En el mes de abril del 45 parecía que el gobierno militar se caía. Comenzó a conceder unas tras otras las exigencias de la oposición. Lejos de aflojar las presiones, la oposición incentivó sus ataques. El cese de la intervención de las universidades hizo que los estudiantes se posesionaran de los claustros, echaran a patadas a los profesores nacionalistas como Germán Bruno Genta, le devolvieran su cátedra a Bernardo Houssay y salieran a la calle en turbas que atacaban los locales de la Alianza Libertadora Nacionalista, la policía y hasta a los colimbas que andaban de franco. Las refriegas, que incluían tiros, comenzaron a generar unos cuantos muertos y muchos heridos. El levantamiento de la censura periodística provocó, lógicamente, una lluvia de críticas, burlas, caricaturas y convocatorias a mitines públicos, en defensa de la libertad y la constitución. Los otrora beneficiarios de la Década Infame, también ellos, exigían ahora libertad y constitución. La promesa vaga de que se estaba estudiando un nuevo estatuto de los partidos políticos y una futura convocatoria electoral, tuvo como respuesta el inmediato reclamo de que el gobierno abdicara y confiriera transitoriamente el poder a la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
La idea de transferir el gobierno a la Suprema Corte, fue una de esas brillantes ideas de los socialistas de Repetto, que, como siempre les pasaba a los socialistas, iba a provocar el efecto contrario al buscado: la Suprema Corte era la misma que había cohonestado el golpe de Uriburu y todos los fraudes de la Década Infame. Traducido a los oídos de los militares que sostenían al gobierno y a los del gobierno mismo, la propuesta les sonaba a “ustedes vuelvan a los cuarteles, que es para lo único que sirven, y nosotros nos haremos cargo de manejar las elecciones y volver a la Década Infame”. Pero el reclamo opositor, lejos de acallarse, fue ganando adeptos: pronto ya no eran los socialistas y la Sociedad Rural los que reclamaban, sino la Unión Industrial Argentina, la Cámara de Comercio, CARBAP, la Democracia Progresista, los comunistas, los diarios opositores, que eran casi todos, y hasta una flamante Asociación de Amigos de la Libertad y la Constitución que decía representar a lo más serio de la sociedad argentina y aportaba miles de firmas ilustres. Como muestra van dos botones: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Lo más interesante de semejante clamor era que la propia Corte Suprema no mostraba entusiasmo con la idea, por la sencilla razón de que no tenía ni idea de lo que pudiera ser gobernar la Argentina en la situación en que estaba. El gobierno del general Farrell, como opción, formó una comisión de eminentes jurisconsultos para que redactaran nomás un Estatuto de los Partidos Políticos para normalizarlos y que estos se prepararan para las futuras elecciones. Las fuerzas armadas garantizarían la limpieza absoluta de la campaña electoral y la transparencia del acto eleccionario. Mientras tanto, seguían los mitines opositores, los festejos porque los políticos, autoexiliados en el Uruguay sin que nadie los amenazara, volvían al país a hacer política, o porque Alfredo Palacios recuperaba su cátedra en la Facultad de Derecho. Y seguían las grescas, los heridos y muertos. Y los partidos seguían clamando por la Suprema.
Pero en mayo de 1945 sucedió algo que iba a repercutir en el país y poner eufóricos hasta el delirio a todo el arco opositor. Los rusos tomaron Berlín y los aliados avanzaron sobre Italia y desembarcaron en Normandía. Hitler y Mussolini murieron y el entero ejército alemán capituló sin condiciones. Las calles del centro de Buenos Aires se inundaron de banderas norteamericanas, rusas, inglesas y francesas. Durante tres días enteros las clases medias y altas, los obreros socialistas, los comunistas clandestinos, los empresarios, los estancieros, las chicas más lindas y paquetas de Buenos Aires cantaban juntos la Marsellesa. Ahora sólo le quedaban al mundo dos regímenes autoritarios por derrotar: el japonés y el argentino. El régimen autoritario populista de Getulio Vargas en Brasil, era considerado no autoritario porque entró en la guerra como aliado de EEUU. De Japón se encargarían dos bombas atómicas, de la Argentina un superhéroe. El gobierno adhirió a los festejos, no reprimió y, tímidamente, denunció que se estaba aprovechando la ocasión con fines políticos.
La oposición estaba eufórica, pero dispersa: no se había organizado ni tenía un conductor descollante. Y entonces, el 21 de mayo, justo a tiempo, pero no por casualidad, el hombre que iba a conducirla y dejarla lista para triunfar, presentó sus credenciales como nuevo embajador de los EEUU, era mister Spruille Braden. Tenía 51 años, era corpulento y atropellador y desde su llegada declaró que venía a combatir el mal hasta hacerlo añicos. De inmediato las distintas facciones opositoras, hasta el partido comunista, tomaron contacto con él y lo convirtieron en su conductor estratégico. Con la honrosa excepción de los radicales yrigoyenistas: Sabattini, Levenshon, etcétera. Pero la tilinguería aliancista pudo más: con el apoyo de La Prensa, La Nación y Crítica, Braden quedó convertido en líder honorario de la futura Unión Democrática.
Super Braden era un bocón, y tenía enfervorizada audiencia cada vez que abría la boca; de banquete en banquete siempre en su honor, el insólito embajador se proclamaba el héroe del bien contra el mal, el adalid de la democracia contra lo que quedaba de nazifascista en el mundo. Recorrió todo el país para proclamarlo y fue recibido por una multitud el día de su llegada a Retiro.
El presidente Farrell no quiso recibirlo y protestó ante el gobierno norteamericano por las atribuciones que su representante se estaba tomando. Pero el vicepresidente Perón lo recibió en entrevista el 1° de junio. La conversación comenzó intrascendente, diplomática entre ambas partes. Hasta que Braden quiso saber qué destino definitivo se le darían a los bienes incautados a empresas alemanas y japonesas después de declararles la guerra; deslizó que había empresas de su país que estarían dispuestas a adquirir tales bienes. Tanteó también la posibilidad de que líneas aéreas norteamericanas pudieran operar comercialmente en la Argentina. Perón le respondió que esas eran cuestiones económicas y financieras que siempre se podían negociar, pero que había de por medio un grave problema. “¿Cuál problema?” quiso saber el embajador yendo al grano. “Pues que en mi país al que hace eso se lo llama hijo de puta”, y lo quedó mirando con su habitual sonrisa peronista. Braden se enfureció y se fue sin despedirse. Desde ese momento quedó declarada la guerra entre Superbraden y Perón. Sobre todo, porque Perón descubrió que, enfureciendo al superhéroe, este se desbocaba tanto como para colocarse en líder de la oposición tilinga, y que ésta lo adoraba. Meses después, ya en plena campaña electoral, Perón calculaba que, si ganaba por los dos tercios de los votos, uno de ellos se los había regalado Braden.
A principios de septiembre, el presidente Truman, al parecer encantado con el trabajo de su embajador, lo nombró Secretario de Asuntos Latinoamericanos. Pero Braden, antes de irse, se tomó tiempo para asistir a todos los banquetes multitudinarios y distinguidos que se hicieron en su honor. Y a la marcha de “De la Libertad y la Constitución” que congregó a 200.000 personas de lo más distinguido de Buenos Aires. Grandes cartelones con los retratos de San Martín, Belgrano, Moreno y Sarmiento la engalanaban, grandes personajes de la política, la ciencia, las artes, las industrias y el campo la encabezaban. Superbraden no podía perderse figurar en ella. Se cantó la marsellesa y el himno, se saludó a los balcones de la avenida Callao y desde allí llovieron flores y vivas a la patria. El gobierno aseguró su custodia y no hubo esa tarde ningún desorden, ni heridos ni muertos. Toda la prensa, salvo “La Época”, le dedicó varios días y páginas al acontecimiento. Lo mismo hicieron el “New York Times” y el “Herald Tribune”, pero cayó muy mal en Buenos Aires que en Gran Bretaña se comentara que difícilmente podía calificarse de fascista a un régimen que permitía un acto tan importante y significativo. Perón también estuvo observando desde algún balcón, pero se aburrió y se fue a dormir la siesta.
Lo que le iba a cortar el sueño y hacerle perder la calma, fueron los alborotos militares en Campo de Mayo. Allí, la oficialidad joven, o sea, de capitán para abajo, comenzó a declararse traicionada por él. Dos eran las causas que le venían rompiendo las pelotas a los militares: 1) el romance público que el coronel sostenía con esa actriz, mala actriz y mala reputación, llamada Eva Duarte. A los milicos les parecía bien que un oficial tuviera amantes, aún casados, pero no que la exhibiera en actos públicos o le hiciera intervenir en reuniones políticas. 2) les parecía una traición a ellos y a la patria que el coronel, en su carácter de Secretario de Trabajo y Previsión, mantuviera conversaciones con sindicalistas o comunistas, y hasta algún anarquista, y encima los encumbrara. Los casinos de oficiales de Campo de Mayo hirvieron lo suficiente como para que un grupo de capitanes que eran alumnos de Perón en la Escuela de Guerra se conjuraran para asesinarlo ni bien entrara a clase. Esto no es ocurrencia mía ni de Félix Luna, lo declaró el general retirado Rosendo Fraga a la revista Primera Plana el 23-9-65. Resumiendo, desde Campo de Mayo no pidieron, sino exigieron el apartamiento del coronel Perón no de su cargo de ministro de Guerra, sino de todos sus cargos en el gobierno. Lo hicieron ante el general Avalos, jefe de la guarnición, y ante el mismísimo presidente Farrell. Llegada la noticia a Perón, el general Lucero le ofreció atacar Campo de Mayo y neutralizar el golpe. Perón le respondió que no, que no quería que se derramara sangre y que, si el presidente Farrrell le pedía su renuncia, renunciaría. Aparentemente, Super Braden y sus seguidores habían vencido: su oponente estaba políticamente liquidado.
En una última jugada, el vencido solicitó despedirse de los obreros, como Secretario del Trabajo, en un pequeño acto, pero que se transmitió a todo el país por la red oficial de broadcastings. Dijo entonces: “la obra social cumplida es de una consistencia tan firme que no cederá ante nada, y la aprecian, no los que la denigran, sino los obreros que la sienten… Pensamos que los trabajadores deben confiar en sí mismos, y recordar que la emancipación de la clase obrera está en el propio obrero” y terminó anunciándoles que dejaba a la firma del presidente, el decreto que implementaba un aumento general de sueldos, el aguinaldo, el salario básico, vital y móvil y la participación en las ganancias empresarias (que nunca se concretaría). Era el 9 de octubre de 1945: desde ese día y por muchos años, Perón iba a usar las radios para comunicarse con el pueblo. Ningún presidente lo había hecho nunca. El día 13 fue detenido y llevado a Martín García, custodiado por la Marina, que lo odiaba. De allí lo iba a sacar el clamor de los trabajadores. Ahora sí entendemos que no fue Cipriano Reyes ni el lumpen proletariado los que hicieron el 17 de Octubre. –
Próxima entrega: “1945, la batalla electoral.”