Estábamos a fines de diciembre del 45. Faltaban 50 días para las elecciones. Los enfrentamientos armados de militantes en cualquier esquina de Buenos Aires, los ataques a locales políticos de todos los partidos, en base a pedradas, bombas molotov, tiros de ambos lados de la grieta, eran cosa de todos los días. Perón iniciaba su segunda gira en tren (dos vagones), en la que sus discursos se iban endureciendo: cada vez denunciaba más a la oligarquía “que había vendido el país” y al gobierno de los Estados Unidos que lo estaban comprando: “tengo pruebas ciertas que le están financiando la campaña a mis enemigos, les acaban de enviar 300 mil dólares”. Le iba más que bien: el tren tenía que disminuir su marcha al pasar por cada estación porque sus simpatizantes acudían en masa para saludarlo y verlo saludar por las ventanas. Perón encontró un doble, muy parecido a él, que, mientras el tren pasaba, se encargaba de sonreír y levantar los brazos, a lo Perón. Tuvo apenas dos percances en esta gira: al salir de Río Cuarto, ya de regreso, se detectó una carga de gelinita lista para hacerlo volar por los aires con tren y todo; antes de llegar a Retiro, su trencito descarriló porque “alguien” le movió las vías. Pero, en general, el candidato regresó más optimista que nunca: el pueblo había acudido a verlo pasar prácticamente a todo lo largo de su segunda gira.
Su mujer, la flamante Eva Perón, estaba tan entusiasta como él, como para aceptar ser la oradora central en un acto en el Luna Park organizado por mujeres, sin Perón a su lado. El acto fue un rotundo fracaso: concurrió poca gente y, aunque ella anunció que traía un mensaje del general, nadie la quiso escuchar y no la escuchó. La futura Evita, la abanderada de los humildes, aquella de la que su marido decía que era más peronista que él, aprendió ese día una lección que la acompañaría hasta el momento de su muerte: que el pueblo no le entrega su fe a cualquiera. Que tenía que estar dispuesta a dar su vida por él. Le quedaban siete años de vida, y los dio.
¿Y qué tal le iba a la Unión Democrática?: ¡óptimo!. Ya tenía sus candidatos, casi todos los diarios del país trabajaban para ella. Las centrales empresarias financiaban generosamente su campaña. Tamburini y Mosca se subieron al “Tren de la Victoria”, que era mucho más largo que el trencito peronista y se pusieron a recorrer todo el país. Dos por tres le tiraban piedras, tomates y hasta balas, así como sus actos solían terminar en grescas, heridos y muertos en el enfrentamiento con los nacionalistas de Queraltó y la misma policía. Perón se pasaba declarando que reconocía que esas cosas estaban pasando, pero que él no tenía nada que ver y repudiando a “esos extraños elementos que no merecían pertenecer a ningún partido político argentino”.
La Nación, La Prensa y Crítica, que leían fervorosamente todos los antiperonistas que había en el país, informaban pormenorizadamente cada acontecimiento, cada discurso de Tamburini, como marcaba cada exceso de la violencia “nazifascista”. Mientras, le dedicaba diez renglones críticos y peyorativos a la campaña de Perón, y a los “descamisados”, “grasas” y “cabecitas negras” que acudían a sus convocatorias. Lo peor que podían hacer los dirigentes y seguidores de la Unión Democrática era creer que lo que escribían esos diarios era la realidad, y lo hicieron. Ni se acordaban del 17 de octubre, no se enteraban de las multitudes que acompañaban a Perón en cada ciudad en la que paraba. Que Tamburini no fuera un buen orador, que tuviera una voz aflautada y que sus discursos fueran aburridos, frente a los ardientes discursos de su rival, no tenían la menor importancia. En enero, el diario Crítica pronosticó que la UD obtendría más del 60 % de los votos y Perón andaría por el 30%. Así fue como, hasta bien entrado enero, a 40 días de la hora de la verdad, desde el último simpatizante hasta Tamburini, los partidarios de la UD sentían que les iba “óptimo”. Y entonces comenzó la batalla por el aguinaldo.
El 20 de diciembre se publicó el decreto que creaba el Instituto Nacional de Remuneraciones que establecía un aumento general de sueldos, creaba las vacaciones anuales pagas, la indemnización por despido y el sueldo anual complementario (aguinaldo). Los dirigentes de la UD entendieron al instante que el presidente Farrell era el que firmaba el decreto, pero la lapicera era de Perón. Les estaba lanzando un desafío que equivalía a un cross en la mandíbula. ¿Cómo oponerse, a sesenta días de las elecciones, a semejantes medidas? El principal impacto lo produjo la novedad del aguinaldo, que debía efectivizarse antes de fin de año. Durante un par de semanas se comieron el tortazo en silencio. Tres sindicatos no peronistas, de cuyos nombres no me quiero acordar, increíblemente, rechazaron el decreto por “demagógico” y opinaron que el aguinaldo debería ser fruto de las luchas obreras y no un regalo del gobierno. Jorge Luis Borges, por su parte, se iba a pasar años declarando que era absurdo que, si se había trabajado doce meses, se pagaran trece. Y que más absurdo era todavía que el aguinaldo se volviera una peste que contaminó a todos los países de Latinoamérica.
Los que entendieron, el mismo día en que salió el decreto, que esta vez, Perón les estaba metiendo un palo mucho más grande que el estatuto del peón, fueron los patrones de cualquier categoría, desde el almacenero hasta el patrón de estancia, desde el empresario al gerente de banco. Todas las asociaciones patronales del comercio, la industria y la producción, se juntaron en Asamblea Permanente, para declarar al unísono que no iban a pagar “lo que no se podía ni se tenía para pagar”. Al día siguiente de Navidad, el Colegio de Abogados y la Asociación de ídem, declararon que el decreto era inconstitucional. Los pintores de paredes de la Unión Democrática clamaban en todas las paredes: “¡Perón basta!” y los peronistas le pintaban al lado: “¿Te duele?”. Unos pintaban: “Perón nazi” y los otros le redondeaban la i y quedaba “Peronazo”.
Según el decreto, el 7 de enero era la fecha límite para pagarle a todos los asalariados del país el escandaloso aguinaldo. El 8, ningún patrón pagó nada. Ese mismo día, la CGT decretó paro general en Córdoba y Córdoba paró, al día siguiente el paro se extendió a Rosario, Santa Fe y la Plata. En Buenos Aires, muchos comercios fueron ocupados por su personal, se cerraron bares y cafés y pararon totalmente los transportes públicos. El recuerdo traumático del 17 de octubre, se actualizaba ahora, en que la ciudad ya no se llenaba de descamisados, sino que aparecía desolada y vacía.
Las patronales no iban a rendirse por eso. Declararon todas juntas un “lockout” empresario (si el paro lo hacen los trabajadores, se llama “huelga”, si lo hacen los patrones, se llama “lockout”). Las empresas inglesas ni siquiera hicieron lockout: las transportistas decidieron pagar, las frigoríficas, con sus instalaciones tomadas por los trabajadores, se sentaron a negociar el aguinaldo en cuotas. Pero la gran mayoría de los comercios y empresas de todo el país cerraron sus puertas los días 13, 14 y 15 de enero. El día 12, la UCR se había jugado declarando que “era absurdo que, para mejorar la condición de los humildes, haya que empobrecer a los pudientes” y reflexionaba sobre “la nivelación de la miseria”. Las comillas no son mías, sino de Félix Luna, que no puede creer que sus correligionarios del 45 hayan sido tan pelotudos. Después de tres días, los combatientes patronales se cansaron de perder plata con su lockout y empezaron a pagar el aguinaldo. En una semana, la plata que no se tenía, apareció y el pago del aguinaldo era normal, y se volvió normal hasta el día de hoy, sin que hubiera que lamentar que ni un solo pudiente cayera en la miseria. Los que también aparecieron fueron los cheques patronales para financiar mejor la campaña de los “democráticos”.
Pero no abandonemos todavía la batalla del aguinaldo y veámosla en perspectiva primero y desde muy cerca después. En ningún país de Latinoamérica y, tal vez, del mundo, se estilaba pagarlo. Los romanos de los tiempos imperiales sí lo hacían, pero en la Argentina, alguna vez, allá por 1910, a un intendente de Buenos Aires se le ocurrió pagárselo a los empleados municipales a manera de regalo de Navidad; y paremos de contar. De allí la sorpresa de Borges y los radicales ante semejante ocurrencia absurda.
Ahora veamos lo que pasó en Mercedes y Goya con el mismo asunto. Durante esos días, el candidato Perón andaba de gira fluvial. Subido a un barco viejo que tosía todo el tiempo, llegó tarde al puerto de Goya, donde lo esperaba una multitud. Frustrada la gente por su ausencia, se corrió del puerto al centro y se apedrearon y asaltaron varios conocidos comercios de la ciudad, y el comité liberal de Goya. Se generalizó un tiroteo entre liberales y peronistas, que dejó un muerto y varios heridos. En Mercedes el día 15, grupos de obreros y empleados recorrieron la ciudad y tomaron posesión de la municipalidad. Después de esos decidieron atacar algunos comercios, incendiarlos y saquearlos. A la gran tienda “La Buenos Aires”, después de saquearla, la incendiaron.
A fines de enero, muchos dirigentes del sector yrigoyenista, empezaron a ver con claridad que, después de la batalla por el aguinaldo, lo que se venía era una derrota en las urnas, por más limpias que fueran las elecciones. Fueron entonces a plantearle a Sabattini la posibilidad de abandonar el partido. Ante semejante aventura desesperada, “El Peludo Chico” contestó que él no era hombre de hacer locuras, que si Perón ganaba, su gobierno sería un caos a breve plazo y entonces sólo quedaría la Intransigencia Radical como solución nacional. Trece años tuvo que esperar el radicalismo para que el doctor Illia intentara ser la solución nacional. –