El 22 de enero de 1944, durante el festival artístico (una bacanal, según Borges) en beneficio de las víctimas del terremoto de San Juan, ocurrió uno de esos sucesos que solo pueden ocurrir por azar. El Luna Park estaba repleto de gente, tanto como para que Eva Duarte, conocida actriz de radio teatro, sin embargo, tuviera dificultades para conseguir entrar al estadio. Su amigo Homero Manzi, consiguió que ella, junto con una amiga cantante, entraran y asistieran a los discursos iniciales del presidente Ramírez y, después, del secretario de Trabajo, coronel Perón, que fue ovacionado al mencionar, como siempre, que los ricos eran los ricos y que los pobres eran muchos y estaban jodidos. Evita, de parada, presenció el momento, mezclada en la multitud. A ella, hasta ese instante, la política le importaba apenas lo suficiente como para saber que, si quería seguir con sus radioteatros en radio Belgrano, la relación con los militares que lideraba la revolución del 43, era imprescindible. La primera lección que recibió sobre el tema de pobres y ricos, a los once años, por parte del viejo jardinero, aparecía ahora en el discurso de este coronel Perón.
El azar quiso que el presidente Ramírez y su esposa se retiraran temprano y dejaran dos sillas vacías, justo al lado de Perón. Aquí las versiones varían: qué si fue Mercante, Imbert, Manzi o ella misma, el que la presentó al coronel, pero tampoco importan, el asunto fue que Eva Duarte, visiblemente nerviosa, se sentó al lado del coronel y le comenzó a hablar sin parar. “Yo la miraba y estaba como subyugado, sentía que sus palabras me conquistaban. Estaba subyugado por el valor de su voz y de su mirada. Eva era pálida, pero mientras hablaba su rostro se encendía como una llama” así la recordaría él. Ella, por su parte, se encontró con un hombre simpático, bromista, de sonrisa seductora y con el cuál se sintió inmediatamente cómoda. Conclusión: esa noche, después de las dos de la mañana, que fue la hora en que terminó el espectáculo, se fueron al departamento de ella y no se separaron nunca más. No estoy contando la historia de un levante exitoso, ni de un amor a primera vista, estoy empezando a contar la de un acontecimiento político que convirtió al futuro movimiento peronista en lo que fue después. Perón, sin Evita, hubiera creado el peronismo igual, pero con Evita, iba a ser e impactar en las clases populares, e histerizar a las clases altas, de una manera potenciada: esa noche nació el peronismo de Perón y Evita, que el tiempo iba a demostrar que no era lo mismo que el peronismo de Perón sólo. Para que eso fuera posible fue necesario, primero, educar a Evita en la política. A eso le vamos a dedicar este artículo.
Debemos suponer que, durante el desayuno siguiente a su primera encamada, Perón le empezó a explicar lo que él quería que fuera el peronismo, su tarea con los dirigentes gremiales, la situación de los trabajadores y la miseria en que vivían desocupados, niños sin padre, villas miseria, abuso de los patrones, etcétera. “Evita se convirtió en mi sombra. Todo lo que yo le decía lo absorbía como una esponja, todo lo recordaba y quería más”. Su marido comprendió en seguida que su mujer tenía una memoria prodigiosa y, al poco tiempo, que era una apasionada dispuesta a ayudarlo en lo que sea.
Comenzó entonces en radio Belgrano a protagonizar un programa de propaganda de la revolución en curso. Todos los días le hablaba a la gente que no tenía plata para comprarse los diarios, de los por qué, de los cómo y del protagonista (para ella) central de esa gesta revolucionaria. El programa se llamaba “Por un Futuro Mejor”. Los libretos se los escribía Muñoz Azpiri. “Por un Futuro Mejor” fue su curso de iniciación a la teoría política, además de una escuela de oratoria. El estilo apasionado, el tono vibrante de su voz aguda, la capacidad de movilización emocional de los que la escuchaban, comenzó a formarse allí. Poco a poco, Eva Duarte, se iba convirtiendo en Eva Perón. Ya presidente, su marido la dejaba hacer, ni le daba directivas, ni le prohibía decir tal o cual cosa, ni le señalaba metidas de pata. Eva tenía por entonces 26 años.
Su aprendizaje teórico no terminaba ahí, ni era lo más importante para ella. Lo más importante eran los prácticos. Desde los primeros días en que se fueron a vivir juntos, Perón alquiló un departamento frente al que ya ocupaban en la calle Posadas: en el primero vivía con ella, en el de enfrente, se reunía con militares, dirigentes radicales, sindicalistas y hasta viejos amigos conservadores. Ella, como una sombra de su marido, asistía a esas reuniones, servía café y no decía una palabra, pero escuchaba. Escuchaba y semblanteaba. Convencida de tener grandes dotes intuitivas, como es habitual en las mujeres, le transmitía después a su marido el resultado de sus pesquisas: un gesto de fulano, una cara de culo de sultano, una sonrisita fuera de lugar. Se consideraba a sí misma una especie de custodia de su hombre. Solía comentar que “Juan” era un poco demasiado confiado. Se equivocaba, Perón parecía confiado, pero desconfiaba de todo el mundo; en la única que confiaba era en ella, porque la consideraba su creación.
Gestos de asombro o desagrado de fulanos, o caras de culos de sultanos, abundaban en todas las reuniones políticas que hacía el coronel Perón en presencia de su mujer. Los hombres argentinos no estaban, en esos tiempos, acostumbrados a ver mujeres en sus reuniones políticas, en las que se ventilaban informaciones delicadas o se discutían cuestiones importantes. Las mujeres ni siquiera votaban. Los militares, además, encontraban escandaloso que una actriz de radio teatro, reconocida amante del coronel, sin libreta de matrimonio, sin autorización jerárquica de los superiores (se usaba entonces en las fuerzas armadas argentinas consultar al superior si aprobaba a la candidata del oficial subalterno para convertirla en su esposa). A Perón, evidentemente, esas cuestiones castrenses que provenían del siglo XIX, no solamente le importaban tres carajos, sino que se burlaba de ellas. Así que Evita tuvo que aprender, desde un primer momento, que los militares argentinos la odiaban, la seguirían odiando toda su vida y la odiarían muerta y embalsamada. Ella les iba a responder con el mismo odio. Dos meses antes de morir, dictó en “Mi Testimonio” su sentencia definitiva sobre ellos: “son los peores enemigos de Perón y de su pueblo, y yo los odio”.
Pero sigamos con “Educando a Evita”. Cuando Perón fue elegido presidente, como a todos los presidentes, le llovían los homenajes: embajadores, eclesiásticos, facciones del partido, flamantes gobernadores, sindicalistas, clubes deportivos, inauguraciones, etcétera. Era frecuente que a la primera dama se la vistiera de primera dama y se la invitara a “decir unas palabras”. Ella había aprendido bastante de eso de hablar correctamente en sus actuaciones radio teatrales, pero, al parecer, todavía se le escapaban algunas expresiones medio arrabaleras al tener que improvisar. Es que Evita, en privado, hablaba así: trataba de “che vos”, a los ministros, “rajá de acá” a los empleados atorrantes, “pelotudo” a cualquiera. Hasta a su marido lo trataba de “mequetrefe” o de “el viejo”. Al generalísimo Franco le decía “el gordito”. En privado seguiría así hasta el día de su muerte, pero para hablar en público, Perón la convenció de que tenía que tomar lecciones de oratoria. Evita, obedientemente, se puso a estudiar oratoria, pero no iba a ser nunca la perfecta alumna del profesor de oratoria, ni la lectora obediente de los discursos que le escribía Muñoz Aspiri. Iba a inventar en poco tiempo su propio estilo oratorio, uno que no le había enseñado nadie, ni siquiera su marido, que le nacía de su amor por los pobres, de su amor fanático por Perón y de su odio a “los oligarcas” que, para ella, eran todos los que se opusieron a Perón en las elecciones del 46: hasta los radicales y los comunistas eran oligarcas. Así iban, sus palabras y su voz, a quedar en la historia. “Vos sos más peronista que yo, si seguimos así, voy a terminar por odiar al peronismo” la embromaba su marido. Pero la broma era cierta: ella era más peronista que él, como pronto se verá.
A Perón, ya antes de ser presidente, cuando ella era apenas su novia, le gustaba presentarla en público con trajes deslumbrantes que realzaran su belleza. Ya sabemos, que ella había soñado durante años con llegar a ser una Norma Shearer. Así que Perón contrató al modisto de moda entre las actrices de Buenos Aires: Paco Jamandreu era todo un personaje que había tenido una vida y una trayectoria similar a la de Evita, así que llegaron a ser amigos y confidentes. Al verla por primera vez, la encontró descolorida y “cache”, es decir vestida con mal gusto: “los pantalones no combinaban con los zapatos”. Así que Paco, al que Evita llamaba cariñosamente “puto”, se convirtió en el diseñador de esos trajes de princesa de películas norteamericanas, que ella lucía en las grandes veladas oficiales, en la Argentina y en Europa. Ella había soñado en su pubertad con llegar a ser una Norma Shearer, ahora la superaba: las multitudes madrileñas la aclamaban, pronto lo harían también las argentinas. Los mandatarios europeos le regalaban joyas en cada país que visitaba y ella las lucía y se las metía en la boca: no podía creer que la que había sido una “chinita” de Los Toldos fuera ahora ésta que saboreaba joyas y era ovacionada por las multitudes madrileñas. Pero Jamandreu, al entender que la intención de “la Señora” era trabajar con los gremialistas y con los pobres, le enseñó a usar el traje saco a cuados o las blusas y vestidos sencillos. En cuanto a ella misma, en la intimidad de su casa, le gustaba usar las camisas de Perón como si fueran camisones o sus piyamas, que se ataba por debajo de las axilas y se los arremangaba, para que sus pies quedaran libres para andar descalza.
Otro tanto ocurrió con sus cabellos. Su peluquero, un tal Julio Alcaraz, la convenció que la favorecía teñírselos de rubio; le dio el gusto de hacerle peinados extravagantes para las presentaciones públicas en el teatro Colón o en Europa y, finalmente la convenció que lo que la hacía parecer ella misma y la hacía más bella, era un simple rodete en la nuca. Otro tanto pasó con el maquillaje: a su regreso de Europa, el padre Benítez, su confesor, le prohibió directamente que lo usara porque constituían “un pecado de vanidad”, lo mismo que su afección por las joyas. Así que volvió de Europa rubia, con rodete, sin maquillaje y luciendo un sencillo traje saco gris a cuadros y un par de aritos de brillantes. El padre Benítez le reprochó siempre que no abandonara su afición por las joyas.
Pero la mejor lección que recibió en Europa, y que iba a marcar los cinco años de vida que le quedaban, fue la del nuncio apostólico en París. Mientras los funcionarios franceses la llevaban a conocer palacio tras palacio, rutina que la agobiaba de aburrimiento y a las que solía llegar tarde, ella se la pasaba comentando: acá podríamos poner un gran asilo de ancianos, aquí uno de huérfanos, en ese otro un hogar para madres solteras. Cuando el nuncio, que integraba esas comitivas, la escuchó repetir esos comentarios una y otra vez, la invitó a una entrevista a solas. Estuvieron conversando más de dos horas sobre lo que ella pensaba emprender cuando volviera de su viaje: ocuparse de los pobres. El nuncio, por ese entonces un obispo medio ninguneado por el papa Pio XII, le comentó que él mismo era hijo de campesinos pobres de Italia y comprendía sus proyectos. “Vaya y hágalo, haga todo lo que pueda, pero no invente ningún ministerio, evite los papeleos, hágalo personalmente, cara a cara con cada pobre al que ayude, hágalo con todas sus fuerzas y, si es posible, con todo el tiempo que pueda dedicarles”. Ese obispo ninguneado por su papa, se llamaba monseñor Roncalli y, con el tiempo, sería el papa Juan XXIII.