Según el INDEC, nuestra economía el año pasado creció un 10,4% -una tasa récord-, recuperando casi todo lo que perdió con la pandemia en 2020, y en el primer semestre de este año habría crecido (la cifra no es definitiva) un 6,3% respecto de igual período del año anterior, con lo cual ya se habría superado el nivel del producto por habitante de 2019. La desocupación, que en el 1er. trimestre de 2019 era del 10,1%, en el primero de este año bajó al 7%. La distribución del ingreso también mejoró, aunque el salario tarda en recuperarse. ¿Dónde está la crisis?
En la inflación, que es la más alta en 30 años; en el mercado financiero, con títulos públicos en dólares a precio de default, aunque se pagan regularmente, y títulos en pesos fuertemente subvaluados al momento de escribir estas líneas (primeros días de septiembre). Es una crisis de confianza, e inflacionaria, que presenta gran riesgo de frenar a la economía real. La desconfianza la fogonea incesantemente una oposición mediática y política fuertemente destructiva, pero se basa en hechos reales: inflación creciente, Banco Central con reservas netas peligrosamente bajas y, en consecuencia, fuertes expectativas de devaluación del tipo de cambio oficial, más gran volatilidad del dólar paralelo y los dólares financieros, con una brecha enorme entre éstos y el oficial, superior al 100%. Ahora bien: ¿cómo llegamos a esta situación?
Llegamos, en gran medida, por un manejo irracional de los precios relativos, con subsidios muy elevados a las tarifas de electricidad, gas y agua, para pobres y ricos, que fomentan el derroche de energía costosa en divisas. Estos subsidios generan un fuerte déficit que, al carecer de financiamiento genuino por la incapacidad política de aumentar los ingresos fiscales yendo a buscar el dinero adonde está, en parte se financia con emisión que termina resultando inflacionaria, y en parte se cubre con un incesante incremento de la deuda pública en pesos, que en algún momento la hará insostenible. Los mercados, que pueden ser perversos pero no tontos, observan este y otros desatinos y reaccionan con desconfianza –potenciada además por su natural aversión a los gobiernos populares-, aumentando desmesuradamente los dólares alternativos, lo que genera incertidumbre para los actores económicos y para todos los ciudadanos.
Y llegamos, sobre todo, por la restricción externa: un Banco Central que prácticamente se quedó sin reservas netas. Porque desde el 1º de enero de 2021 se obstinó en atrasar el precio regulado de las divisas, haciendo bajar el tipo de cambio real multilateral (que determina la competitividad de nuestras exportaciones al mundo) un 26% desde entonces, lo que requeriría una devaluación del 35% para recuperar el nivel de fines de 2020, la cual, por supuesto, empobrecería a grandes mayorías y desencadenaría una crisis económica de proporciones. Este tipo de cambio bajo es la causa de la falta de reservas y de la fuerte expectativa de devaluación, porque reduce las exportaciones industriales y de servicios restándoles competitividad, y estimula la retención de parte de las cosechas en silo bolsas, además del contrabando de granos y las maniobras de todo tipo con las importaciones. Porque este tipo de cambio es también un subsidio: subsidia las importaciones, con dinero que aporta la exportación legal, al recibir menor precio del que debiera.
Un gobierno de derecha, simpático para los mercados y para el poder real (a saber: grandes empresarios, grandes medios, y la ahora muy activa “Embajada”), puede darse el lujo de hacer las cosas mal, y los poderes fácticos lo bancan, disimulan sus errores y hasta le aportan 45 mil millones de dólares para sostener el dislate, como hizo el FMI con Macri en 2018/19. Pero un gobierno popular no goza de ese privilegio, tiene un margen de error infinitamente menor; en consecuencia, debe ser muy prolijo, muy equilibrado, profundamente racional y cuidadoso. Como lo fue en su momento el gobierno de Néstor Kirchner con Lavagna como Ministro de Economía, con superávit fiscal y de divisas, o el de Evo Morales en Bolivia durante 15 años, logrando un crecimiento sostenido a pesar de sufrir, también, una oposición rabiosa y golpista.
Estamos, en suma, ante una crisis absurda, porque en su esencia no se debe a circunstancias externas, sino a daños auto infligidos, siendo los principales los dos arriba descriptos, a los que vale agregar la inoportuna pelea interna que estalló en marzo pasado al firmarse el acuerdo con el FMI. Errores que seguramente afectarán la vigorosa recuperación económica iniciada a principios del 2021.
Es hora de que, desde el progresismo, nos demos cuenta de que hay que subsidiar sólo a las personas que lo necesitan –para lo cual, por ejemplo, el salario básico universal, o como queramos llamarlo, parece una buena idea-, y dejar que los bienes y servicios cuesten lo que tengan que costar, y que cada uno destine sus ingresos a comprar lo que precisa, que sólo él o ella lo saben. Y dejar que el dólar valga lo que tenga que valer, que es, ni más ni menos, el precio que equilibre la oferta con la demanda, con un sistema de retenciones móviles sobre las exportaciones de materias primas bien diseñado, que suba o baje según lo hagan el tipo de cambio y los precios internacionales. Y que descubramos que hay que alcanzar y sostener equilibrios macroeconómicos básicos, como el fiscal y el de la balanza de pagos internacionales, y dejemos de inventar normas cambiarias artificiosas, fideicomisos complejos y una catarata de regulaciones que le complican la vida al funcionario que las aplica y al privado que las sufre, y que necesariamente estarán plagadas de errores y, en algunos casos, serán funcionales al lobby y a la corrupción. Tomemos como ejemplo el flamante “dólar soja” a $ 200, mientras que la exportación industrial, mucho menos rentable, recibe un dólar de $ 140: ¿a qué modelo de país responde esta relación? Al de la desesperación, simplemente.
Para mejorar la distribución del ingreso corresponde aplicar impuestos y subsidios a las personas, y sólo se los debe imponer sobre los bienes y servicios para desalentar consumos socialmente inconvenientes o estimular otros que se desea promover. Mezclar estos conceptos es un error grosero.
Ordenando esta cuestión se puede ir hacia una economía más sencilla, racional y eficiente, y hacia un Estado que sólo intervenga en tantas cosas que el mercado hace mal o no hace: regulando los flujos financieros, evitando las fluctuaciones bruscas del tipo de cambio, orientando el crédito, desarmando en lo posible los monopolios y oligopolios, estimulando la economía popular, las pymes, la ciencia y la tecnología, mejorando la distribución del ingreso con una profunda reforma fiscal, y proveyendo servicios de educación, justicia, salud y seguridad de buena calidad.
Políticas que deben ser parte de un plan integral, con objetivos, plazos y metas claramente comunicados, de manera que los actores económicos sepan hacia dónde vamos, y puedan adaptarse en su propio beneficio y en el del país.
Porque la que tiene margen para la irracionalidad, la improvisación y las peleas evitables es la derecha; nosotros no.-