Los argentinos tenemos con el dólar una relación singular: por una parte, al tener una moneda propia poco útil como reserva de valor, el dólar es para muchos “la” reserva de valor. Tal vez por eso solemos seguirlo más que a nuestro equipo de fútbol; y cuando el mercado cambiario se agita, como ocurre tan frecuentemente, los comentarios económicos casi no hablan de otra cosa.
Pero la cuestión profunda, fundamental para cualquier economía, de cuál debe ser la política cambiaria en el mediano o largo plazo, está casi ausente en la discusión económica pública, lo que resulta sorprendente, porque el país arrastra, por lo menos desde mediados de la década de 1970, un problema estructural con el mercado de cambios que los economistas llamamos restricción externa, que consiste en una recurrente escasez de divisas, que obliga a restringir fuertemente el acceso a las mismas, o bien a una devaluación que suele producir efectos devastadores.
Nuestro propósito exclusivo, aquí, será tratar este problema con bastante profundidad, pero con la mayor claridad posible.
Ocurre que el tipo de cambio no es un precio más de la economía: determina, o condiciona, el costo de todo lo que se importa, y el valor de todo lo que exporta
Argentina es eficiente, muy eficiente, para producir comodities agropecuarios, pero esa producción no alcanza para que vivan bien cuarenta y cinco millones de habitantes: quedaría afuera casi la mitad de la población, sin posibilidad de llevar adelante una vida digna; o bien, si se distribuyeran las rentas agropecuarias y mineras de manera muy equitativa –cosa harto difícil, políticamente hablando-, seríamos todos bastante pobres. Por eso el país necesita producción industrial, en la que es en general menos eficiente.
En razón de esto, Aldo Ferrer, en su famoso libro “Vivir con lo nuestro”, recomendaba mantener un tipo de cambio alto para estimular la producción industrial y lograr, así, un elevado nivel de empleo. Lo mismo hace Martín Guzmán, el actual Ministro de Economía, en un “paper” escrito junto con José Antonio Ocampo y Joseph Stiglitz, en septiembre de 2017 (1). Excelente recomendación, que bien podría llevarse adelante como una política de estado, comunicada con claridad para facilitar que, conocidas esas reglas de juego, la inversión privada se canalice hacia la exportación y la sustitución de importaciones, incrementando el empleo nacional y terminando de una vez por todas con la recurrente escasez de divisas que azota cíclicamente a nuestra economía, provocando “cepos” o devaluaciones fuertemente traumáticas. Veamos por qué los gobiernos no aplican esas razonables políticas, o bien las abandonan después de comenzadas.
La tentación
Ocurre que el tipo de cambio bajo es una poderosa tentación: con él los alimentos se abaratan, porque su precio interno tiende a igualar al de exportación, y obviamente este precio es más bajo con un dólar depreciado; se reduce el costo de los autos y la electrónica, nos resulta barato viajar al exterior, y comprar bienes importados. Además, si el dólar no aumenta o aumenta poco, suele servir como ancla antiinflacionaria, porque los costos de los alimentos y de muchos productos con insumos importados bajan en términos relativos.
Las políticas de Martínez de Hoz y de Cavallo arrasaron con la industria argentina manteniendo un tipo de cambio bajo, y abriendo las importaciones al mismo tiempo. ¿Por qué? Porque la industria, al ser menos eficiente que la de los grandes exportadores internacionales, no puede competir cuando el dólar está barato, y menos aún si hay apertura económica. Cuando eso pasa se exporta casi exclusivamente producción primaria, nos invaden las importaciones, las industrias cierran, el empleo cae, los sueldos bajan, se genera una fuerte recesión. Además, para mantener el tipo de cambio bajo es en general indispensable recurrir al endeudamiento externo, porque la balanza comercial se vuelve deficitaria, y mucho más el resultado del intercambio financiero con el exterior, que siempre lo fue, debido a los servicios de la deuda externa y al pago de dividendos y regalías de las empresas extranjeras. Estas políticas, por ende, van incubando una crisis, que estallará cuando nos dejen de prestar dinero, desencadenando una fuerte devaluación que produce el empobrecimiento de trabajadores y de muchos empresarios, y dejando una deuda externa impagable. Pero eso sí: durante los primeros años, por los efectos descriptos en el párrafo anterior, nos pareció que todo andaba fantástico.
Probablemente el mayor error de política económica del gobierno de Néstor y Cristina fue, justamente, el tipo de cambio bajo de sus últimos años: el estancamiento económico del lapso 2012-2015 coincidió con el dólar más barato de los doce años de ese gobierno popular; para el 10 de diciembre de 2015 el dólar valía, en términos reales, poco más que cuando colapsó la convertibilidad, en diciembre de 2001. Un valor bajísimo.
El tipo de cambio bajo, entonces, es un viaje de ida: cuando se entra en ese esquema, es muy difícil encontrar las condiciones políticas para salir de él. Porque al devaluar se encarecen los alimentos, los productos electrónicos y los autos, entre otros bienes y servicios; se acelera la inflación, y las deudas en dólares se vuelven, a veces, prácticamente impagables. Los salarios en dólares se achican, y en el corto plazo, a menos que la devaluación se compense con fuertes medidas redistributivas -de escasa viabilidad política en medio de la crisis-, la gente empeora súbitamente su estándar de vida.
Por eso el tipo de cambio requiere de un manejo cuidadoso, atento a las consecuencias que produce en el mediano y largo plazo; es necesario dejar de lado la tentación de bajarlo para generar un bienestar transitorio que a la postre se habrá de pagar muy caro.
Por supuesto, se dice que el tipo de cambio no es la única variable que hace a la competitividad externa de un país, lo cual es obviamente cierto: la estabilidad y previsibilidad del sistema económico, el acceso al crédito a tasas razonables, la estructura tributaria, la eficiencia de la red de caminos y puertos por su calidad y costo, el apoyo que el Estado brinda a la exportación, y muchos etcétera, hacen a la competitividad.
Pero menospreciar la incidencia del tipo de cambio en la economía es un grave error: no se puede negar la importancia del precio dentro del sistema capitalista. •
(Continuará en el próximo número).
(1) “Real exchange rate policies for economic development”, Working Paper 23868, Guzmán, Ocampo, Stiglitz. http://www.nber.org/papers/w23868