Los sucesos de Corpus Christi y la quema de la bandera fueron el colmo para los marinos. Hartos de Perón y el peronismo desde siempre, el 99 % de los marinos argentinos era antiperonista. Como muestra basta un botón: en casi todo el territorio argentino, ganaba siempre las elecciones con el 62% de los votos; en la base antártica, cuyo personal era marino, el peronismo sacaba siempre 0 voto.
Para ellos, la situación de principios de junio estaba madura para intentar un golpe y matar a Perón. La primera tarea era buscar un jefe, que tenía que ser preferentemente un general de ejército. Contactaron a Lonardi y Aramburu, que rechazaron la invitación por prematura y auguraron, ambos, un fracaso. Entonces eligieron como jefe al contralmirante Toranzo Calderón, jefe de la infantería de marina. Como veremos enseguida, eligieron mal.
El único general que adhirió, pero no en calidad de jefe, fue León Bengoa, comandante de varios regimientos con asiento en Paraná. Otro error, Paraná no era ni Campo de Mayo ni Palermo, dos centros militares mucho más poderosos y cerca de Buenos Aires, ambos controlados por generales adictos a Perón. Bengoa declaró que participaría en el golpe por motivos religiosos. Hasta entonces había sido un militar neutral, profesionalista. Como veremos pronto, ni un solo soldado a las órdenes de Bengoa se movió de Paraná.
Toranzo Calderón preparó el ataque. Esta vez, se bombardearía la Casa Rosada en horas de la mañana, horas en que el presidente atendía en su despacho rutinariamente y se reunía con su gabinete. Las bombas tenían que caerle sorpresivamente sobre la cabeza, a él y al gabinete. A alguien se le había ocurrido imitar el bombardeo japonés sobre Pearl Harbor. Si hubiesen tenido común, habrían pensado que matar a Perón podía ser mucho más sencillo: todas las mañanas, antes de las seis, conducía su automóvil desde el palacio Unzué hasta la casa de gobierno con un solo auto de custodia. Pero el asesinato quería ser espectacular y pretendía más que eso: nada menos que tomar el gobierno.
Después del bombardeo, las tropas de la infantería de marina, terminarían la faena tomando la casa Rosada. Si Perón se salvaba de las bombas, no se salvaría de los infantes. Pero el jefe no fijó fecha ni hora, sino a último momento. Tan a último momento que el general Bengoa se encontraba el 15 a la noche comiendo un asado en Buenos Aires. Mientras tanto, los pilotos navales se salían de la vaina por atacar y preparaban sus aparatos con dos bombas cada uno más ametralladoras de grueso calibre y una V con una cruz en su ángulo, símbolo que se traducía como “Cristo Vence”.
Pero no todos los pilotos estaban en el golpe, entre ellos había uno de apellido Fernández, apodado “siete tiros” porque había conquistado un título de campeón mundial de tiro, que era 100% peronista. Lo pusieron preso y custodiado en una habitación, pero antes de las diez de la mañana, pudo escapar y dar aviso de lo que se venía. Toranzo Calderón tenía planeado el inicio del ataque aéreo a las 10 y 30 de la mañana. Antes de las 10, el gobierno ya sabía que desde las bases de Morón y Punta Indio partirían las aeronaves golpistas. Toranzo Calderón se enteró de que el gobierno y el ejército ya estaban enterados y que los estarían esperando. Entonces decidió desarmar el golpe y entregarse. Pasaron las diez y media y los aviones no despegaban al no recibir la orden, tampoco recibieron órdenes en contrario, porque las comunicaciones estaban cortadas. Decidieron por su cuenta despegar y aterrizar en la pista de Ezeiza, aeropuerto en construcción, pero con la pista apta. Desde allí despegarían para realizar un primer ataque sorpresa. El factor sorpresa ya no existía, pero ellos no lo sabían.
Mientras tanto, ya cercano el mediodía, el general Lucero, ministro de guerra, le aconsejó al presidente su traslado al ministerio de guerra y preparó las defensas, armó con ametralladoras los cuatro ángulos de la casa de gobierno, movilizó a los regimientos de Palermo y Campo de Mayo, hacia la casa Rosada, hacia Morón, etcétera.
Allí pudo detenerse el golpe sin que hubiera que lamentar un solo muerto. Pero un subalterno convenció a Toranzo Calderón de que se podía continuar con el plan. Y allí, sobre el pucho, el jefe cambió por segunda vez su decisión.
Los aviones navales que aterrizaron en Ezeiza fuero 16. Portaban dos bombas de 100kg. cada una, más ametralladoras. Lo que vino a complicar la decisión de ataque fue el tiempo. El 16 de junio amaneció en Buenos Aires cubierto de nubes bajas, densas y lluviosas. Desde el aire no se veía nada de lo que había que atacar abajo.
Por fin, a las 12 y 30 se abrieron claros ente las nubes y los aviones se lanzaron al ataque. Abajo, la gente transitaba por la calle, cruzaba la plaza, circulaban autos, colectivos y trolebuses como si fuera un día normal. La primera bomba que estalló lo hizo sobre un trolebús repleto de pasajeros. El trole se levantó en el aire y se incendió como una antorcha, para caer al suelo de punta y quedar después consumiéndose entre las llamas. La segunda dio en el blanco, es decir en el ala derecha de la casa Rosada, más o menos donde estaba el despacho de Perón sin el presidente adentro, el resto de las bombas cayó en la plaza, entre la gente. Desde la casa Rosada se les contestó con ametralladoras antiaéreas que dejaban ver sus trazados luminosos buscando los aviones. Y las ametralladoras de los aviones hacían lo suyo: matanzas sobre la gente común que no entendía nada, salvo que había que rajar de ese infierno. Después se contaron más de trescientos muertos y más de setecientos heridos. Los aviones descargaban sus bombas y regresaban a Ezeiza, para recargar, bombas, balas y combustible. Hay algunos detalles que consignar y que hicieron más locos los ataques: en vez de cargar bombas de perforación, que sirven para hacer boquetes; muchas de ellas eran bombas de dispersión, cuyo efecto es similar a las de las granadas, esparcían esquirlas que herían y mataban con mayor eficacia a la gente de a pie.
Los infantes de marina, unos doscientos y no los cuatrocientos del plan original, intentaron tomar la Rosada por detrás, encontrando una dura resistencia de las tropas del ejército, leales, que les tiraban no a matar sino “al rebote”, es decir como disuasión. Los marinos comprendieron que no les convenía avanzar más allá de las recovas de paseo Colón. Desde allí se inició un intenso tiroteo que duró más de media hora, sin que los marinos pudieran avanzar en su intento de tomar la Rosada. Terminaron volviendo a refugiarse al ministerio de marina, desde dónde habían partido. Durante la retirada tuvieron que atravesar una gran playa de estacionamiento del ACA, ocupada por autos particulares, les llovían las balas provenientes de la Rosada y del ministerio de guerra, y se parapetaban tras los autos: pobres autos. Muchas situaciones confusas se dieron en esas circunstancias: los combatientes vestían el mismo uniforme y era frecuente que se creyeran del mismo bando, se estrechaban las manos, para descubrir después que eran adversarios. Varios infantes de marina fueron detenidos por los mismos que un rato antes los habían saludado.
Volvamos al Ministerio de Marina. Allí, en el cuarto piso, funcionaba el comando de la revolución. Constituido por Toranzo Calderón, el ministro de Marina, contralmirante Olivieri, que de ministro se había panquequeado en revolucionario y el Almirante Gargiulo, jefe a cargo del Ministerio. Los tres miraban desde las amplias ventanas de un edificio de nueve pisos, el montón de muertos, heridos y vehículos incendiados en la plaza y sus calles laterales. Empezaban a pensar que lo que habían desatado era un desastre (“¡Qué despelote!”, comentaban) y el despelote recién comenzaba.
Hagamos un paréntesis reflexivo: lo que estaba ocurriendo era un enfrentamiento insólito, nunca visto durante el siglo, entre la marina golpista y el ejército que defendía al gobierno. Por supuesto, Toranzo Calderón, y el resto del comando golpista, sabían lo que eso significaba: podían seguir bombardeando, pero al final perderían. Al menos que el general Bengoa viniera a salvarlos con los regimientos entrerrianos: nunca apareció.
Cuando los infantes de marina ingresaron a su ministerio por la puerta trasera, las tropas del ejército se vinieron tras ellos con tanques y todo, para ponerle sitió al ministerio y forzar su rendición. Por el momento, la rendición no se produjo; lo que hubo en cambio fue un intenso tiroteo, sin cañonazos. Las paredes del ministerio estaban construidas con ladrillos huecos, así que las balas de grueso calibre las atravesaban “como si fueran de manteca” según un testigo que vivió desde adentro lo que pasaba. Con los ventanales ocurría lo mismo, volaban vidrios y se destrozaban muebles, se agujereaban los cuadros colgados de las paredes, la mampostería se convertía en esquirlas que herían a los defensores.
Para aumentar la confusión, en medio del tiroteo, se presentaron al combate obreros de la CGT, y también peronistas espontáneos que venían a “dar la vida por Perón” y los militantes de la Alianza Libertadora Nacionalista, la que ya no respondía a su antiguo jefe Queraltó, sino a Guillermo Patricio Kelly. Los camiones de la alianza repartían armas tanto a cegetistas como a espontáneos. La intención de todos ellos era entrar al ministerio a sangre y fuego. Los obreros y los espontáneos no sabían tirar, pero se prodigaban en acciones suicidas que más que colaborar en el combate, lo dificultaban, mezclándose en medio de los combatientes profesionales de uno y otro bando. “Sáquenlos de aquí” pedían los militares leales. El mayor Cialzeta, sobrino de Perón, que era conocido por los obreros, se ocupó de esa tarea, con mediano éxito: los obreros de la CGT se retiraron y se concentraron al frente de la casa Rosada, donde no había intercambio de disparos. Ya veremos lo que les pasó cuando se produjo el segundo ataque de la aviación. Muchos otros, desobedecieron al mayor Cialzeta y siguieron interviniendo frente al ministerio de Marina, siempre de manera caótica, muriendo algunos de ellos en acciones alocadas.
Entre tanto, el general Lucero, había enviado oficiales de su confianza con bandera blanca, a parlamentar con los jefes rebeldes un alto el fuego y proponerles rendición. Toranzo Calderón y sus camaradas le respondieron que se rendirían, pero con la condición de entregarle el ministerio al ejército y en la debida forma y no lo harían nunca ante es “turba” que les estaba tiroteando con pretensiones de hacer una carnicería en el edificio. Cabe agregar aquí que, dentro del edificio se encontraban también los empleados civiles, varones y mujeres. Eran frecuentes entre ellos las crisis de pánico y los llantos y gritos.
Lucero garantizó el cese del fuego, el retiro de los espontáneos y una delegación oficial para firmar los documentos que efectivizaran la rendición. Todo parecía encaminarse a las 16 hs. al cese de tiroteos y muertes. Pero entonces, sorpresivamente, comenzaron a oírse de nuevo los ruidos provenientes de los aviones, Se venía un nuevo bombardeo.
Mientras el comando en jefe del golpe se rendía, los aviadores veían acercarse cada vez más a Ezeiza a las columnas del regimiento III de la Tablada, a pesar de sus ataques sobre ellas. Decidieron hacer un último intento de matar a Perón descargando bombas y ametrallando la casa Rosada y la plaza. Si se trataba de matar a aquel, la decisión era totalmente descabellada. Un total de más de veinte aviones, volando bajo, apenas por encima de los faroles del alumbrado de la avenida Corrientes se presentaron a bombardear y ametrallar a las tropas que ocupaban la plaza y a los obreros que se creían a salvo de los tiros reunidos frente a la casa Rosada; más muertos y heridos. Este ataque fue mucho más violento que el anterior, con un detalle que amargó a Perón: él había creado la Fuerza Aérea como un arma independiente de la marina y el ejército, y la había dotado de los primeros aviones a reacción de América Latina, los Gloster Meteors, capaces de volar a 900 km. por hora. En los inicios de la batalla habían combatido contra los aviones de la marina, librando con ellos un combate sobre el Aeroparque y el río. Ahora se presentaban en su contra. Arrojaron sus bombas, destruyeron aún más la casa Rosada y, otro detalle, absolutamente loco: enviaron un avión a bombardear un edificio de departamentos que había heredado el general de su esposa, sobre la calle Gelly y Obes, en la estúpida suposición de que Perón tal vez se refugiara allí. Menos mal que la bomba no acertó en el edificio, porque hubiese matado a sus desprevenidos inquilinos; cayó en una calle, matando a un vecino e hiriendo a dos más. A renglón seguido, la flota atacante enfiló hacia el Uruguay.
Todavía hubo un tercer ataque, el del avión solitario (y loquito) al que le sobraba una bomba. La fue a tirar a la plaza y también enfiló hacia el Uruguay. El lector puede suponer que allí terminó todo. Con la rendición de los jefes, el suicidio de uno de ellos: Gargiulo. Sin embargo, faltaba todavía otra locura más, el “festejo” peronista: el incendio de las iglesias.
A las 18 hs. el presidente Perón habló al país anunciando que el enfrentamiento había terminado. Una multitud peronista festejaba en la plaza el anuncio de la victoria. En un párrafo de su discurso, les recomendó a los trabajadores que refrenaran su ira: “…que se muerdan, como me muerdo yo en estos momentos, que no cometan ningún desmán”. Perón sabía lo peligrosa que podía ser una masa enfurecida y librada a su espontaneidad.
Mientras él pronunciaba esas palabras, un “lumpenaje” exaltado estaba empezando a quemar iglesias. Según Félix Luna, el “lumpenaje” se ensañó con diez iglesias: la Catedral, San Francisco, Santo Domingo, San Ignacio, etc. Y empiezan otra vez las versiones: que el mismísimo Perón ordenó ese aquelarre, que lo toleró, que mandó detenerlo ni bien se enteró. Más allá de las versiones, lo real es que lo que hizo “el lumpenaje” fue un aquelarre goyesco, incendiando, robando candelabros y cálices, quemando confesionarios y altares, disfrazándose con las sotanas de los curas. Si no mataron a nadie fue porque todos los curas se rajaron de sus templos. No quedó ninguno para hacerse martirizar. Para los gorilas, el máximo responsable de ese desastre fue el propio Perón, confirmando de ese modo su condición de “anticristo”. Lo que es fácil ver hoy, es que esa batalla loca, no quedaría allí. En septiembre, es decir a los tres meses, otra batalla le seguiría.