Repasemos brevemente esa historia, para luego reflexionar acerca del desafío que implica realizar la democracia en estos tiempos de desencanto de la política, en esta incertidumbre del espacio público y del quehacer político.
Empecemos por el Estado. ¿Para qué hay Estado?, ¿por qué habría de existir aquella entidad por encima del individuo, que le aseguraría estabilidad en un mundo siempre inestable? Estas preguntas intentan responder un grupo de filósofos políticos enmarcados en una corriente de pensamiento: el contractualismo, a más de otros planteos que no trataremos aquí. A la pregunta se la invierte, y pasa a ser la siguiente: ¿qué pasaría si no hubiere Estado? Tomaremos dos tipos de respuestas de la filosofía política inglesa; la primera, la formula Thomas Hobbes, con su Del Ciudadano (1642) y Leviatán (1642), que razona lo siguiente: si no hubiera una organización política tal como el Estado (Commonwealth), cada individuo, átomo social, estaría en continua guerra contra los otros individuos, de ahí su sentencia: homo hominis lupus “el hombre, lobo del hombre”. Esta guerra de todos contra todos la denomina Hobbes “estado de naturaleza”: se trata de un estado pre-político, condicionado por el miedo constante a la muerte violenta. En tal estado no hay propiedad, religión, moral, y la vida es breve y brutal. Por ello, y desesperando de tal situación, los individuos pactan para constituir un Estado instaurando ipso facto un soberano, señalamos el carácter hipotético del pacto, del contrato social, a modo de pensar un origen, al menos en a base de supuestos, del Estado. Este soberano no pacta con los individuos, pues si pactara se limitaría; una soberanía limitada es, como dicen los latinos, una contradictio in adjecto. Si bien Hobbes es un autor que se lo suele vincular con el absolutismo monárquico, entiende que hay tres formas de gobierno: monarquía, aristocracia y democracia, aunque se inclina por la primera, pues en ella una sola mano concentra la suma del poder público; descansa el poder político en una sola y única voluntad que pone a raya a los ciudadanos o súbditos para que no se violenten unos a otros. Si el soberano no puede hacer que ese miedo constante a la muerte violenta cese, deja de tener sentido el pacto y con ello la organización política. ¿Es actual esta perspectiva, o más bien un principio explicativo demodé? De la mano de Hobbes entendemos por qué el presidente electo Bukele goza de tamaña popularidad y legitimidad política; con más del 80% de votos, es una cifra que deslumbra. El presidente salvadoreño, en el ejercicio de una modalidad de mando distante de los parámetros básicos que conforman un Estado de derecho, se yergue triunfante. Lo cierto es que en El Salvador de 51 asesinatos cada 100000 habitante en el 2018 se pasó a la cifra de 3 (Fuente: The Economist, 5/02/2024). El presidente caribeño, que no se proclama defensor de la democracia se muestra efectivo, y tiene apoyo, legitimidad. Los modos pasan a un segundo plano, esto es: las formas, fundamentales para el estado de derecho.
El contenido, es el de una autocracia. Insinúa que “por el momento”, no le permite la Constitución un tercer mandato consecutivo, pero entiende que no habría inconveniente si es que la gente apoya esa moción (Ibídem). Sabemos la importancia de la periodicidad de los cargos públicos para el régimen democrático. Asimismo, la importancia con respecto a los derechos básicos: principio de legalidad, la posibilidad de defensa en juicio, etc. Nada de esto hace mella a ese altísimo porcentaje de votantes, temerosos del miedo a morir a manos de pandillas. Daría lo mismo el régimen político que sea, el tema es que el gobierno garantice la seguridad. No importa aquí el marco institucional. El fin legitima los medios.
La respuesta que da John Locke –padre del liberalismo clásico, y cuya obra central en este tema es el Segundo ensayo sobre el gobierno civil (1690)– a la pregunta de por qué hay Estado, sociedad política y civil que detenta el poder político, es el siguiente: en un estado de naturaleza de carácter pre-político e igualitario, en que rige una relativa armonía, no hay grandes inconvenientes; en principio, luego sí: pues cada uno puede castigar el agravio que recibe en su persona como en el de otro miembro de la comunidad –puesto que hay lazos–; pero a su vez, entiende según su propio juicio qué es un agravio y castiga en consecuencia de acuerdo a lo que racionalmente cree que es debido. Digamos al paso que Locke, no da lugar alguno a un régimen político de carácter monárquico ni oligárquico, solamente tiene lugar la república, articulada en tres poderes: poder legislativo, que es el poder supremo; poder ejecutivo y poder federativo. Cada poder responde a un problema que surge en el estado pre-político. El Estado es, desde esta perspectiva, un artificio institucional que da respuesta a problemas puntuales, y aquí el único régimen que da cuenta de ello es la república. Luego la concebiremos, ya en el siglo XX, en el marco de un régimen democrático, aunque ya hay desarrollos teóricos del estado de derecho en Alemania en el s. XIX, como una democracia de carácter social, pero a su vez con elementos liberales (Mohr).
Resumiendo: en la medida que la república responda a los problemas que genere un estado de incertidumbre a través de las instituciones creadas para ello, se sostiene, vive, conserva su temple. El mismo Jean Jacques Rousseau, en El contrato social (1762) considera que ninguna república es eterna, aunque puede sostenerse a lo largo del tiempo a través del cultivo de la virtud política, en el ejercicio de la voluntad general. Esto es: la democracia, en tanto y en cuanto responda a los desafíos que se le plantean, siempre en una coyuntura precisa, se sostiene como régimen político, y conserva con ello su legitimidad. Sobre todo, porque, ya mucho más acá en el tiempo y tomando a Fukuyama (El fin de la historia y el último hombre (1992)), la democracia liberal reconoce a todos como ciudadanos iguales, al menos formalmente. Formalmente, ello no es menor: porque en tanto y en cuanto no lo logre abre anomalías en el cuerpo político que da lugar al nacimiento de propuestas alternativas, como es el de la derecha alternativa. Todo esto ya lo vaticinaba Fukuyama hace treinta años.
Le ruego, lector, que me siga un poco más, no me abandone en este momento, en esta hora última. Presento aquí un modelo de entender el desafío de la democracia, y con ella del Estado. Puesto que en la modernidad la democracia es la forma de gobierno que se entiende como definitiva porque reconoce a todo el cuerpo político, sin distinción de raza, abolengo, etc., como ciudadanos iguales y sujetos de derecho, en el marco de un estado de derecho. El quid de la cuestión es, una vez más, su realización, la democracia que sobrevive en un “como si” ofrece un espacio, ahora y siempre, al surgimiento de regímenes alternativos, que llegan en muchos casos y ahora, sobre todo, por el mismo juego democrático.
Thomas Kuhn, un epistemólogo, en la década del setenta presentó una curiosa teoría, acerca de cómo se manifiestan, a lo largo de la historia de la ciencia, las revoluciones científicas. Toda ciencia propone un paradigma, este paradigma es un marco conceptual que otorga una cosmovisión del mundo, de la realidad. El paradigma instala en la comunidad científica desafíos a modo de enigmas que deben resolver los científicos, una serie de problemas puntuales a investigar. Hay problemas que no puede resolver el paradigma: tales se llaman “anomalías”. Todo paradigma convive con anomalías, por muchas que sean, hasta que esto da lugar, con el tiempo, a una crisis. Allí aparece en algún momento, señala Kuhn, un paradigma rival. Cuando triunfa el paradigma rival es como que asoma “un nuevo mundo” (¿Qué son las revoluciones científicas? (1962), cap. X). No es este epistemólogo quien da la clave de bóveda del cambio revolucionario de un paradigma a otro, sino otro filósofo: Imre Lakatos. ¿Por qué triunfa un paradigma –él lo llama “programa de investigación”– frente a otro? Porque da cuenta de lo mismo que este explicaba junto con sus anomalías, esto es: explica lo que no podía resolver y más aún, tiene mayor riqueza explicativa. Lo mismo sucede con la política y en particular con la democracia, si lo pensamos como desafío.
La democracia tiene que sostenerse solucionando puntualmente los problemas que se presentan en una coyuntura complejísima, que aun no se recupera de la crisis del 2008: en lo que hace, sobre todo, a países como Argentina, endeudados, condicionados, con problemas estructurales, alta inflación, alto índice de pobreza, déficit fiscal, escasez de divisas, etc. La derecha alternativa (altright), fenómeno global –hay que aclarar–, se posiciona en el escenario mundial como gendarme y garante del libre mercado, como albacea del progreso. Que Bukele y Milei pidan facultades extraordinarias que solamente pertenecen, en un estado de derecho, al poder legislativo, responde a una modalidad consecuente no con la democracia, sino con el estado de excepción permanente. Reclaman la suma del poder público para garantizar seguridad y estabilidad. Estas son las grandes anomalías que debe encarar el programa democrático, sin rehusar a la discusión política sobre ello, y mucho menos a considerarlos problemas de menor rango o de la agenda meramente electoral. En esta respuesta se juega la posibilidad de proponer una alternativa democrática a la derecha alternativa: efectiva en El Salvador, al menos en lo que hace a la seguridad, a costa de la supresión de derechos. En Argentina, la dolarización estabilizaría la moneda, puesto que no podría emitir el estado, lejos ya de concebírselo como soberano, estabilizando eventualmente la economía: a costa del desmembramiento del tejido productivo y un ajuste brutal que da por tierra con la posibilidad misma de vivir dignamente: ni hablar del buen vivir, objeto de la política para Aristóteles y la política clásica.
Una vez más: la democracia es mejor definida como programa democrático, como marco de realización efectiva de derechos, como la forma en que el Estado reconoce a cada quien por el sólo hecho de ser sujetos de derechos: no nos movimos del marco liberal para llegar a esta conclusión, para quienes supongan que “no la vemos”.
Lo peor que podemos hacer con ella es pensar que es una forma definitiva desvinculada de los problemas que debe resolver. En la democracia, ninguna discusión está saldada.