En la economía capitalista, que es la que rige, con matices, prácticamente en todo el mundo, el precio cumple una función esencial, por acción de la ley de la oferta y la demanda. Cuando ésta excede a la oferta, el precio sube, aumenta la rentabilidad de producir ese bien o servicio, más personas o empresas lo ofrecen, y se alcanza el equilibrio entre lo que se produce y lo que la gente compra; en sentido contrario, una demanda menor a la oferta hace que el precio baje, y algunos oferentes se retiren, igualando así, nuevamente, la oferta con la demanda. De este modo, el precio facilita el ajuste permanente y automático entre lo que se produce y lo que se demanda, resultando crucial para la asignación de recursos en la economía. Por ello, todos los precios son importantes; pero hay uno que, podríamos decir, es “el precio de los precios”: el tipo de cambio, que es la relación de nuestra moneda con las divisas extranjeras.
Este precio regula nuestro intercambio con el resto del mundo: con un tipo de cambio alto (divisas extranjeras caras) conviene más producir en el país, y menos, importar; lo contrario sucede si la tasa de cambio es baja. El tipo de cambio bajo, entonces, hace que exportemos menos e importemos más, produciendo un déficit de divisas que, antes o después, habrá de cubrirse tomando deuda externa, mientras al mismo tiempo el país produce menos, lo que tiende a dejar gente y capital desocupados. El tipo de cambio bajo genera, en consecuencia, déficit de divisas, endeudamiento externo y desempleo: la política de Martínez de Hoz, en la última dictadura, y la convertibilidad de Cavallo, fueron elocuentes ejemplos de esto.
Un tipo de cambio adecuado, entonces, es esencial para el buen funcionamiento de la economía y el equilibrio externo. Y su valor va en relación a la productividad del país: un país muy eficiente, de alta productividad (digamos, Alemania), puede tener una moneda apreciada, y a sus habitantes les resultará barato, por ejemplo, viajar al exterior; mientras que un país de productividad más baja, como Argentina, necesita una moneda menos apreciada, y viajar al exterior, aunque nos guste, nos debe costar más caro. Recordemos cómo terminó nuestra economía en los dos períodos citados (Martínez de Hoz, y Cavallo) en que nos resultó muy barato viajar por el mundo.
Por estos días se habla mucho, demasiado, de reemplazar nuestra moneda por el dólar; algo muy parecido a la convertibilidad, pero más radical, y de muy difícil retorno. A esta idea descabellada se le oponen, en los medios, sensatos argumentos, comenzando por el muy atendible de que, simplemente, no tenemos dólares. Pero supongamos que esos dólares se consiguen (como nadie se los va a prestar a un país que hizo ya dos defaults en este siglo, se obtendrían hipotecando los hidrocarburos del subsuelo, el litio, malvendiendo otra vez empresas del Estado, etc., es decir, entregando nuestra soberanía y nuestro patrimonio común), y supongamos también que el tipo de cambio al cual hacemos la conversión de pesos a dólares es adecuado para el momento en que se concreta la dolarización. ¿Qué pasaría después?
En primer lugar, una economía con la inercia inflacionaria de la nuestra, en los primeros años tendrá inflación, aún en dólares, como sucedió en la convertibilidad: entre el 1/4/1991, fecha de su entrada en vigencia, y el 31/10/1993, acumulamos un 52,8% de inflación, mientras EEUU no llegó al 8%. A Ecuador le fue mucho peor cuando reemplazó completamente su moneda por el dólar, el 9/1/2000: su inflación acumulada, en cuatro años (2000-2003 inclusive), fue del 254% según el Banco Mundial, mientras que la inflación de EEUU alcanzó sólo al 10,5% en igual período; eso hizo de Ecuador un país muy caro, con salarios extremadamente bajos.
De manera que, ya durante los primeros años de la dolarización, la inflación incrementará los costos de nuestra producción, haciendo caer nuestra competitividad. ¿Pero qué sucederá además?
EEUU tuvo una tasa de crecimiento del PIB por habitante, en los últimos 45 años, que más que triplica a la nuestra, diferencia que se profundizó en años recientes: entre 2011 y 2021, su PIB por habitante creció un 14,8%, mientras el nuestro cayó un 12,7% (sí, tuvimos crecimiento negativo). La tasa de inversión promedio anual del país del norte, para este período, fue del 20,7%, mientras la nuestra fue sólo del 16,8%; en consecuencia, la productividad de EEUU crece a un ritmo mucho mayor que la nuestra, situación que responde a factores estructurales que no pueden revertirse, mágicamente, en pocos años. Por ello, la competitividad de nuestro país sufrirá un deterioro continuo, primero por la mayor inflación, y desde el principio y durante años, por el dispar crecimiento de la productividad de nuestra economía respecto de aquella cuya moneda adoptamos. Tener cada vez menor productividad relativa implica tener mayores costos, y por ende, en el contexto de apertura económica liberal que se propone, lleva a importar cada vez más, y a exportar cada vez menos, porque no podemos competir en precio. O sea: nuestras exportaciones caerán, y nuestras importaciones aumentarán, año tras año, lo que producirá un déficit creciente de divisas, que es insostenible, a menos que nos endeudemos para cubrir ese bache, como hicimos en época de Martínez de Hoz y de Cavallo, con los resultados conocidos. Entonces: ¿qué debe hacer un país para resolver el déficit de balanza de pagos? Devaluar su moneda, porque así el mayor precio de las divisas reduce las importaciones y aumenta las exportaciones, recuperando el equilibrio externo y el empleo. Pero no podemos, porque adoptamos la moneda de EEUU, que la maneja conforme a sus necesidades, y no a las nuestras.
Nos encerramos en una jaula, y tiramos la llave…
Lo mismo que hicimos con la convertibilidad. De la cual salimos con una devaluación fuerte, y un año después, a partir de 2003 y hasta 2007, estábamos creciendo a tasas chinas (casi 8% anual por habitante).
Pero de esta aventura dolarizadora no podríamos salir así; el déficit de divisas hará que los dólares se vayan del país para pagar importaciones y deudas, pero como esos dólares serán también nuestra moneda, se producirá una gran iliquidez, que agravará aún más la seria recesión generada por la falta de competitividad y el consiguiente desempleo. En esas circunstancias, el equilibrio se recupera con una fuerte deflación, es decir, gran baja de precios y salarios, empobrecimiento de trabajadores y empresarios de todo tamaño, y quiebra generalizada. Parecido al fin de la convertibilidad, pero más profundo, y muy difícil de revertir.
Es verdad que las dos coaliciones que se presentan como alternativa al aventurero que nos propone este Titanic fracasaron recientemente: entre 2011 y fin de 2023, el PIB por habitante habrá caído casi un 10%. Pero también es cierto que no fueron ambas lo mismo: mientras los dos gobiernos peronistas contribuyeron con 2,1 puntos a esa caída, Cambiemos aportó 7,8, además de dejarnos un endeudamiento descomunal, y el lastre del Fondo Monetario.
La elección es clara, aún con dudas. Habrá que reforzar el barco mientras se navega.
(*) Licenciado en Economía- UBA
riosmaju@gmail.com