Como había sucedido antes, con Roca y con Yrigoyen, e iba a suceder después con Perón, la década del 30 fue marcada, no por los historiadores, sino en los hechos concretos, por las artimañas políticas y las realizaciones económicas del general y presidente Agustín P. Justo.
Comenzó a trabajar en ello ni bien fue nombrado por el presidente Alvear como ministro de guerra. Desde su ministerio comenzó a tejer una logia secreta de oficiales del ejército. Su objetivo era terminar con el Yrigoyenismo. La crisis del 30 favoreció sus planes y él fue, con Uriburu, el jefe del golpe exitoso. Dejó que Uriburu fuera el presidente y se desgastara enfrentando la crisis y asumiendo el papel de dictador fascista. Sus planes eran otros.
Antes de caer, Uriburu le pasó la posta y le recomendó que siguiera sus planes. Justo le dijo que sí y que se fuera a morir tranquilo a París. El hizo algo muy distinto: inauguró una democracia ficticia en base al fraude electoral. Se hizo elegir presidente por seis años e intervino todos los gobiernos provinciales. Pasó entonces a enfrentar sus verdaderos desafíos. Primero fueron los intentos militares yrigoyenistas: Pomar dos veces, los hermanos Bosch, los Kennedy y, en 1934, el tnte. cnel. Atilio Cattaneo. Todos fracasos, porque Justo tenía bien controlado el ejército y, además, había infiltrado el movimiento de Cattaneo. El resultado para Justo fue óptimo: le permitió prolongar el estado de sitio, encarcelar radicales (incluido Marcelo) en todo el país y prohibir todo pronunciamiento obrero, por varios años. Además ilegalizó los sindicatos.
Se dedicó entonces a su más importante realización: la creación de un industrialismo argentino. Fue un buen administrador del Estado y contó con la planificación y dirección de la economía por Federico Pinedo. Este hombre fue un personaje, el Cavallo de la época: comenzó en el partido socialista y ahora era justista. Hacía gala de su cínica franqueza: “Somos pequeños satélites en la órbita de las grandes naciones mundiales” (dicho en el Senado de la Nación). Otra de sus sinceridades: “Mas bien que elecciones fraudulentas corresponde decir que en esa época no hubo elecciones, porque nadie pretendió hacer creer que había actos eleccionarios normales. Lo importante fue que ideó un plan Keynes a la criolla. El Estado se puso a estimular la economía mediante las obras públicas. Controlados los radicales y los obreros, le dio un marco de protección y seguridades a los capitalistas y los indujo a invertir en empresas industriales de sustitución de importaciones. Mediante el pacto Roca-Runciman favoreció a los capitalistas ingleses y hasta les dejó hacer trampas (ver en nota paralela). En definitiva, capitales europeos se asociaron con capitales argentinos provenientes del campo y se pusieron a fabricar alimentos, bebidas y telas. Con los servicios eléctricos y los transportes, también se favoreció a los mismos intereses. Que no se haga ilusiones el lector: no se trataba del desarrollo de una industria pesada, de fabricar máquinas que sirvieran para fabricar máquinas del tipo camión, tractor o locomotoras.
Como sea, un cinturón de industrias se formó en torno a Buenos Aires y Rosario. Para 1935, esas industrias comenzaron a tomar trabajadores. El problema de la desocupación hubiera desaparecido, si un verdadero aluvión de campesinos miserables hubiese aguantado sus miserias cada uno en su provincia. La industrialización trajo la migración interna de lo que pronto se llamó “el aluvión zoológico”. Así empezaron a existir los “cabecitas negras” y las primeras villas miseria; la más poblada fue la hoy famosa Villa 31, que comenzó llamándose “el barrio de las latas”.
Los trabajadores que habían inmigrado de Europa habían venido ya con sus ideologías (anarquismo o socialismo) y con algún oficio. Pronto habían formado sus cooperativas, sindicatos, casas partidarias, prensa, sus agitadores y violentos, se habían fogueado en las grandes huelgas y enterrado a sus muchos muertos. Los nuevos inmigrantes eran analfabetos, expertos en tareas rurales no industriales, fervientes católicos de un catolicismo pueblerino mezclado con creencias populares espontaneas: Gaucho Gil, Santa Librada, San Son, Difunta Correa, etc. Los gremios los rechazaron: ellos estaban tratando de achicar la desocupación negociando bajas de salarios y otras pérdidas, y ahora venían estos a complicarles la cuestión. Los recién llegados no se volvieron a sus provincias, se quedaron en las principales ciudades del país a agarrar lo que pudieran: trabajos en negro por cinco guitas, servicios domésticos, prostitución, apiñando sus familias en un rancho de latón al lado de otro: eso eran las villas. Estaban solos y esperando. Así los retrató Raúl Scalabrini Ortiz. Su libro, “El hombre que está Solo y Espera” se vendió como pan caliente. Señal de que sus lectores sabían muy bien lo que estaba pasando.
Pero ¿qué le estaba pasando al radicalismo? En las décadas del 10 y del 20, Yrigoyen había sido elegido mayoritariamente por los trabajadores para defender sus intereses. Marcelo T. fue nombrado su sucesor por Yrigoyen, con la sacrosanta misión de mantener unido el partido y llevarlo a la victoria una vez que volvieran los tiempos de la república verdadera. Tenía por delante un gran desafío: 1) mantener con los pies en un mismo plato a “personalistas” y “antipersonalistas”. 2) Conseguir elecciones libres que, con seguridad, devolvería el gobierno al partido radical. Pero él no era Yrigoyen.
Veamos: en 1) Hizo todo lo que pudo: maniobrando para que Justo, que había sido su ministro, no le robara demasiados “antipersonalistas”, maniobrando para que los yrigoyenistas disconformes aceptaran su conducción, maniobrando para que los militares radicales, siempre derrotados, no arrastraran en la debacle a la mayoría de los dirigentes o militantes del partido, maniobrando para que el presidente Justo no lo tuviera preso en Martín García, o exiliado en París, por tiempo indeterminado.
En cuanto a conseguir elecciones limpias, tuvo toda la mala suerte que no tuvo durante su primera presidencia de presidente suertudo. Nunca pudo, usara la táctica que usara, impedir el fraude sistemático. Cuando en 1937, con fraude y todo, presentó su propia persona como candidato, enfrentando a otro de sus ex ministros (Roberto Ortiz), perdió contundentemente. Aun así, siguió luchando por las elecciones limpias, mientras las nuevas generaciones radicales (FORJA, Lebenshon, Frondizi, Balbín, etc.) cuestionaban abiertamente su conducción, pero sin fracturar el partido. Y así hasta 1942 en que se murieron, en unos pocos meses, Alvear, Ortiz y Justo. Se morían también el fraude “patriótico”, la década infame, y el liderazgo radical de las clases populares. Como premio consuelo, Marcelo T. había culminado con éxito su deseo de siempre: convertir al partido radical en un partido republicano de clase media decente. Los trabajadores, socialistas o comunistas, agremiados o no agremiados, y los “cabecitas negras”, no lo lloraron, ellos estaban solos y esperando. Para decirlo en palabras de Manuel Goldstraj, que fuera su secretario: “Entre Alvear y el pueblo siempre faltó un eslabón para que la comunidad pudiese ser perfecta, y toda la trama se resentía de esa ausencia”.-