Comienzo en ésta por historiar cuál fue la relación del general con sus camaradas desde 1945 a 1955. En la 2ª describiré como se sucedieron los hechos de septiembre y por qué Perón optó por el exilio en vez de enfrentar una batalla que ya tenía ganada.
Como ya sabemos, el 17 de octubre fue una gesta popular para rescatar a su líder de Martín García. Se llegó a eso porque la oficialidad plena de Campo de Mayo exigió la renuncia total de Perón a los tres cargos que ejercía simultáneamente en el gobierno del general Farrell. ¿Por qué la exigencia? Porque a las fuerzas armadas en su conjunto no les gustó lo que Perón estaba haciendo desde el Departamento de Trabajo y Previsión: convertir a los trabajadores en la base de un nuevo poder político en la Argentina. A las fuerzas armadas, que no constituían un poder militar popular, a la manera del de Cuba o Venezuela, sino que tenía una mentalidad de clase media y una vocación “profesionalista” (falsamente profesionalista, porque habían sido el soporte de los dos gobiernos de La Década Infame), sólo se les ocurrían dos soluciones frente al problema Perón: 1ª) matarlo, y se armó un plan para ello entre sus discípulos de la Escuela de Guerra, donde él era profesor: el profesor no fue el día señalado para su asesinato a sus habituales clases, y así fue que “el cagón” se salvó del primer intento de asesinarlo de los cinco o seis que se intentaron entre 1945 y 1958.
Cuando Perón, ya compulsivamente retirado ganó las elecciones y la absoluta mayoría en ambas cámaras legislativas, comenzó una inteligente política para revertir el odio militar. Profesionalizó a las fuerzas armadas, las rearmó con armas adquiridas a los EEUU, les subió los sueldos, acortó el tiempo en que cada oficial debía permanecer en un mismo grado, les construyó viviendas para cada nuevo destino que les tocara, los desvinculó de todo compromiso político. Hasta 1949, no hubo problemas que pudieran generar en las fuerzas armadas ocurrencias conspirativas.
El primer descontento que detecto, tiene que ver con la fulgurante aparición de Evita en el tablero político: la enorme popularidad que le dio la Fundación, sus influencias políticas y, en especial, sus duros discursos despotricando contra la oligarquía desde los balcones de la Casa Rosada. Unos pocos generales, sin duda enterados del malestar de muchos de sus camaradas, lo invitaron a que moderara el protagonismo de su mujer en política. El general, por supuesto, ni se enojó ni hizo nada para frenar a su mujer.
Por esos años, se presentó un conflicto menor entre el IAPI y las fuerzas armadas acerca de la fabricación de acero laminado. El presidente intervino, esta vez poniendo el asunto en mano de los militares. Pero en cambio, una cuestión que irritó la piel de los hombres de armas fue la obligación de jurar lealtad a la nueva constitución justicialista. Oficial que prefiriera no hacerlo, tenía que irse. Mientras tanto, Perón elegía entre sus camaradas más amigables a aquellos que iban a estar a cargo del mando de tropas. Sin embargo, la cuestión no era absoluta. El general Lonardi fue a parar a la jefatura del primer cuerpo de ejército con asiento en Rosario, sin que lo caracterizara ningún gesto de obsecuencia al presidente, sino su prestigio como oficial de alta graduación. O sea, hasta 1950, Perón cuidaba finamente su relación con sus camaradas.
Pero las cosas cambiaron abruptamente en 1951, cuando el general retirado Benjamín Menéndez encabezó el primer golpe de Estado contra Perón. Lonardi también estaba, por cuerda separada, intentando armar el suyo. Los dos tuvieron conversaciones de entendimiento, pero no se entendieron en nada. Menéndez pretendía darle una orientación liberal a su proyecto y Lonardi consideraba que las políticas sociales del peronismo eran correctas y que lo que había que corregir eran el autoritarismo, el personalismo y la corrupción de funcionarios cercanos al presidente. Como es sabido, Lonardi se bajó del proyecto y Menéndez lo encaró por su cuenta, con un absoluto fracaso.
Desde entonces, la política del presidente cambió rotundamente con respecto a sus camaradas e incluso a los partidos políticos que habían adherido discretamente a ese intento. Declaró el Estado de Guerra Interno y lo hizo votar por ambas cámaras. Ahora el presidente tenía la atribución por treinta días, de disponer detenciones e interrogatorios, sin enviar a los sospechosos a la justicia ordinaria o militar durante ese lapso de tiempo. En el 52, el coronel retirado José Francisco Suárez, planeó un putch, que incluía el asalto a la quinta presidencial de Olivos y el asesinato de sus ocupantes, incluida Evita, que yacía ya muy cerca de su final. El plan fue delatado y el “cagón” se salvó por segunda vez de morir asesinado. Sin embargo, “cagón” y todo, no sólo persistió en seguir gobernando, sino que endureció mucho más su política de guerra interna. Realizó una extensa purga entre los sospechosos de conspirar, inventó los “jefes de manzana” cuya tarea era alcahuetear movimientos sospechosos en las casas de ciertos vecinos bajo sospecha, detuvo para interrogarlos a cientos de políticos, hizo la vista gorda a los picaneos de la sección especial de la policía federal. Lógicamente, entre los antiperonistas, se fue afirmando la imagen del “tirano” con el que había que terminar lo más pronto posible, por más que ganara siempre las elecciones por más del 60% de los votos, frenara la inflación, iniciara políticas de industrialización o beneficiara a los trabajadores. Llegado el año 53, ya la situación se volvió más que violenta, fue el año del estallido de bombas en plaza de mayo, muertos y heridos, represalias peronistas a los locales de los partidos opositores, ataques a Jockey Club, proyectos inorgánicos para asesinar al “cagón”. Todos asuntos que ya hemos estudiado en entregas anteriores.
Es importante que el lector capte la dinámica que iba tomando el proceso político en esos años. La contra conspiraba sin asco a matar, el presidente endurecía su política. El resultado, para la oposición, era que Perón, que antes era un “nazifascista”, ahora pasaba a ser un “tirano”. Ellos, la oposición, iban a ser, en pocos años, los “libertadores”, siempre con la misma falta de asco a matar.
Hubo intentos de armisticios, amnistías, diálogos con opositores (no tengo espacio para referirme a ellos aquí) en especial después del golpe de junio del 55. Sin embargo, la situación política en que se vivía realmente era el de una permanente vocación de conspirar por parte de militares y opositores, y una permanente vigilancia por parte de los servicios de información del gobierno. Eran tiempos en que el mayor Osinde, jefe del servicio de informaciones de ejército, en contacto directo con el presidente, no terminaba nunca de detectar conspiradores vocacionales. Eran tantos, que resultaba prácticamente imposible distinguir a los verdaderos de los falsos. Mientras tanto, extrañamente, los equivalentes de la marina y la fuerza aérea no detectaban a nadie. En definitiva, hasta que el ejército no diera muestras de estar conspirando, tanto Perón como su ministro de ejército, el general Lucero, creían tener controlada la relación con las fuerzas armadas porque contaban con el ejército, arma sin la cual, ningún golpe de Estado podía tener éxito.
Finalmente llegó noviembre del 54 y comenzó el conflicto con la Iglesia, que llevó la situación a la revolución de junio, durante la cual se intentó matar a Perón por 3ª vez. Como el ejército se mantuvo leal, Perón y Lucero siguieron tranquilos. Pronto se enterarían de lo que iba a pasar en septiembre: las denuncias de Osinde, que mostraban un crecimiento molecular de militares adversos al gobierno eran ciertas.