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LA DEMOCRACIA SE CONVIRTIÓ EN UNA CASA TOMADA. ES TUYA, PERO MANDAN OTROS…

Cuando el “poder real” decretó que lo obvio se convirtió en utopía, la democracia se transformó hasta nuevo aviso, en un trámite burocrático. El resultado fue un sistema de baja intensidad, chiquitito, casi imperceptible, solo destinado a la administración de la crisis, nunca disponible para superarla.

“Estábamos bien y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar (…) Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuertes, pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

Han tomado esta parte dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? le pregunté inútilmente.

No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos, tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada”.  Julio Cortázar, “Casa  tomada”.

Un Estado gobernado por el mercado es un proyecto soberano inviable. El viejo sueño de consolidar una nación independiente se convierte, cuando reina el neoliberalismo, en un trofeo manipulado por los centros financieros de poder.

En los tres procesos neoliberales (1976-1983, 1989-2001 y 2015-2019), las órdenes para consolidar la dependencia política las volvió a dictar la economía imperial y en esa cesión impune de autonomía la democracia perdió hasta la apariencia que alguna vez sirvió para sostener con un poco más de elegancia el engaño.

Con los números en agonía permanente, el sistema republicano es una trama ficcional para alejar al pueblo de las grandes decisiones. Ajuste y represión adaptan a millones de seres humanos a la devaluación de la esperanza.

El neoliberalismo es incompatible con la democracia. Una doctrina económica basada en la transferencia de recursos del pueblo a las corporaciones es una filosofía que amenaza de muerte el espíritu del sistema. Un proyecto que no cierra sin represión es una declaración de guerra a la República.

Cuando la política cede ante el poder del dinero, se establecen roles “naturales” que responden al peso y la talla de los Estados. El dueño del crédito es el propietario de todas las variables económicas; cuando la deuda ocupa el centro del escenario, la conducción del Estado cambia de manos.

Para nacidos y criados en democracia

Estrategia destinada a suavizar una convivencia social muy compleja, que fue parida luego que algunos entendieron que hay distancias que la condición humana jamás estará dispuesta a reducir. Por lo tanto, democracia son reglas de juego para resolver diferencias a través del pronunciamiento de mayorías y minorías. Un contrato entre las partes en disputa, antes, durante y después de ir a las urnas. Un intento, una apuesta, una intención que generalmente en la teoría es mucho más amplia, más razonable y más paternal que en la práctica.

Un esquema creado por una humanidad imperfecta, que intenta resolver sus fallas de origen a través de una tarjeta de presentación, en la que se proclama como el mal menor entre todas alternativas conocidas durante siglos.

En síntesis, números coyunturales que operan para ordenar diferencias mayúsculas o discusiones mínimas, en un escenario donde la posición individual y el grito colectivo gozan en teoría de un marco institucional soñado.

Para el “poder real”, es el sistema donde la política se presenta como “el arte de lo posible”. Para el pueblo, es la posibilidad de convertir lo “imposible” en realidad.

La derecha criolla instaló, a mediados de los 70, una valorización paralela a la académica, de palabras de alta sensibilidad política y económica. Términos que a simple vista mantienen su apariencia, que se aferran a una sonoridad amigable y protegen, a pesar de tanto desgaste, algún porcentaje de la simbología con la que fueron creados. Integran un diccionario de distribución exclusiva para el subdesarrollo, compuesto por las versiones más conservadoras de muchos vocablos, que, en las terminales imperiales, respetan su significado original. En una sola palabra conviven significado y antónimo, uno condena y otro absuelve, uno ordena y otro obedece.

“Libertad” es el caso más emblemático, por la enorme inversión en cinismo que implica cada cita a contramano. A esta definición global de democracia se la utiliza en este punto del planeta para definir golpes de Estado, bombardeos, fusilamientos, desapariciones, tortura, cárcel, exilio o censura. Los ladrones de República decidieron que los fascistas del sur serían calificados como “liberales”. El contrabando de su significado real la transformó en parte de una lengua sin valor, donde solo los actos generados en su nombre prueban los verdaderos objetivos del destino del mensaje impuro. La “Libertadora” convirtió a Buenos Aires en Guernica, redactó el 4161 para la proscripción eterna del peronismo, aniquiló a la Constitución del 49 y asesinó contra el paredón a opositores.

En la Metrópolis se bautiza históricamente de esta manera, a los adoradores de la ley de la oferta y la demanda, que paralelamente hacen un culto del respeto de los derechos del otro. Una formalidad devaluada, que aún es bandera simbólica del sueño americano. 

Por estas Pampas, los primeros en llevar ese rótulo fueron los dueños de la economía de la última dictadura, que curiosamente reinaron porque el terrorismo de Estado dominó a sangre y fuego a la población y a los bienes de producción.

A partir de ese momento, en la Argentina democracia significa vida.

En segundo lugar, aparece “revolución”. A la involución golpista, la derecha primero la bautizó “Revolución Libertadora” (1955-1958) y luego “Revolución Argentina” (1966-1973). La edición extra de Crítica, la tarde del 6 de septiembre de 1930, tituló “Revolución”, para anunciar la caída de Yrigoyen. Y 24 horas después, dijo en portada: “Jubilosamente celebra todo el país el triunfo rotundo de la revolución”.

Comparten el último escalón del podio, dos máscaras que intentaron durante mucho tiempo legitimar la ausencia de República. Por un lado, calificar como “presidente” a los dictadores y, en segundo lugar, denominar “leyes” a los decretos cívico-militares.  

 

Durante la última dictadura, enfrentamiento significó fusilamiento, “campaña anti-argentina” era sinónimo de verdad, “plata dulce” quería decir espejitos de colores, importados era el equivalente a “muerte de la industria nacional” y “patria financiera” era el equivalente de usura institucional. Fuimos de la liberación de la patria a la liberación de los mercados.

48 horas después del 24 de marzo de 1976, Estados Unidos reconoció la legitimidad de la Junta Militar y el FMI confirmó el otorgamiento de un crédito a la dictadura.

La democracia que volvió de la muerte

Proyectar 40 años de democracia ininterrumpida, en diciembre de 1983, era darle demasiado crédito a una Argentina inédita, que testeada por los resultados de la era parida por el “voto universal y secreto”, ni siquiera era una especie en extinción, porque esa experiencia de quebracho, jamás había perdurado tanto en nuestro pasado entre 1916 y 1983. Pero a su vez, si no se la soñaba para siempre, se reinstalaba de la mano de un robustecido escepticismo el viejo “Síndrome de Estocolmo” al uso nostro. Un relato que, adaptado a la historia clínica de nuestra fragilidad democrática, se había adueñado de un porcentaje importante de la población argentina que repetía frente al espejo: “No se puede”, “Es imposible”.

Cuando hablamos de la interrupción de la vida democrática entre 1976 y 1983, solemos decir “la dictadura”, sin la necesidad de aclarar de alguna manera que nos referimos a la última. Y saltear esa explicación en un país que antes sufrió golpes clásicos (1930, 1943, 1962 y 1966), que padeció “década infame con fraude patriótico” (1932-1943) y proscribió a su mayoría durante casi dos décadas (1955-1973) habla de una extraña singularidad histórica. 

En la campaña electoral 83, la patria política sacó pecho basada en el regreso de la libertad (palabra que simbolizaba todos los sueños). Se puso al frente del reclamo de millones por vida, trabajo, inclusión, justicia, educación y salud. Los partidos salieron del archivo obligatorio, con perfume a “primavera democrática”, soñando con el regreso de la institucionalidad, mientras los devaluadores de las facultades del sistema hablaban de un país adolescente, que esperaba la mayoría de edad para manejar a la democracia.

Y cuando a partir del 10 de diciembre, para asumir el rol prometido había que enfrentar al “poder real”, muchos de los voceros de la esperanza se dedicaron a dar clase sobre cómo administrar la escasez en lugar de resolverla. Instalaron una economía sin rebeldía, un modelo resignado al capricho del dueño. Intentaron con relativo éxito y apenas por un rato moldear una sociedad que abandonó su intención de regresar a la vida. La democracia se transformó en una isla con paisaje de paraíso y números de infierno.

“La bandera de la libertad sola no sirve, es mentira, no existe la libertad sin justicia. Es la libertad de morirse de hambre, es la libertad del zorro libre, en el gallinero libre, para comerse con absoluta libertad las gallinas libres”, dijo Alfonsín en el Obelisco en octubre 1983. Entre las líneas de la metáfora, se advertía que para que la gallina respire libertad, había que encarcelar al zorro. La opción de decirle “no lo hagás más”, no funcionó…

Mientras comenzaba a caminar, en un tiempo tan lejano y tan cercano al mismo tiempo, en el que había que dejar el sillón para cambiar el canal de la tele, reinaba en el paisaje demasiada preocupación por teorizar al sistema en lugar de abrazarlo. Mucha discusión sobre definiciones limítrofes de su alcance, antes de vivirlo con plenitud. Pedir permiso a cada rato para entrar a casa sin gestos autoritarios, en lugar de apropiarnos de cada ladrillo, pasó a ser “democrático”.

Qué pasó casi dos décadas después, en diciembre de 2001, que los que salieron a pelear contra la estafa política y económica lo hicieron en su mayoría por los resultados personales que experimentaba su bolsillo. Unidos por la fatalidad, pero no por el reclamo de justicia colectiva, les apuntaron a los títeres, pero no al titiritero. En el “que se vayan todos”, no había espacio para los titiriteros. Nadie le apuntó al verdadero culpable, nadie pidió la cabeza del poder real.  

Un dato que los organismos defensores de los Derechos Humanos, como tantas otras veces, resignificaron ajustando la mira sobre el pasado. A “Dictadura militar”, sobrevivió mejorando la especie el rótulo de “Dictadura cívico-militar” y luego “Dictadura cívico-militar-eclesiástica”.

Como cantaba la milonga de Facundo Cabral: “Me gusta la gente simple/ que al vino le llama vino/ La que al pan le llama pan/ y enemigo al enemigo”.

Regresó la democracia, como derecho a la esperanza. Malherida, con otra generación perdida en manos de la muerte, volvió la política. Buscando nuevos liderazgos, los dos partidos mayoritarios tramitaron, de manera muy distinta, cómo ocupar el espacio vacío del jefe muerto. Ofrecer una buena oferta electoral y terminar con el desamparo que impusieron las muertes de Perón (1974) y Balbín (1981) parecía demasiado cuesta arriba.

Aquel Alfonsín ladrándole a Reagan, a la cúpula de la iglesia en la Stella Maris, a la Sociedad Rural y a Clarín, mostró en público su bronca personal por la imposibilidad de no haber podido cumplir con él mismo en lo más alto de su construcción política. Lo que marcaba su palabra era también la soledad de los sectores más comprometidos con el modelo de país, que habían creado Renovación y Cambio y la Junta Coordinadora, en un mar radical plagado de tiburones conservadores complacientes con el poder.

La clase media, que profesó su amor eterno por Alfonsín a principios de la década del 80, una década después había cambiado el relator de sueños por un encantador de serpientes, confesando en voz baja: “A don Raúl lo seguí hasta dónde me dieron las fuerzas. Ahora quiero vivir”. Y la Convertibilidad, que pagó hipotecando tres o cuatro generaciones con deuda externa, le regaló un par de placeres tan mundanos como ínfimos a cambio de un país. Vacaciones en Miami, por YPF. Una foto con Mickey en Disneylandia, por el sistema ferroviario.

Los sueños de los veteranos empezaron a agonizar con las leyes de Punto final y Obediencia debida. La democracia joven sintió que la muerte de la inocencia fue el Indulto.

El progresismo de la Alianza, que decía enfrentar a la cultura de los años 90, anunció honestidad para terminar con todos los males. Sin embargo, un sector de la coalición fue tan corrupto como la etapa que supuestamente vino a sepultar y anudó más fuerte el compromiso con el enemigo.    

El neoliberalismo no midió las consecuencias sociales de las decisiones políticas de Menem, De la Rúa o Macri. Naturalizaron el desequilibrio de clases y, cuando gobernaron, institucionalizaron la limosna para digerirlo sin remordimientos.

En el capítulo final, el macrismo apuró tanto la transferencia de recursos que se comió todos los tiempos políticos y gran parte de su capital electoral.

Marzo 2023. El INDEC informó que la deuda externa total de la Argentina suma 276. 694 millones de dólares. El Estado tiene pasivos externos por 147.784 millones (76.431 millones con organismos internacionales y 66.005 millones en títulos de deuda en manos de acreedores privados) y 128.910 los privados.

El 9 de julio de 1947, el peronismo pagó toda la deuda externa y transformó a los viejos acreedores en nuevos deudores, a través de los “costos de guerra”. Con el golpe del 55, los liberales meten al país en el FMI y toman el primer crédito en 1957.

Antes de 1976, la deuda era de 7000 millones de dólares. Entre 1976 y 1983, aumentó un 364%. Alfonsín recibió una deuda de 45.000 millones, de los cuales 22.000 millones correspondían a la estatización de la deuda externa privada.

El gobierno de Alfonsín cerró con 59.000 millones de dólares y la década menemista sumó más de 100 mil millones para sostener la paridad ficticia 1 a 1. La Alianza sumó 91 mil millones, con Blindaje (38.000 millones) y Megacanje (53.000).

El kirchnerismo fue reestructuración de deuda con quita cercana al 70% y pago total con reservas, de los compromisos con el Fondo (9500 millones de dólares).

El macrismo significó la era de endeudamiento más salvaje de la democracia, teniendo en cuenta el monto (casi similar al menemismo 1989-1989) y el lapso en el que contrajo la deuda (2016-1019).

La deuda de los tres períodos neoliberales, de los últimos 47 años, suma alrededor de 330 mil millones de dólares.

El kirchnerismo despertó demandas dormidas, que muy pocos se atrevían a soñar. Su frontalidad siempre fue inoportuna para el poder y ante cada palabra filosa de su liturgia, los enemigos lo calificaron ante la sociedad como provocador y corrupto.

Desafió al destino, que lo había concebido como maquillaje “barato pero bueno”, para una transición postraumática de la segunda etapa neoliberal.

Un sector con muchísimos aciertos en la cadena de transmisión genética a la militancia y algunas fallas en la línea de producción sucesoria de sus líderes. Demasiado rupturista y heterodoxo para el “círculo rojo”, subió al ring todas las veces que fue necesario, para enfrentar a los que nadie quería cruzar. Quedó expuesto como todos los procesos políticos que interpelan al ciudadano de a pie y lo empujan a un análisis histórico sin matices: enamorados de la pasión que despierta el pensamiento nacional y sumados al coro de la demonización eterna de los “dueños”.

Los tiempos políticos están impregnados por un perfume de época inconfundible. Cuando el pasado recupera esa esencia, la memoria genera la reconstrucción arqueológica del esqueleto social. Una fragancia singular, inimitable, que simboliza la marca en el orillo del modelo que reinó mientras pudo; que respiró hasta que el poder real le dio permiso.

Para el pueblo, esa fragancia es una huella digital, un signo intransferible que identifica la convicción que nació y creció a fuerza de certezas. Un escudo perenne en la piel militante de los que siempre huelen igual, sin importar las consecuencias.

La mayoría de los proyectos políticos que gobernaron en estas cuatro décadas, terminaron su ciclo en virtud de sus aciertos; nunca murieron producto de sus errores. Los gobiernos populares, fueron atacados cuando el poder económico se asqueó de la ampliación de derechos, juicio y castigo a los culpables y defensa de la institucionalidad. Las administraciones liberales terminaron encerradas en su propio laberinto, al completar la transferencia de recursos y se fueron con los deberes hechos. Casi nadie se equivocó, todos los caminos condujeron a casa. El que siempre pagó las consecuencias, tanto del hastío de los conservadores por el proyecto de país y la fuerza de la derecha por insistir con el modelo de colonia, fue el pueblo.  

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