En noviembre de 1929, un tsunami que iba a durar cinco años sorprendió al planeta entero: se produjo el crack de la bolsa neoyorquina y con él sobrevino la crisis tremenda, económica, social y política que sacudió al mundo casi en su totalidad. Solo se salvaron la URSS, que estaba fuera del mercado internacional, y los campesinos esparcidos por el mundo que vivían de la pura subsistencia. Ese fue el origen, para la Argentina, de lo que el periodista nacionalista José Luis Torres iba a titular en 1940 “La década Infame”.
El 4 de diciembre de 1928, en su mensaje al Congreso de los EEUU, el presidente Coolidge, estaba más que contento: “Nunca el Congreso de la Unión, se ha encontrado con una perspectiva más placentera que la que existe en este momento… la gran riqueza que han creado nuestras empresas y nuestras industrias…Las exigencias no se cifran ya en satisfacer las necesidades sino en conseguir el lujo…”. Menos de un año después, esas empresas y esas industrias entrarían en pánico: estaban produciendo mucho más que lo que se podía vender y prestando mucho más dinero del que se podía devolver. El pánico capitalista produjo el crack mundial: las finanzas retiraron sus capitales de todo el mundo y, como todas las empresas operaban a crédito, todas se dieron cuenta de que ya no tenían suelo en el que pisar con firmeza. El liberalismo económico se derrumbó, todos los países se volvieron proteccionistas fanáticos, el comercio internacional se cerró casi por completo. Allí entramos nosotros: nos redujeron en un 90% nuestras exportaciones de carnes y granos.
Gobernaba Yrigoyen en su segundo mandato. Ya sabemos que trató de campear el temporal ocupando desocupados en el empleo público, lo cual era una vieja receta que le había servido para evitar la crisis social durante la primera guerra mundial. Pero ahora no era un temporal, sino un tsunami, lo que tenía que enfrentar. La verdad era que nadie en el mundo sabía cómo enfrentar eso, ni cuánto iba a durar. Durante 1930, miles de empresarios neoyorquinos se arrojaban por las ventanas, y no lo estoy diciendo en sentido figurado. En Alemania era todavía peor, el orgulloso marco alemán servía más para empapelar paredes que para comprar alimentos. De ese huevo nació Hitler.
El pollo Uriburu era particularmente obtuso. Admirador del militarismo alemán (todavía no estaba Hitler) y ferviente admirador de Benito Mussolini, que ya hacía rato que estaba y entusiasmaba a mucha gente. Le explicó a Lisandro de la Torre, su amigo de toda la vida y del Jokey Club, su revolucionario proyecto. Anular la ley Sáenz Peña para que el pueblo no tuviera una nueva oportunidad de votar a Yrigoyen, ni a nadie, era lo primero. Lo siguiente era cerrar las cámaras legislativas y convocar a las “Corporaciones”: era lo que había hecho Mussolini en Italia. Las “Corporaciones” eran la Sociedad Rural, los empresarios, la Iglesia, los sindicalistas y las fuerzas armadas. Todos ellos iban a tener representantes en una gran Corporación General que defendería los intereses del armónico conjunto, y todos iban a obedecer al Duce argentino que no era otro que el pollo Uriburu. Lisandro de la Torre no le dijo que estaba delirando un delirio peligrosísimo; simplemente se fue a su casa, con la promesa de su amigo presidente de que pronto se iba a llamar a elecciones en la provincia de Buenos Aires, y después en todo el país, para que la Nación entera convalidara el proyecto.
Mientras tanto, Uriburu gobernaba, creó un grupo paramilitar, la “Acción Patriótica Argentina” al que en privado llamaba “mis Camisas Negras”. Los Patriotas Argentinos vestían uniforme gris con botas y todo, recibían instrucción militar en los cuarteles del ejército y tenían carta blanca para perseguir, torturar o eliminar a anarquistas, comunistas o radicales yrigoyenistas. Las intentonas militares yrigoyenistas de Gregorio Pomar, los hermanos Bosch, los Keneddy y Atilio Cattaneo, justificaron su accionar. En la policía, Uriburu estimuló políticas similares: Leopoldo Lugones (h) inventó y dio uso a la picana eléctrica y otros métodos, que fueron usados sobre los antecitados.
Pero, cómo reaccionaron ¿qué les pasaba a las clases populares? La desocupación se volvió el mal social de la época, en todo el mundo. Acá brotaron, en Buenos Aires, los primeros “cabecitas negras”, las primeras villas miserias; también brotaron los delitos comunes. Los tangos de la época, como “Yira yira” o “Cambalache”, las “Aguafuertes porteñas” de Roberto Arlt, las novelas del “Grupo Boedo”, que se inspiraban en Dostoiewsky, permiten ver al microscopio lo que era la vida de los pobres en esos años. Pero no a todos les fue igual, ni reaccionaron de la misma manera, como veremos en la próxima entrega.
Pero no dejemos de despedirnos de nuestro Duce de opereta. El estaba convencido de que su proyecto en acción iba a encantar a todos los argentinos. Tuvo éxito entre algunos intelectuales, entre los que cabe citar a Leopoldo Lugones, los hermanos Irazusta, Carlos Ibarguren y Ernesto Palacios, todos fundadores del nacionalismo de derechas en la Argentina y encontrables en Wikipedia.
Cuando su ministro del interior, Matías Sánchez Sorondo, le propuso llamar a elecciones libres, limpias y sin proscripciones en la provincia de Buenos Aires, aceptó con entusiasmo. La provincia estaba intervenida y con un interventor conservador. El duce, el ministro y el interventor daban por descontado el triunfo y así les fue: ganó al galope, haciendo apenas un mes de campaña electoral, el radicalismo yrigoyenista, y eso que enfrentó hasta a los radicales antipersonalistas. Uriburu se convenció de que el pueblo no sabía votar ni nunca debió haber votado, el ministro Sánchez Sorondo renunció. Esas elecciones (las últimas elecciones sin fraude sistemático hasta 1946) fueron declaradas inválidas. Las fuerzas armadas, trabajadas por el general Justo, que tenía otro plan, le pidieron la renuncia al duce, que se fue a morir de cáncer a Europa. Y así terminó la opereta del fascismo a la argentina.-