OXFAM, prestigiosa organización humanitaria internacional fundada en 1942, publicó en enero un interesante informe sobre la desigualdad en el mundo, elaborado en base a datos del Banco Credit Suisse y la revista Forbes. El mismo muestra que hoy, el 1% más rico de la población mundial detenta el 45,6% de la riqueza total, lo que implica que al 99% restante le queda sólo algo más de la mitad. Pero todavía más preocupante que esta distribución profundamente desigual, es su tendencia a empeorar cada vez más: entre 2012 y 2021, ese 1% de millonarios se apropió del 54,4% de toda la riqueza creada en el período, y entre 2019 y 2021, del 63%. La concentración de la riqueza no sólo es muy alta, sino que, como explicaba teórica y estadísticamente hace 10 años Thomas Piketty en su libro “El capital en el siglo XXI”, es creciente, en un proceso que se auto acelera.
Pero la riqueza de las minorías privilegiadas tiene en su interior dos contenidos bien diferentes: bienes de consumo -casas, autos, yates, aviones privados, etc.-, y stock de capital, cuyo objetivo es producir bienes y servicios que se venden en el mercado; y una riqueza fuertemente creciente, razonablemente se corresponde con un crecimiento similar del capital, porque el consumo de los millonarios, por alto que sea, tiene un límite. Y ese stock de capital, con el aumento de la productividad que promueve el progreso tecnológico generará, naturalmente, un crecimiento aún mayor de la cantidad de bienes y servicios creada. Pero esa producción hay que vendérsela a alguien, y como los ingresos de las mayorías crecen menos, porque los salarios suben menos que las ganancias del capital, el sistema tiende a provocar crisis de sobreproducción, cuando lo producido no puede colocarse en el mercado por falta de demanda.
Una desigualdad mundial de ingresos y riquezas similar a ésta ya existió hace un siglo, a principios del XX, y desembocó en la terrible crisis económica de 1929, que duró más de una década y de la cual sólo se pudo salir con una fuerte intervención del Estado y redistribución del ingreso: en Estados Unidos, por ejemplo, la política del New Deal (Nuevo Acuerdo), implementada por Franklin Roosevelt, estableció, en 1935, la tasa marginal más alta del impuesto a las ganancias en el 75%; y ésta subió todavía más, al 91%, entre 1954 y 1963, lo que significaba que los tramos más altos de las ganancias muy elevadas eran prácticamente expropiados por el Estado. Es difícil creer que esto pueda haber sucedido en el país que hoy es paradigma de la desigualdad y de la baja de impuestos a los ricos, pero ocurrió y se mantuvo por décadas, generando una redistribución del ingreso que produjo una etapa de crecimiento y prosperidad que dio lugar al auge de la clase media norteamericana, particularmente a partir de la posguerra (1945).
Pero en la década de 1970 tomaron protagonismo las teorías económicas denominadas “ofertistas”, que sostenían que era necesario bajar los impuestos a los ricos -aunque ya no eran tan altos-, porque, como éstos invierten más, al tener más dinero generan mayor crecimiento económico, que luego derrama al conjunto de la sociedad. A partir de 1981 Estados Unidos comenzó a aplicar estas teorías consecuentemente, recortando impuestos y eliminando regulaciones, y al día de hoy, la tasa marginal máxima del impuesto a las ganancias llega sólo al 37% -aunque todavía es mayor que el 35% que impera en Argentina-. Por supuesto, el resultado de estas políticas no fue mayor crecimiento, sino menor, y el derrame, contrariando la ley de gravedad, fue hacia arriba, que es hacia donde suele ir el dinero.
Lo que se hizo en Estados Unidos fue imitado, en diversos grados, en buena parte del mundo, y hoy estamos, nuevamente, con una distribución de riqueza e ingresos similar a la de hace un siglo. Para colmo, la evolución tecnológica potencia este proceso, al combinar el fuerte aumento en el stock de capital con mucha mayor productividad. Los ingresos de las personas, en un país, o en el mundo, tienen dos fuentes posibles: la remuneración del trabajo –de obreros, técnicos, profesionales, cuentapropistas, empleados o gerentes-, o la renta del capital –ganancias de los dueños de empresas, rentas de los propietarios de inmuebles, o dividendos de los accionistas de sociedades anónimas-. Pero el progreso tecnológico consiste esencialmente en sustituir trabajo humano por capital: a través de la historia, las máquinas fueron realizando tareas cada vez más complejas, lo cual llega ahora a extremos antes insospechados con la inteligencia artificial. Lo que hace que cada vez sea menos necesario el trabajo humano, porque es permanentemente sustituido por el de máquinas y computadoras.
Visto de otro modo, en el precio de cada bien o servicio que consumimos hay cada vez menos horas de trabajo, y un mayor empleo de capital, de modo que, a menos que la producción aumente permanentemente para compensar la mayor productividad, el empleo resultará cada vez más escaso ante una población que crece, y tenderá a obtener una retribución menor, por exceso de oferta. Y la producción no puede aumentar para siempre (ni el planeta lo resistiría), y mucho menos en los países desarrollados, que hoy ya tienen un producto por habitante elevado, aunque su distribución sea, en algunos, muy insatisfactoria. Cabe preguntarse entonces: cuando casi todo sea producido por el capital, con escasísima mano de obra: ¿casi todos los ingresos serán para los capitalistas? ¿Qué quedará para las mayorías que no son propietarias de capital, o lo poseen en muy escasa medida?
Este tema lo desarrolla en profundidad Jeremy Rifkin, en su libro “El fin del trabajo” (1995).
Así las cosas, de no modificarse esta dinámica la situación descripta seguirá agravándose año a año: la pobreza que no cesa en los países periféricos, y la creciente insatisfacción de las mayorías en los desarrollados, sugieren que este sistema no es sostenible en el tiempo, y que probablemente hará eclosión tarde o temprano.
El problema podría tener fácil solución: reducir la jornada de trabajo, sin afectar el salario, a medida que aumenta la productividad, lo que implicaría también reducir la remuneración por cada unidad de capital. Pero esto no está sucediendo, y el capitalismo, por su lógica interna y por los mecanismos de poder que genera, no lo puede resolver: el capital es poderoso, y cuanto más crece, más poder político alcanza. Sólo una fuerte organización de las mayorías, que ejerza una presión social cada vez mayor, puede torcer esta tendencia, para generar un Estado democrático independiente del capital, que limite el poder de esa minoría opulenta y redistribuya el producto social de manera mucho más equitativa, a través de mayores impuestos al patrimonio, a la herencia, y a las ganancias de empresas y personas, para entregar más bienes públicos, como salud y educación, y mejorar la distribución del ingreso. Porque un mundo más equitativo y feliz es posible, pero la dinámica natural del capitalismo no nos conduce a él.
“Las personas necesitadas no son libres. La gente que tiene hambre y carece de trabajo es la materia de que están hechas las dictaduras” Franklin Roosevelt. –
(*) Licenciado en Economía- UBA
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