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LA ECONOMÍA Y EL FMI

En el número de febrero pasado, evaluábamos el acuerdo con el FMI en relación con la sostenibilidad de la deuda total argentina en el mediano y largo plazo. En aquél momento ese convenio aún no se había firmado, pero trabajamos en base a datos que había hecho trascender el gobierno, y que el acuerdo aprobado el 25/3/2022 ratificó completamente. De modo que las conclusiones a que arribamos entonces pueden considerarse confirmadas.

Ahora analizaremos el impacto de ese arreglo con el Fondo en la coyuntura económica actual, y los efectos inmediatos sobre nuestra economía de ésta y otras realidades.

Ante todo, es necesario decir que este acuerdo sorprendió por su relativamente baja exigencia, para desazón del Financial Times y otros medios del establishment financiero mundial, y de la derecha vernácula. Siendo el FMI un instrumento del poder internacional para incidir en las políticas de los países periféricos en beneficio de los centrales, coincidimos con el Gobierno Nacional en que esta vez se logró un arreglo mucho más conveniente de lo habitual, y estimamos que el mismo es perfectamente compatible con la continuidad de la recuperación económica que Argentina viene cursando. Por supuesto, sería mucho mejor no sufrir el aliento en la nuca de las revisiones trimestrales del Fondo, que generan temores, cuando no zozobras, respecto de si se alcanzaron las metas y el desembolso trimestral se producirá, o entraremos en default. Pero bueno, esa es la situación heredada, y el país decidió acordar con el Fondo, porque ninguna voz de los mayores partidos políticos se alzó fuerte en 2019 pidiendo romper con el FMI.

Las exigencias respecto del déficit fiscal, de la emisión monetaria para financiar al Tesoro, del nivel de base monetaria y de acumulación de reservas nos parecen de naturaleza tal que, con o sin el FMI, el país debiera plantearse metas similares para estabilizar y ordenar su economía. Asimismo, el compromiso de reducir los subsidios al gas y la electricidad opera sobre un mal sistema de subsidios, que abarata la energía para ricos y pobres por igual, y fomenta el derroche y el consumo irracional, más propios de los sectores acomodados que de las clases medias y bajas, relativamente austeras por costumbre y por necesidad; de modo que eso era imperioso revisarlo. Por otra parte, la exigencia de evitar un mayor atraso del tipo de cambio oficial es también necesaria para equilibrar la balanza de pagos: si la demanda excede a la oferta de divisas, como nos pasa casi siempre, el modo inmediato, sencillo y automático para equilibrar oferta y demanda es el aumento del precio de las divisas. No estamos proponiendo una devaluación, pero creemos que sostener la política de atraso cambiario que se viene practicando desde principios de 2021 hasta hoy es un gran error, y llevó, y lleva, a que el Banco Central tenga grandes dificultades para alcanzar un nivel de reservas que nos dé una mínima tranquilidad, y neutralice las expectativas de un salto cambiario.

Los gobiernos progresistas suelen caer en la tentación de atrasar tarifas y tipo de cambio para morigerar la inflación, pero eso (que además, ahora no está resultando), va acumulando desequilibrios que en algún momento nos conducirán, o bien a aumentar fuerte el dólar y las tarifas generando inestabilidad y acelerando la inflación que se quiso controlar, o bien a un estancamiento económico como el que tuvimos entre 2012 y 2015, por falta de divisas, y por tener un déficit fiscal creciente y peligroso. Eso siempre termina en un salto devaluatorio y tarifario, con graves consecuencias para el bienestar general. El progresismo debe abandonar su enamoramiento con este tipo de políticas, y combatir la inflación con métodos genuinos, no con mecanismos que, en el mejor de los casos, sólo la postergan.

Dicho esto, desde la difusión del acuerdo a fines de enero, hasta hoy, cambiaron varias cosas, y mucho; veamos cuáles de estos cambios presentan los riesgos más importantes para la recuperación económica en curso.

En primer lugar, la pelea pública al interior de la coalición gobernante, porque una parte de ella rechazó de plano el acuerdo con el Fondo, generando una fuerte inestabilidad política, que impacta en la economía; al momento de escribir estas líneas, esa pelea escala al punto de prácticamente exigir la renuncia de tres ministros, dos de ellos principales protagonistas de la política económica. Eso afecta profundamente las expectativas, y es incompatible con una mínima planificación para la inversión privada, porque no se sabe cuál será el rumbo económico desde hoy hasta diciembre de 2023. Este factor genera una fuerte incertidumbre, y ante ella no debe sorprendernos que algunos empresarios, frente al aumento de demanda producido en los últimos meses, en lugar de invertir para aumentar la producción prefieran aumentar los precios y esperar a que el panorama se aclare (otros, en cambio, tienen tan acendrado un comportamiento especulativo, que siempre, con incertidumbre o sin ella, aumentan los precios en lugar de incrementar la producción, cosa que la fuerte estructura oligopólica de nuestra oferta hace posible…).

En segundo lugar, a partir de febrero hubo una fuerte aceleración de la inflación, que en parte se debe al aumento internacional de los alimentos, pero que tiene también un fuerte componente especulativo. Estos aumentos hacen que la reactivación de la demanda que se venía observando se desacelere, porque los ingresos de trabajadores y jubilados tardan en recomponerse. De manera que esa aceleración inflacionaria podría perjudicar la recuperación económica al contraer la demanda: si con mi sueldo tengo que pagar precios más altos, no puedo consumir mayor cantidad de bienes.

El tercer factor que impacta fuerte en nuestra coyuntura económica, que no existía hace tres meses, refiere a los efectos de la guerra en Ucrania, debido a que redujo las grandes exportaciones de granos de ese país y, sobre todo, la mucho más importante exportación de cereales e hidrocarburos de Rusia, a raíz de las sanciones económicas que se le aplican; esto bajó la oferta mundial de alimentos, gas y petróleo, y consecuentemente los encareció a niveles récord. Estos aumentos inciden con efectos opuestos en nuestra economía: por una parte, como somos importadores netos de gas y petróleo, nos encarece esas importaciones, y nos obliga a incrementar los subsidios a la energía; pero por otra parte nos beneficia porque, siendo fuertes exportadores de alimentos, aumenta sustancialmente esos ingresos para el país.

El efecto neto de ambos impactos puede resumirse así: de acuerdo con estudios confiables, desde el punto de vista del balance de pagos, es decir, del mayor costo en divisas por importación de hidrocarburos, versus el beneficio por el aumento de valor de la exportación alimentaria, el resultado sería prácticamente neutro. Pero, desde el punto de vista fiscal, la cosa se complica: porque el mayor costo de los hidrocarburos, a través de los subsidios, lo debe soportar principalmente el Estado, mientras que la mayor ganancia por los altos precios de los commodities agropecuarios es apropiada por privados.

Un razonamiento elemental nos llevaría a concluir que debiera aplicarse una suba de retenciones para moderar el aumento de los alimentos y compensar ese desbalance fiscal (y, además, para ayudar con parte de esa mayor recaudación a los sectores más vulnerables para que puedan afrontar los aumentos de la comida que el incremento de retenciones no llegue a neutralizar). Pero ese razonamiento elemental choca con la voracidad de la Mesa de Enlace y otros sectores que debieran hacer el aporte con sus extraordinarias ganancias y que, tractorazo mediante, nos advierten que eso traería una fuerte pelea. Pelea que, por otra parte, también afecta las expectativas y perjudica la economía, y acicatea la inflación.

En suma, la actual coyuntura, a pesar de los compromisos asumidos con el FMI y de las convulsiones en el mercado internacional, permitiría que Argentina continúe en su senda de recuperación económica, porque el acuerdo con el Fondo es bastante blando, y porque los aumentos de la energía y de los alimentos no representan un costo neto para el país. Pero compensar el desbalance fiscal producido por estos aumentos requiere una buena dosis de coraje político, el que también es necesario para evitar que los incrementos especulativos de los precios internos esterilicen la recuperación económica en curso. De manera que dicha recuperación podría verse afectada si el gobierno no encuentra el modo de resolver los tres problemas someramente enunciados aquí: la pelea interna, el perjuicio fiscal por el costo de la energía, y la aceleración inflacionaria.-

(*) Licenciado en Economía- UBA

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