El FMI es una institución creada al terminar la Segunda Guerra Mundial, cuando el triunfo de los aliados erigió a Estados Unidos como potencia hegemónica indiscutida. Promueve siempre las políticas que interesan a ese país y, como explica Joseph Stiglitz en su libro “El malestar en la globalización”, desde él lo maneja el Departamento del Tesoro, el cual, a su vez, responde básicamente a los intereses de Wall Street. Desde su creación en 1944 impulsó una división internacional del trabajo que asigna a EEUU y Europa, y a muy pocos países más, la producción industrial, científica y tecnológica, y al resto la provisión de materias primas. Argentina, por tanto, no puede esperar de ese organismo ayuda para alcanzar su propio desarrollo; mejor haría en dejarlo de lado, y procurarse apoyo financiero y político a través de instituciones como los BRICS, la CELAC, la UNASUR o el propio MERCOSUR, y sus respectivos órganos financieros.
El FMI fue creado en julio de 1944 durante la conferencia de acuerdos de Bretton Woods a fin de garantizar la estabilidad del Sistema Monetario Internacional después de la Segunda Guerra Mundial. Comenzó a existir oficialmente el 27 de diciembre de 1945, cuando los primeros 29 países ratificaron el convenio correspondiente.
Pero nuestro país está comprometido con el FMI, desde hace poco más de 1 año, en un acuerdo de Facilidades Extendidas (EFF) a 10 años, pactado exclusivamente para pagar la deuda de unos 45.000 millones de dólares que el gobierno de Macri tomó y despilfarró casi al mismo tiempo, en el marco de un préstamo “Stand By” a 3 años que todos sabían que era impagable. La opción era el EFF o el default con el FMI, y nuestro gobierno optó por el acuerdo. Argentina comenzó a negociarlo tan pronto asumió el gobierno actual, y luego de arduas y prolongadas negociaciones se firmó en marzo de 2022, con exigencias bastante bajas respecto de las que suele imponer el Fondo, para decepción de la derecha vernácula y de los medios extranjeros que responden al capital financiero internacional. La excepción a esta regla es la exorbitante tasa de interés que pagamos, que obedece a políticas que el FMI viene aplicando desde hace mucho, y que los representantes argentinos no lograron reducir, aunque siguen intentándolo.
Ahora bien: ¿fue este arreglo conveniente? Nunca es bueno un acuerdo con el Fondo: somete a nuestra nación a revisiones trimestrales que generan tensión en los mercados y presionan al gobierno, y en caso de que no puedan cumplirse algunas de sus cláusulas el país puede verse sometido a nuevas exigencias, o requerirá un “waiver” (perdón) que sólo puede obtenerse con el aval de EEUU, vaya a saberse a cambio de qué concesiones. La dependencia es muy cara, en términos económicos, políticos y de soberanía.
Dicho esto, justo es reconocer que, luego de un análisis detallado del texto del EFF de marzo de 2022, surge que el mismo no es ni procíclico, ni recesivo, ni inflacionario, como dicen algunos. Procíclico significa que, en la fase expansiva del ciclo económico, la acelera, estimulando burbujas especulativas que luego, cuando no se puedan sostener, provocarán una caída tanto más violenta cuanto más alta haya sido la suba anterior; mientras que en la fase recesiva, la potencia, por ejemplo, contrayendo el gasto público. Ninguna de las cláusulas de este convenio produce necesariamente esos efectos.
Tampoco es recesivo: eventos como la sequía de este año, que reduce ingresos fiscales, no tienen por qué afrontarse bajando el gasto público, como se está haciendo: se puede cumplir con el déficit acordado incrementando la recaudación, por ejemplo, suprimiendo las numerosas exenciones impositivas para las empresas que denunció recientemente Cristina Kirchner, y que alcanzarían al 4% del PIB. El acuerdo contiene, además, cláusulas expansivas, como ser, la aceptación de un déficit fiscal primario del 2,5% del PIB en 2022, 1,9% en 2023, y 0,9% para 2024. Y admite que el Banco Central financie ese déficit con emisión monetaria hasta un 1% del PIB en 2022, y 0,6% en 2023. Lo único contractivo es la exagerada tasa de interés que cobra el Fondo sobre esta deuda, que excede el 6% anual, más que duplicando la tasa promedio que se paga a los bonistas privados por la deuda reestructurada en septiembre de 2020 (3,05%). Argentina no pudo lograr la reducción de aquella tasa, que la penaliza por exceder el nivel de endeudamiento que corresponde al país según su “cuota”. Se entiende por qué: con esos intereses se financia la burocracia del propio Fondo, que incluye altos salarios, hoteles 5 estrellas cuando viajan al exterior, etc.
El convenio tampoco es inflacionario: sólo exige actualizar el tipo de cambio a la par de la inflación, lo cual la acompaña pero no la sostiene ni la acelera, evitando además que un eventual atraso cambiario contraiga la economía al aumentar importaciones y reducir exportaciones, lo que sería recesivo, porque implica menor producción nacional. Y, si bien impone eliminar el despilfarro fiscal de los subsidios a la energía, haciendo que paguen lo que cuesta quienes puedan hacerlo, ello sólo hace que se aumente ahora lo que se evitó aumentar en su momento, produciendo un impacto en precios de única vez, pero no una inflación sostenida.
La lectura completa de este acuerdo demuestra, entonces, que no es ni recesivo, ni inflacionario, ni procíclico. Contra lo que suele imponer el FMI, no contempla tampoco reformas estructurales, reducción del gasto público ni de las jubilaciones: sólo contiene, a este respecto, un compromiso de promover la prolongación voluntaria de la vida activa (que se jubile más tarde quien lo desee), y revisar las jubilaciones especiales del Poder Judicial, pero sin especificar cuánto ni cómo. Y con relación al salario de los empleados públicos, establece que “sólo puede incrementarse a la par del crecimiento económico”, lo que habilita aumentarlo más que la inflación, si la economía crece.
Quienes sostienen que la crisis actual se debe al acuerdo con el Fondo desconocen que ella obedece a gruesos errores de política económica, que hemos expuesto reiteradamente en esta columna. Echarle la culpa a este convenio no se compadece con su real contenido, y proviene más bien de un prejuicio, porque es verdad que el FMI ha impuesto reiteradamente, a Argentina y a otros países, políticas profundamente perjudiciales para su economía y su población. Pero ese no es el caso del convenio que nos ocupa.
Por supuesto, ningún acuerdo con el FMI es bueno para el país: éste, como todos, es potencialmente peligroso, porque ante cualquier desvío podría imponer nuevas condiciones lesivas para nuestra economía y nuestro pueblo. Y porque los eventuales incumplimientos exigen negociaciones en las cuales talla demasiado fuerte el gobierno de EEUU, que bien sabemos que puede exigir a cambio de su buena voluntad concesiones en otros terrenos, que vulneren nuestra soberanía o nuestra política exterior. Evitar que eso suceda exige, primero, un manejo cuidadoso de nuestra economía, para poder cumplir lo pactado con crecimiento económico y mejora de la distribución del ingreso, lo que es posible, pero requiere un cambio sustancial de la actual política económica. Y en segundo lugar, demanda una negociación permanentemente firme, porque sabemos bien que del otro lado no existe la intención de cuidar a nuestro pueblo ni de promover el desarrollo del país. Esa negociación sólo puede llevarla adelante un gobierno que haga las cosas bien, y que cuente con un amplio respaldo de sus ciudadanos.
Con la reestructuración de la deuda, en 2020 con los bonistas privados, y en 2022 con el FMI, Argentina logró, en ambos casos, un período de gracia de unos 4 años sin pagar el capital adeudado, abonando sólo los intereses. Pero a partir de 2024/2025 comienza a devolverse el capital, y hacia 2027 la carga de la deuda resultará impagable, lo que obligará a reestructurarla otra vez, o a emitir nueva deuda en los mercados, si eso fuera posible. Se avecinan años muy difíciles en lo económico, y por eso es indispensable manejar nuestra economía con mucho mayor profesionalismo y sensatez, y obtener el apoyo popular necesario para negociar con firmeza, y para financiar los pagos que resulten insoslayables yendo a buscar el dinero adonde está. Porque la gente común no puede afrontar ese costo, pero sí pueden hacerlo los sectores privilegiados que además, en cierta medida, se beneficiaron con las políticas que nos trajeron a esta situación. Argentina debe replantear profundamente el manejo de su economía, desterrando las desastrosas recetas neoliberales, y abandonando la liviandad y la impericia que ha impedido que los gobiernos populares de las últimas décadas la encaminaran hacia un desarrollo sostenido.