Una de las claves de la perdurabilidad del peronismo a través de 75 años y en todo el espacio geográfico nacional, deviene de su rápida y profunda expansión durante sus primeros gobiernos, desde 1946 al 55. Aquellas Unidades Básicas resultaron una experiencia inédita y bienvenida entre los grupos humanos de a pie, tan desposeídos, olvidados y atomizados hasta aquellos primeros pasos entre la comunión de intereses del universo trabajador y un líder que los interpretaba y expresaba, tornándose en una realidad tangible a la que podía acceder cualquier argentino, especialmente los más humildes y en donde conseguían desde asistencia vital, ayuda oficiosa para el acceso a reclamos institucionales, capacitación, hasta un juguete, un pan dulce y una sidra, en una incipiente estructuración y encuadre político.
Aun cuando tanto desde al 55 al 73 y del 76 al 82 el peronismo fue sinónimo de prohibido o subversivo para el “país burgués”, la resistencia y la militancia encarnada inicialmente en los trabajadores y luego en los estudiantes, mantuvo el ideario sintetizado en una hermosa frase, siempre vigente: “los días más felices fueron peronistas”, luego redondeada con los tiempos presente y futuro del verbo ser.
Mientras tanto, en aquellos primeros dirigentes ( silenciados, prohibidos o perseguidos), surgieron las dos clásicas corrientes de expresión acción y articulación con el statu quo vigente: los dialoguistas (siempre propensos a ser integrados aún -en casos- a despecho del arrío de banderas propias) y los resistentes en su cabal expresión (los trabajadores de base con sus dirigentes sindicales comprometidos, los intelectuales del campo nacional y popular y los dirigentes políticos, normalmente vilipendiados por la prensa oligárquica). Vandor y Ongáro fueron y lo son aún, los símbolos de tal dicotomía interna al movimiento nacional. John William Cooke y Federico Robledo también simbolizaron las dos expresiones en pugna que luego se reiteran con otros actores, en los tiempos previos y luego terroríficos de la Dictadura Militar.
Precisamente el Plan Cóndor I (diseñado por el Imperio y aplicado por los “sables sin cabeza” instruidos en el Comando Sur o Escuela de las Américas sita en Panamá) golpeó más duramente en Argentina pues el grado de conciencia política anti imperialista y revolucionaria especialmente de la juventud más informada y formada, tanto universitaria como trabajadora; se tornaba irreversible e irrefrenable en simbiosis con el ideario peronista tan aprehendido por las masas populares del país. Ello, sumado a la inserción territorial, barrial, del peronismo setentista que hasta articulaba con cuadros eclesiásticos (intérpretes entusiastas y decididos de las conclusiones del Concilio Vaticano II) y hasta con los mandos militares (recordar el Operativo Dorrego llevado a cabo en conjunto por jóvenes de la JP y el Ejército Argentino comandado por el Gral. Carcagno)constituía un combo de empoderamiento estratégico sintetizado en la consigna “liberación o dependencia” que no era posible admitir y menos digerir por el imperio y sus cipayos locales, especialmente civiles como de las jerarquías uniformadas. No en vano hubo 30.000 desaparecidos, torturados y asesinados en la Argentina. Diezmar a toda una generación fue su objetivo, mientras los Martínez de Hoz, La Nación, Clarín y hasta José María Muñoz (el popular relator radial de futbol que llegó a difundir aquel slogan bochornoso “los argentinos somos derechos y humanos” en ocasión de la visita al país de la Comisión Interamericana de DDHH); destruían el todavía sobreviviente “Estado de Bienestar” justicialista.