Cualquier argentino que tenga hoy menos de cincuenta años, difícilmente tenga una idea clara del fenómeno al que me voy a referir. La década del 60 del siglo pasado asistió a un florecimiento del campo cultural global. En literatura narrativa o poética, en cine, en artes plásticas y en el pensamiento político, aún en antropología cultural, se le presentaban a la gente, en todo occidente, nuevos exponentes que cambiaron el pensamiento general y precipitaron, sobre el final de la década y principios de los setenta, acontecimientos políticos revolucionarios que parecía que iban a cambiar el mundo. Veamos en concreto de lo que estoy hablando.
Fueron los tiempos en que explotó lo que se conoció como el “boom latinoamericano”, una generación de escritores jóvenes, todos diferentes y al mismo tiempo coincidentes en el pensamiento crítico más o menos de izquierda. Julio Cortázar, García Márquez, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, (que aún ni sospechaba que se iba a convertir en un intelectual neoliberal que apoyara gobiernos reaccionarios en la región) Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Guimaraes Rosa, José Donoso y varios más, eran la punta de una montaña literaria que, además, sacó a la luz a viejos escritores de una generación anterior como Rómulo Gallegos y Miguel Angel Asturias. Los jóvenes, que entonces rondábamos los veinte años, los teníamos a todos, en todas las librerías, y además los leíamos. Eramos una generación que leía y nos comentábamos lo que leíamos, e íbamos corriendo a leer más.
En poesía, brillaban en el mismo escaparate Pablo Neruda, Cesar Vallejos, Vicente Uidobro, Edgar Bailly, Nicanor Parra, mezclados con el ruso Maiakovsy y vaya a saber cuántos más. Yo no era un erudito en poesía, como sí lo era en narrativa y ensayos políticos. Teníamos a nuestra disposición la “Historia Social de la Literatura y el Arte” de Arnold Hauser que significaban tres tomos de 500 páginas cada uno y que nos conectaba con la pintura, la escultura y la literatura mundiales en sus respectivos contextos socio políticos y económicos. Allí me enteré yo que Marx, Freud y Nietzsche eran considerados los tres genios tutelares del siglo XX. Y allí íbamos, los más voluntariosos, a estudiar a los tres. Eran los tiempos del freudomarxismo.
Eran los tiempos de los cineclubes y sus consiguientes debates. De cines comerciales que nos pasaban películas de Bergman, Fellini, Visconti, Carlos Saura, Mario Monicelli, Glauber Rocha, “El Ciudadano” de Orson Wells, “La Jauría Humana” o “Bonnie and Clayde” de Arthur Penn. La época del cine inglés donde descubrimos a Tom Courtney y Julie Christie, vimos “Dr. Zhivago” y “La hija de Ryan”, etcétera, etcétera, es decir el japonés Kurosawa, el polaco Vagda, el cine ruso que comenzaba a sacarse el chaleco de plomo del stalinismo, “El chacal de Nahueltoro” chileno y todo el cine francés de la nueva ola. Allí nos enteramos, por boca de Godard, de que nuestra generación era hija de Carlos Marx y la Coca Cola. Ganó la Coca Cola.
Sé muy bien que estoy abrumando de tantos nombres al lector menor de cincuenta años, pero eso mismo es una muestra de lo que quiero decir cuando escribo que aquel es hoy “el pensamiento desaparecido”.
Acortando mucho, sigamos con la literatura política: “Los Condenados de la Tierra” de Franz Fanon, prologado por Sartre, que se había deslizado desde su existencialismo inicial a la militancia política más o menos maoísta. Se podía leer a Marcuse: “Razón y Revolución”, “Eros y Civilización” y “El Hombre Unidimensional”. A Louis Althusser se le leía “Para Leer el Capital”, por supuesto que los más aplicados leímos el 1° tomo de “El Capital” y el “Anti Dühring” de Engels. Se leía “La Revolución Inconclusa” de Isaac Deutcher y “La Hora de los Pueblos” de Perón. Se leía a Hernández Arregui y Puigross, a Abelardo Ramos y a Pablo Freire. Etcétera.
Semejante explosión cultural no nació de un repollo, los tiempos políticos del momento no acompañaban, sino que empujaban, semejante producción. Eran los tiempos de la revolución cubana, de la primavera de Praga, de la guerra de Vietnam, del mayo francés, de la guerrilla urbana europea: brigadas rojas, “septiembre negro” alemán, IRA irlandés, Euskadi vasco. Y de pronto, en pocos años, todo eso comenzó a desaparecer.
Aquí, en la Argentina el acontecimiento “desaparición” fue particularmente abrupto: el “Proceso” prohibió y persiguió todo aquello y más, hasta prohibió “El Principito”. El que tenía en su biblioteca algunos de aquellos libros, los escondió en la casa de algún pariente libre de toda sospecha. Desaparecidos los cineclubes y los debates de cualquier tipo; exiliados o desaparecidos pintores, cineastas o escritores. Si se debatía, se lo hacía en voz baja y con gente elegida, se callaba mucho. Si uno había adquirido el vicio de convertirse en un intelectual, lo que en ese momento se conocía como un “psicobolche”, comenzaba a profundizar en el estudio de los filósofos griegos o, como en mi caso, de la cultura guaraní, o participaba en grupos de estudio de Lacan, que era tan complicado que se salvó de la censura, como no se salvaron los psiquiatras de “Cuestionamos” o la psicología social. Estaba mal visto estudiar sociología o antropología cultural. Marx ni pensarlo, Max Weber era recomendado. Se estudiaba mucho a Weber, ya que se podía. Inmediatamente antes de que nos cayeran los militares encima fue muy popular una novela de Ray Bradbury que fue también una película: “Farenheit 451”. Trataba de una policía que perseguí bibliotecas y bibliófilos: quemaba todos los libros y encarcelaba a los dueños de los libros. Farenheit fue una profecía que se iba a cumplir a la vuelta del almanaque.
Pero un día, ocho años después de que comenzara, la pesadilla perseguidora terminó, el proceso militar se suicidó con la guerra de Malvinas. ¿Se terminó realmente? ¿Todo aquello que había sido perseguido y desaparecido durante la pesadilla volvió a la luz? En poco tiempo comenzamos a darnos cuenta que la vuelta a la democracia no iba a ser un renacimiento cultural. Y comenzó a resonar por ahí una nueva palabrita, un nuevo concepto que hasta hoy uno no sabe muy bien lo que quiere decir: “postmodernidad”. El inventor de la palabrita fue un sociólogo norteamericano llamado Daniel Bell, que en su libro “El Capitalismo postindustrial”, nos anotició de que el capitalismo había iniciado una nueva era. La ética protestante ya no era su ética, como lo había sido en los tiempos de Weber, ahora estimulaba el hedonismo, el individualismo a ultranza, la “meritocracia” ya no era protestante, se había vuelto voraz, cínica, evadía impuestos en paraísos fiscales, invertía preferentemente en finanzas. Para decirlo con palabras de Marx el desaparecido: “¿Qué quiere el Capital? ¡más capital!”. Pronto los intelectuales se dieron cuenta que estábamos en una nueva era como lo mostraba Bell. Cornelius Castoriadis escribió entonces “El avance de la insignificancia”, Lipovetsky “La era del Vacío”, Bauman “La modernidad líquida”. La pesadilla ya no era Farenheit.
Sucedió algo mucho más trascendente y grave: la gente se olvidó no sólo de la cultura y el pensamiento crítico de los sesenta, desapareciendo efectivamente todo lo arriba reseñado, sino que se olvidó de leer, de ver buen cine, de pensar sociológicamente. La política pasó a ser “pragmática”, sin ideología o pensamiento que la sustente; una especie de cambalache en que la biblia yace junto al calefón y da lo mismo ser de izquierda o de derecha, radical, peronista, pro, “libertario” o ecologista. Lo que no da lo mismo es caerse del juego: cada vez parece más que lo que quieren los políticos es más política. Sé muy bien que estoy exagerando, pero también sé que estoy advirtiendo: podemos llegar a eso.
Pero lo peor de todo, en lo que atañe al pensamiento desaparecido, no es que ha sido desaparecido solamente, sino que ha sido sustituido por un nuevo pensamiento y no por el vacío. No es exacto decir que “la caída de los grandes discursos” (Marx- Freud- Nietzsche) ha sido sustituido por el vacío del goce hedonista, lo que estamos viendo es que, frente al hedonismo reinante, o sea, el libertinaje sexual, la droga y el culto del cuerpo, se ha plantado un nuevo pensamiento conocido como “La New Age”. Una mezcla cambalache de platos voladores, niños Indigo, Ganímedes, telequinesia, constelaciones familiares que nos conectan con los traumas de nuestros antepasados egipcios, terapias chamánicas, tarot y cuanto disparate nuevo gane las redes, está ganado la cabeza de cada vez más gente, sin ninguna necesidad de demostraciones científicas o análisis rigurosos, ni de contrastación con otras teorías. Les basta con proclamarse científicas, teosóficas o metafísicas. Es la era de la estupidez sociomental.
Y ahora termino con una pregunta directa a los redactores y lectores de “Liberación”: ¿qué proceso de liberación puede llevarse a cabo sobre tanto pensamiento desaparecido, sobre tanto pensamiento tilingo que lo ha sustituido y avanza con fuerza? ¿Los militantes del presente y el futuro inmediato tendrán la New Age en la cabeza? ¿Se dan cuenta del trabajo que tenemos por delante? ¿No será mejor esperar a que vengan los niños Indigos en sus platos voladores a salvar lo que quede de la humanidad después de que una inundación planetaria, que amenaza con llegar todos los octubres de cada año, limpie el planeta?.-