El General José Félix Uriburu inició la serie de golpes de Estado en Argentina y dictaduras militares que se extenderían hasta 1983.
Según Félix Luna, mientras Uriburu y sus cadetes tomaban la casa de gobierno, Yrigoyen, muy enfermo, firmaba su renuncia ante la oficialidad del regimiento 7 de La Plata y pedía “Si me lo permiten, me quedo aquí: no tengo adónde ir”. Pero mi intención no es, como la de Luna, hacer una lastimera elegía de los tres años finales de don Hipólito, sino ilustrar otras cuestiones, que serán importante de entender, empezando por los destinos que les esperan a los gobiernos populistas en una nación dominada por intereses “superiores”, no en el sentido de “clases superiores” como lo pregonaba “La Nación” sino superiores en poder real.
El gobierno “revolucionario” de Uriburu, legitimado de facto por la Corte Suprema, y nadie más, como es siempre el caso cuando se trata del poder de las armas, lo tuvo preso un año y medio, primero en dos barcos y después en la isla Martín García, mientras se le iniciaba un juicio por abuso de poder, corrupción, etc. Y se lo interrogaba dos por tres. Se lo amenazaba, mientras tanto, conque sería fusilado si los radicales intentaban movimientos sediciosos para retomar el poder. El tnte. Coronel Pomar intentaría el primero antes de que se cumpliera un año del golpe, sin que el gobierno cumpliera su promesa, lo cual no era obstáculo para seguir con la misma amenaza, mientras se encarcelaba radicales por todo el país.
El otro castigo que se le impuso fue la soledad y la desinformación. Mientras sus correligionarios ensayaban distintas actitudes que iban desde las traiciones, los lavados de manos, los intentos como el de Pomar en Corrientes o las primeras reuniones para reorganizar un partido al que le metían presos sus dirigentes de manera acostumbrada. Se pusieron de moda las torturas, se les aplicaba la picana eléctrica recientemente inventada, lo mismo a anarquistas que a radicales levantiscos.
Pero empecemos por las traiciones. La primera fue la del vicepresidente Martínez, paralizando toda acción inmediata en pleno golpe, mientras ensayaba ataques de histeria: “¡No renuncio, matenmé, matenmé!”. La segunda, la más importante, la de Marcelo T. de Alvear que, desde su refugio mansión de París, justificó el golpe de Estado con expresiones tales como “quien siembra vientos cosecha tempestades” y puntalizando que “para Yrigoyen no existían ni la opinión pública, ni los cargos, ni los hombres … Destruyó su propia estatua”. Semejantes expresiones se publicaban en los diarios argentinos. Sigamos con las traiciones: como el gobierno de facto le había iniciado procesos, hubo que encontrarle abogados defensores. El radicalismo siempre estuvo lleno de abogados pero, aduciendo ocurrentes razones, nadie quería hacerse cargo. Finalmente, un ex legislador por Santa Fe, el doctor Antille, se ofreció y fue aceptado: pronto irá preso por conspirador supuesto.
Dejemos las traiciones y sigamos con su soledad. Estaba absolutamente incomunicado, no se le dejaban leer periódicos ni recibir noticias, ni tampoco podía enviar mensajes que orientaran a sus correligionarios. Hasta su médico personal, el doctor Meabe, tenía que visitarlo en presencia de un guardián. Lo cual, dicho con otras palabras, lo volvió absolutamente impotente con lo que pasaba afuera. Y lo que pasaba afuera era importantísimo: el gobierno de Uriburu, que había puesto a los conservadores a gobernar la provincia de Buenos Aires, desde hacía años bastión radical, quiso legitimar su poder de facto y llamó a elecciones en esa provincia: ganó el radicalismo y, por supuesto, se anularon esas elecciones, porque “los radicales no se habían enmendado” esto quería decir que todavía no habían aprendido a perder.
Cuando el general Justo estuvo listo para reemplazar a Uriburu, que estaba desesperado porque, desde su fascismo de corazón, no pegaba una, y además estaba gravemente enfermo, se llamó a elecciones nacionales para todos los cargos, desde presidente para abajo; con la absoluta proscripción del radicalismo, además de la satisfacción de conservadores y antipersonalistas y hasta demócratas progresistas y socialistas independientes, muy republicanos ellos, pero no tanto. Empezaba el fraude, que iba a hacer larga carrera por más de diez años. En todas esas peripecias, Yrigoyen ni pinchaba ni cortaba, atado de pies y manos como estaba, y así seguiría hasta poco antes de su muerte.
Dejemos por ahora el relato de los acontecimientos y de las soledad del “viejo” y reflexionemos un poco acerca de por qué estaban pasando las cosas de tal modo.
1°- Las “clases superiores”, la prensa “superior”, los radicales “de galerita”, esto es los antipersonalistas, las petroleras norteamericanas, leasé Standard Oil y sus socio locales, y hasta los militares amigos del general Justo, estaban hartos de la política nacional y popular del “tirano senil y bárbaro”.
2°- La crisis del 30, que empezó en el 29 y duró hasta el 33 por lo menos, fue económicamente tan catastrófica que le cortó los pies al “obrerismo” del caudillo. Ni por más generoso que fuera el clientelismo de los punteros, se podían resolver los problemas de desocupación masiva, baja de sueldos, hambre, falta de viviendas que trajo la crisis. Populismo que no puede enfrentar con éxito estos problemas, es candidato a caer sin que las masas populares salgan a la calle a defenderlo. Por eso, bastaron los cadetes del Colegio Militar.
3°- Los militares argentinos del 30 hacía mucho que ya no eran las milicias montoneras del siglo XIX, ahora eran profesionales, generales adulados por las “clases superiores”: fueron fácilmente concientizados por el ministro de guerra de Alvear, general Agustín P. Justo, de que ellos no podían ser el sostén de un gobierno demagógico, corrupto, dirigido por un déspota senil y bárbaro para beneficio de la chusma. Que pasaran a ser el respaldo armado de gobiernos torturadores, fraudulentos y amigos de capitalistas extranjeros, no les pareció mal: las “clases superiores” fueron para ellos mejores amigos que el “populacho ignorante”. Esa es también la explicación de por qué iban a fracasar, unas tras otras, las intentonas de Pomar, los hermanos Bosch y Atilio Cattaneo.
4°- A las petroleras norteamericanas no les parecía nada bien que YPF y su director el general Mosconi, fueran tan amarretes con las riquezas del subsuelo argentino, siendo que había para todos. Por eso, una de las primeras medidas del gobierno de Uriburu, fue echar a patadas al general Mosconi y recomendarle que se fuera de inmediato a vivir al extranjero. El pobre Mosconi se murió de la amargura antes de que pasaran dos años. Algo que también pasó de inmediato es que la Standard Oil comenzó a extraer el petróleo de Salta, con gran alegría de la provincia y de Robustiano Patrón Costa, socio local del emprendimiento. Si el lector quiere saber más sobre este personaje que, rodando rodando, estuvo a punto de llegar a presidente fraudulento de la república con el apoyo del empresariado y las “clases superiores”, consulte en Wikipedia, porque yo no tengo ganas de escribir sobre él.
Pero vayamos al relato del final del viejo. El 20 de febrero de 1932 asumía, gracias a la proscripción y el fraude, la presidencia de la nación el general Agustín P. Justo. Al día siguiente se decretaba el indulto del ex presidente Yrigoyen. Este rechazó el indulto y exigió que se le continúe el debido proceso. Para lo cual, él mismo asumió su defensa: su alegato es la prueba palpable de que ni estaba senil ni había olvidado ningún detalle de sus actos de gobierno. De todos modos, entre gallos y medianoche lo embarcaron, le hicieron dar una vuelta de un día y medio por el río, esperando que se disolviera una multitud que lo estaba esperando en el puerto de Buenos Aires. La multitud no se disolvió nada y lo vivó hasta depositarlo en su casa particular. Hubo que disolverla con la policía. Las multitudes iban a acompañarlo hasta el mismísimo día de su muerte.
Otro asunto a narrar es la visita que le hizo en su casa el siempre querido Marcelo, que ahora veía que el viejo seguía lúcido y no estaba decrépito. También veía Marcelo que ahora le convenía volver a ser yrigoyenista, ya que el viejo seguía siendo popular. Don Hipólito no le hizo el más mínimo reproche, ni mostró ninguna intención de volver a presidir el radicalismo y, por el contrario, tenía decidido ungirlo su sucesor. Para Yrigoyen, viejo él y acorralado por un cáncer de garganta, el único capaz de mantener unidos, tanto a yrigoyenistas como a antipersonalistas, era Alvear y así se lo hizo saber a cuanto radical lo visitara: “Acerquensé a Marcelo, rodéenlo de gente bien radical, él desde Francia ignora lo que está pasando”. Para Marcelo era, por fin, su hora. Y así quedaron los dos, el viejo convertido en faro moral y Marcelo en jefe de la UCR, para lo cual fijó domicilio en el hotel City. Dejemos ahora morir a don Hipólito rodeado por el cariño de su pueblo y a Marcelo estrenando su flamante poder, que no le iba a servir para nada: ya se verá. –