Lejos del proyecto de des-malvinización que se propone desde algunas usinas del pensamiento liberal, hay que señalar invariablemente que la guerra de Malvinas se produjo durante la última dictadura cívico militar. Es curioso que dos fechas tan cercanas y tan dolorosas de nuestra historia reciente, como el 24 de marzo y el 2 de abril, multipliquen discursos que las disocien en medios de comunicación, discursos políticos y también en la escuela. Sin dudas, la historia tiene la singularidad de ser una historia que todavía late, que desgarra heridas abiertas y atiesa emocionalmente las vivas contradicciones de una sociedad.
El partido militar llegó al poder, como en otras cinco ocasiones en nuestro país desde 1930, con el acuerdo implícito y explícito del establishment, a través de instituciones como la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE) y de la Sociedad Rural Argentina (SRA). Cuando en 1982, la Armada impone su histórico anhelo de recuperar las islas Malvinas mediante operaciones militares, la última dictadura había cumplido con creces su tarea histórica. Es así que un 2 de abril, pero de 1976, ya había comenzado una guerra en nuestro país. No era la guerra de Malvinas, era una guerra contra la economía de los argentinos –fundamentalmente, de la industria y de los trabajadores argentinos-, sintetizada en el “programa de recuperación, saneamiento y expansión de la economía argentina” del Ministro José Martínez de Hoz.
Casi totalmente derrotadas las organizaciones político-militares –conocidas como “la guerrilla”- en 1977 y habiendo inaugurado un nuevo ciclo económico de primacía de lo financiero sobre lo productivo, es decir, de desindustrialización, una caída sin precedentes del salario real -había congelamiento de salarios con altísimos niveles de inflación, que superaban el 100% anual- y endeudamiento externo público y privado (este último, en gran medida estatizado mediante los seguros cambio del BCRA), a las Fuerzas Armadas se les había terminado el tiempo. La formación de la Multipartidaria en 1981, que integraban los principales partidos políticos del país –como el PJ, la UCR, el PI, la Democracia Cristiana y el MID-, y el creciente descontento social producido por la represión y la crisis económica les marcaba la hora. Así, el 30 de marzo de 1982, la CGT Brasil liderada por Saúl Ubaldini, marchaba masivamente a la plaza de Mayo con las banderas de “Paz, Pan y Trabajo”.
La suerte de la dictadura estaba echada, pero se decidió a jugar su última carta, con la pulsión de vida de unificar la Nación con la recuperación de las irredentas tierras del Atlántico Sur. Uno de los últimos enclaves coloniales en la era de las luchas por la descolonización. La era de las guerras contra los grandes imperios coloniales. En este caso, un imperio poderoso pero marchito, que mostraba sus trofeos del siglo XIX en vitrinas empolvadas. La razón estaba del lado de los militares, pero parafraseando aquella enigmática frase de Goya, esta vez el sueño de la razón produjo monstruos. El viejo sueño de la Armada trocó en ensoñación, ya que partía de una hipótesis que resultó ser rápidamente falseada por la siempre endiablada realidad.
La vida del régimen militar precisaba de más muerte para su sobrevida y los grupos de tareas, preparados para la guerra sucia ahora se aprestaban para una “guerra limpia” en el campo de batalla. Los cuadros de las Fuerzas Armadas habían abandonado hace tiempo su rol como garantes del orden constitucional y de la soberanía nacional ante los enemigos extranjeros, para dedicarse a la actividad política, empresarial y, también, al terrorismo de Estado. Los resultados quedaron a la vista, y el clímax de este desfasaje se hizo carne en la defensa de las Georgias por un grupo de comandos entre los que destacaba Astiz, célebre por infiltrarse entre las Madres de Plaza de Mayo y secuestrar ilegalmente a Azucena Villaflor, Esther Ballestrino y María Ponce, fundadoras de la organización, y las monjas de origen francés Leónie Duquet y Alice Domon, todas desaparecidas. “El ángel de la muerte” y sus comandos fueron tomados prisioneros por los británicos sin ofrecer resistencia.
Mucho se ha hablado de los errores militares durante la guerra, desde las cuestiones logísticas y de la planificación de una guerra que fue improvisada hasta asuntos de táctica y estrategia militar. Algunos hasta se atreven a señalar que la guerra, esgrimiendo conocimientos técnicos, se pudo haber ganado frente al Reino Unido y sus aliados de la OTAN. Sin embargo, esa mirada reduccionista ve el árbol y no observa el bosque. No solamente el grueso error de cálculo político y diplomático, la idea que los ingleses no iban a dar pelea y que los Estados Unidos iban a respaldar a la Argentina o mantener una posición neutral, sino el hecho de que la jerarquía militar procesista no quiso realmente ganar la guerra. Cuando un Estado-Nacional moderno entra en guerra contra otro Estado-Nacional moderno, debe poner todo su aparato productivo –al menos ciertos sectores estratégicos- a funcionar para la guerra. Así, la economía política es también economía política para la guerra, o simplemente economía de guerra. Los grandes teóricos bélicos de la escuela alemana lo habían advertido hace mucho tiempo en sus manuales. Sin embargo, el general Galtieri había designado al liberal-conservador Roberto Alemann como Ministro de Economía, no muy amigo de la heterodoxia y el pragmatismo que requiere una situación límite. Toda una decisión política.
En definitiva, la estabilización por la vía reaccionaria de la sociedad argentina estaba concluida bajo el signo de una derrota del campo de las clases populares (Horowicz, 1991), que rompió el empate hegemónico que desde 1945 tensaba la relación de fuerzas sociales en la Argentina. El partido militar, velando por su seguridad frente a las potenciales consecuencias penales por los crímenes –de lesa humanidad- cometidos, como en un juego de azar, barajó sus últimas cartas. Una sociedad desencantada, golpeada por la carestía de la vida cotidiana y la represión, tomó masivamente las banderas de Malvinas y se encolumnó detrás del general de voz grave, abrazando una causa legítima del sentimiento nacional.
La rendición de las Fuerzas Armadas el 14 de junio de 1982, significó el fin de una dictadura que dio un salto cualitativo en las violencias del Estado. Los militares cumplieron la tarea histórica de romper el empate hegemónico a favor de las clases dominantes y, una vez que lo hicieron, éstas les soltaron la mano para dar lugar a una democracia que iba a nacer muy condicionada. Nos queda en la memoria colectiva, sin lugar a dudas, la valentía de aquellos que dieron su vida por “el suelo más querido”, los caídos y los veteranos de la guerra, héroes en el campo de batalla y víctimas de una dictadura a la que siempre le tenemos que decir “Nunca más”.-
(*) Profesor Superior de Historia (Inst. Meyer-UNNE) – Licenciado en Ciencias Sociales y Humanidades (UNQ)