el rascacielos Kavanagh de treinta pisos, los bosques de Palermo ya estaban donde están. Gardel era mundialmente famoso y su avión se estrellaba justamente ese año. La ciudad bullía de gente, se llenaba cada vez más de inmigrantes buscando un trabajo que escaseaba en el interior. Uno de esos, con la cabeza llena de sueños de progreso y triunfo, fue Evita. Ella era, pues, una “cabecita negra” más.
Y ahora empiezan las versiones sobre su “huida” de Junín. Versiones que no existirían si, nueve años después, ella no se hubiera convertido en la amante pública del odiado coronel Perón y en su primera dama. Qué se fugó con el cantor Agustín Magaldi, que Magaldi la trajo bajo su protección en acuerdo con su esposa que lo acompañaba. Que fue doña Juana, enfurecida pero vencida por la voluntad de su hija, la que la instaló en casa de unos parientes y no la dejó hasta que su hija ganó un concurso en radio Belgrano para recitar poesías. Que su primer sueldo se lo envió a su madre por correo. Que Magaldi la abandonó en seguida y ella fue a parar a una mísera pensión en una habitación compartida. En realidad, de todas esas versiones, lo que me queda e importa es que Evita empezó a entender que, igual que ella, había cienes de chicas, soñado como ella y buscando como ella triunfar como actrices. Y ni se le pasaba por la cabeza volver a Junín.
Pronto descubrió que Norma Shearer la había traicionado. Se encontró sola, con escaso dinero, durmiendo en una pensión, en pieza compartida con una compañera que soñaba lo mismo que ella, comiendo cuando podía y el resto del tiempo aguantando el hambre con mate cocido. Cuando ella o su compañera salía a buscar trabajo, la otra tenía que quedarse en la pensión, porque entre ambas compartían un solo vestido para salir. Sin embargo, tuvo suerte: en marzo del 35, la compañía teatral de Eva Franco la incorporó para que hiciera el papel de mucama en “La Señora de los Pérez” y hasta fue mencionada su breve actuación por los críticos como “correcta”. El 19 de junio, otra vez, Eva Franco la contrató para un papel similar en “Cada Casa es un Mundo”. Durante todo el año 35, fue contratada en las mismas condiciones, en obras en que no tenía que decir ni una palabra. No cobraba durante los ensayos, tenía que conseguirse por sí misma su vestuario, tenía que soportar el asedio sexual de los galanes, los directores o los productores. “Todos los hombres quieren lo mismo”, les comentaba a sus compañeras, que opinaban igual, mientras cenaban un café con leche con medialunas en los cafés de la calle Corrientes. Pero Ella no se quejaba, lucía siempre simpática, se reía con las burlas y los chistes, y aprendía. Aprendía a actuar y también a hablar, porque, recién venida del interior profundo, pronunciaba mal algunas palabras: decía “Ojepto” en vez de “objeto” o “Ecter” en vez de “éter”. Para entonces, ya sabía que Buenos Aires, y también el ambiente artístico, no tenían nada de maravillosos, y que la gente, allí, no era “más gente” que en Junín. Seguramente, todavía no conocía a Discepolín, pero él ya había escrito y hechos famosos a sus tangos “Cambalache” y “Yira yira” (“cuando rajés los tamangos buscando es mango que te haga morfar”) que describían perfectamente lo que era Buenos Aires para los pobres como ella. Ya se conocerían Evita y Discepolín, cuando los dos se hicieran peronistas.
En 1936, con17 años, comenzó con la misma suerte. la Compañía de Comedias de Pepita Muñoz la contrató para una gira por el interior que duró varios meses. Actuaron en Rosario y en Mendoza, su nombre no aparecía en el reparto ni las crónicas comentaban su actuación. Mientras los primeros actores paraban en hoteles, los demás dormían en pensiones baratas. Si las recaudaciones eran malas, directamente no cobraban. Cuando regresó a Buenos Aires, estuvo dos meses sin trabajo, aunque, cuando se enteraba que iba a montarse una nueva obra en alguno de los teatros de la calle Corrientes se presentaba para ofrecerse para cualquier papel. Deambulaba entonces por los cafés donde se juntaban sus compañeras de infortunio, para ver si alguna le tiraba algún dato o le pagaba un café con leche. Evita había conocido la pobreza en Junín, ahora conocía el hambre en Buenos Aires. Si conseguía algún trabajo, entraba al escenario sin siquiera ensayar. Se trataba de obras cortas, sainetes y, sobre todo, de la revista porteña. Todas hacían imprescindibles el apuntador, de lo contrario, nadie tenía la menor idea de lo que tenía que decir en escena. En ese campo se destacaban Olinda Bozán, Tita Merello, Azucena Maissani y “la reina del tango” Libertad Lamarque. De esa época data su amistad con Pierina Dealesi, que la incorporó a su compañía de revistas, amistad que iba a durar toda la vida. Pierina describió lo que era Evita en ese momento: tímida, de pelo oscuro que le llegaba hasta los hombros, flaquita “que no se sabía si iba o venía” es decir, sin tetas ni culo, obediente a todas las indicaciones, y que aceptaba hacer de odalisca si se lo ordenaban.
En esa época, unas actrices de su categoría apenas ganaban entre 60 a 100$ mensuales, lo que les alcanzaba para comer y pagar la pensión, sin que les quedaran ahorros para los meses sin trabajo. A eso, en economía política, se le llama “precariedad laboral”. Entonces tenían la chance de hacer fotos publicitarias, ligeras de ropa, y Evita lo hizo. Cuando Perón llegó a la presidencia, hizo comprar todas las fotos de ese tipo que se le habían sacado a ella: algunas se salvaron. Hoy nos asombran por su inocencia, pero en los años 40 y 50, el gorilaje las iba a explotar como prueba de que la nueva primera dama, había sido una vulgar puta. El presidente Perón ordenó la clausura del semanario socialista “La Época” por que acostumbraba publicar infamias como esa.
Dos nuevos espectáculos hicieron boom en esos años: El cine y la radio. En 1935 el cine argentino produjo trece películas, en 1937 ya fueron treinta. La radio no se quedaba atrás: Jaime Yankelevich, el dueño de radio Belgrano, puso de moda los radio teatros, así como había apuntalado la fama de Carlos Gardel, Agustín Magaldi, Libertad Lamarque, Tita Merello y muchos otros. A los actores de radio teatro no les pagaba en dinero sino en especies, porque a su vez los anunciantes hacían lo mismo con él. Y allí fue Evita a probar suerte, tanto en el cine como en el radio teatro. En el cine le fue pésimo, porque no tenía dotes de actriz; ella misma lo reconoció en años posteriores. En 1937, Yankelevich contrató a Mercedes Simone por 12000 $ al mes. Recién en 1939 Evita consiguió un contrato similar en radio Mitre. ¿Qué había ocurrido para que de pronto se le abriera una puerta como esa? Su hermano Juan se había venido también a vivir a Buenos Aires, como representante de ventas de la empresa de jabones Guereño. Convenció a los gerentes a probar hacer publicidad para los jabones que vendía, financiando un radio teatro cuya estrella principal sería Evita y el libretista el poeta Hector Blomberg. La obra se llamó “Los jardines del Ochenta” y fue un éxito entre las oyentes mujeres de toda la Argentina. Evita cumplía entonces los veinte años, ya llevaba cinco viviendo en pensiones y cenando café con leche cuando podía. Pero ahora pudo formar su propia compañía y llamar como colaboradores a antiguos compañeros suyos: Marcos Zucker y Pascual Pellizota. Se mudó de pensión a un departamento y comenzaron los reportajes. El primero fue en la revista “Antena” y después vendrían las otras, “Radiolandia” y “Sintonía”. El repertorio de sus radioteatros eran todos novelones: “Una promesa de amor”, “Infortunio”, “El rostro del Lobo”, “Mi amor nace en ti” etc. Pero hay un detalle que no se nos debe olvidar: era frecuente que se presentara a tomar un café con leche en los bares de la calle Corrientes, con sus amigas de siempre. Evita tuvo toda la vida, aún en el poder, una doble condición afectiva: nunca se olvidó de sus amigos, ni nunca dejó de odiar a sus enemigos, y no siempre era justa. “A mis amigos no les veo ningún defecto, a mis enemigos, ninguna virtud”.
Por aquella época, las mismas revistas que publicaban sus fotos en tapa, le atribuían romances varios, con Marcos Zucker, con el dueño de Pampa Film, con Luis Sandrini, con Pedrito Cuartucci. Mientras ella se presentaba en público con llamativos sombreros adornados de plumas y vestidos de confección. Así era el mundo del espectáculo: fotos, chismes, y vestidos extravagantes.
En 1943, de pronto, cayó como un rayo una revolución militar que, entre otras cosas, impuso una rígida censura en las radios y exigió la total prohibición de expresiones radio teatrales, narraciones sensacionalistas o relatos poco edificantes; ordenó que en vez de tangos se propalara folklore. Evita otra vez sin trabajo. Ella de la política no tenía ni idea, salvo que había muchos pobres y pocos ricos y amarretes, pero pronto entendió que tenía que formar un sindicato de actores y productores de radio teatro y presentarse como tal al despacho de un tal coronel Imbert, interventor de Correos y Telecomunicaciones. Trabó amistad con Carlos Nicolini, el secretario del interventor, y por medio de él, consiguió una entrevista con el coronel Imbert. Las lenguas gorilas aseguran que no sólo enamoró al coronel, sino que ella misma se enamoró de él: que fue el primer amor de su vida y que Imbert la abandonó pronto, porque ella era exageradamente posesiva. Pero dejemos el chisme de lado. Evita consiguió una autorización para iniciar un ciclo radio teatral de mujeres ilustres. Ahora su libretista principal sería Francisco Muñoz Aspiri, que lo seguiría siendo cuando ella se convirtiera en Eva Perón. Representó entonces a Isadora Duncan, Sara Bernhardt y hasta a la reina de Inglaterra. Ya para entonces no era la muchacha callada, de sonrisa dulce y flaquita. Era una mujer de mirada dura y actitudes seguras, sabía ya perfectamente lo que era el mundo real, sabía lo que quería, y no dejaba que nada se interpusiera en su camino.
Por esos días, su hermana Erminda se enfermó de pleuresía y Evita se hizo de unos días para estar con ella. Erminda le dijo que la extrañaba mucho, que volviera a Junín para vivir juntas otra vez, como antes. Ella le contestó que volvería, pero que antes iba a conquistar Buenos Aires. Y entonces en 1944, se produjo un terrible terremoto en la ciudad de San Juan. Que dejó la ciudad destruida y miles de muertos y heridos. Evita, presidenta del sindicato radio teatral, salió con sus compañeras y alcancías a recolectar ayudas. Sin que ella lo supiera todavía, su destino cambiaría para siempre gracias a una silla desocupada. Pronto se volvería más famosa que Norma Shearer. Le quedaban ocho años de vida.