Tamburini había terminado definiendo esa elección como “el combate final entre la democracia y el nazi fascismo”. Perón lo había hecho como “una final de campeonato entre la justicia social y la injusticia social”.
El domingo 26, ya no eran ni los dirigentes ni los militantes, ni los diarios ni los libros azules, sino los ciudadanos varones en edad de votar los que fueron a definir la verdad, y lo hicieron en silencio y en paz. Hasta Américo Ghioldi, jefe del partido socialista, reconoció ese mismo día que “han sido elecciones sorprendentemente correctas”. Concurrió a votar más del 90% de los votantes, lo cual no era fácil en un país sin tanto pavimento ni colectivos como hoy en día. Votó la pasión política de uno y otro lado, seguros ambos del triunfo del propio lado. Sabían que iban a votar no por una baldosa más o una baldosa menos en el patio de su casa, sino por el destino futuro de cada uno de ellos: perder lo que ya tenían o tener lo que nunca habían tenido.
Todo el mundo se olvidó del carnaval que tocaba festejar a la semana siguiente. Se vivía pendiente del conteo de los votos, que se hizo urna por urna e iba a llevar casi un mes y medio. Un día los democráticos iban en punta, al día siguiente el nazi fascista acortaba distancias o pasaba al frente. Pronto se hizo evidente que en las zonas en que la mayoría de la población eran los trabajadores, Perón ganaba por varios cuerpos. Eduardo Laurencena, antiguo alvearista y presidente de la UCR, no se preocupaba por eso y tranquilizaba a sus huestes: “hay que esperar el asfalto” recomendaba, “hay que esperar los votos de la Capital y de Córdoba”. Su esperanza era la clase media. En Córdoba, la UCR de Sabattini había ganado el gobierno en plena época del fraude patriótico. En Buenos Aires los caballos ganadores habían sido siempre los radicales, o los conservadores. Ni Laurencena, ni Tamburini, ni ninguno de los dirigentes radicales de provincias eran opinantes de café, eran hombre de comité, duchos en semblantear a los votantes, conocedores de sus distritos y, sin embargo, no vieron venir la hecatombe: la verdad ya estaba en las urnas y en ellas no había bichos canasto.
Cumplido un mes del escrutinio. Los votantes de la Unión Democrática y sus propios dirigentes se dieron cuenta de que “una extraña cosa estaba pasando”: el demagogo, el nazi fascista, el recién llegado a la política, estaba ganado también en Córdoba, en Buenos Aires, en Santa Fe y en casi todas las provincias: la excepción era Corrientes. Ganaba también en los barrios de clase media. Entonces empezó el rumor gorila de que las elecciones no habían sido nada limpias, que “el resultado había sido el producto de un gigantesca y científica maniobra de sustitución de votos de origen nazi, aplicada en la Argentina con técnica perfecta”. Nadie creyó mucho en ese disparate, pero muchos lo repitieron con aparente convicción: alguna explicación había que darse. Todos aquellos que habían creído que lo que informaban los diarios era la realidad, no podían entender la “extraña cosa que estaba pasando”.
Terminado el escrutinio el 8 de abril, llegó por fin la hora de la verdad. Por Perón habían votado 1.478.500 votantes, por Tamburini 1. 212.300. En porcentajes: 55% contra 45%. En términos legislativos y en virtud de la aplicación de la primitiva ley Sáenz Peña, esos números significaban la casi totalidad de la cámara de senadores y más de los dos tercios de la de diputados. Hubo también un detalle significativo: los partidos de la Unión Democrática habían sufragado juntos únicamente la fórmula a presidente y vice; en todas las demás candidaturas se habían presentado cada uno con sus propios candidatos, lo cual dio como resultado insólito que el partido socialista no consiguiera esta vez colocar ni un solo legislador nacional en las cámaras. Los radicales consiguieron colocar 44 diputados, la mayoría del Movimiento de Intransigencia y Renovación. Se convirtieron así en legisladores nacionales por la minoría Ricardo Balbìn, Arturo Frondizi, Crisólogo Larralde, Arturo Illa y muchos otros. Que así iniciaban sus largas carreras políticas, mientras los radicales alvearistas entraban en el ocaso. La UCR enterraría a Alvear, resucitaría a Yrigoyen y sería el principal crítico del gobierno peronista.
En cuanto a los legisladores peronistas (laboristas o radicales quijanistas) una gran cantidad de dirigentes gremiales, que no tenían ni la más mínima experiencia en cuestiones legislativas ni en debates parlamentarios, se vieron de pronto convertidos en diputados o senadores nacionales ante el desafío de debatir contra un Frondizi o un Balbín. El dentista Hector J. Cámpora pasó a ser el presidente de la cámara de diputados. El coronel Domingo Alfredo Mercante el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Comenzaba la “Época de Perón”. Ni la política, ni la economía, ni la sociedad argentina volverían a ser las mismas.
En la próxima entrega: “PERON COMBATIENDO LA INFLACION”.