El sistema tributario argentino es bastante regresivo, recaudando principalmente a partir del IVA y las contribuciones sobre los salarios. El IVA, por ejemplo, grava con la misma alícuota a ricos y pobres, pero éstos terminan pagando una proporción mucho mayor de sus ingresos, porque este tributo se cobra sobre el consumo, con lo cual las personas económicamente menos favorecidas, cuyo gasto para consumo es prácticamente el 100% de sus ingresos, lo pagan sobre la casi totalidad de los mismos, mientras que las clases más acomodadas no lo tributan sobre sus ahorros, ni sobre sus gastos en el exterior del país; terminan pagando, como porcentaje de sus ingresos, mucho menos que los más pobres.
Otros impuestos, como Ganancias o Bienes Personales, contribuyen a que la presión impositiva sea más justa, porque gravan proporcionalmente más a quienes tienen mayor capacidad contributiva. Y este es el caso, también, de las retenciones a la exportación de materias primas, a pesar de que los grandes productores y las poderosas multinacionales exportadoras han logrado instalar, para proteger sus enormes ganancias, el mito de que son un mal impuesto; veamos por qué nos parecen un buen tributo, que contribuye mucho a mitigar la regresividad de nuestro sistema tributario.
Las retenciones se aplican siempre sobre productos que se exportan masivamente, como el trigo, el maíz, el girasol, o la soja, y las paga el exportador; éste, entonces, no puede pagar por esos bienes más que el valor del precio internacional menos las retenciones. Como la producción local, en todos estos casos, excede en mucho a la demanda interna, si en nuestro mercado el precio excediera al que puede pagar el exportador, habría una sobreoferta que lo haría bajar hasta el nivel que permita comprar a los exportadores. Así, el precio interno de estos bienes tiene un techo igual al valor de exportación menos las retenciones. De manera que las retenciones producen una doble acción: bajan los precios internos de bienes que Argentina produce en abundancia, particularmente alimentos, y allegan recursos al Estado, que podrían utilizarse, en este momento de precios alimenticios tan altos, para subsidiar a sectores que están sufriendo muy duramente ese encarecimiento.
¿Y por qué puede el país darse el lujo de cobrar retenciones sobre estas exportaciones, en un mercado mundial competitivo? Pues porque es muy eficiente para producir estos bienes, en parte porque aplica tecnologías modernas -aunque este modelo de producción esté muy cuestionado, porque promueve la sobreexplotación de la tierra y la contaminación ambiental-, y además porque el país cuenta con tierras de excepcional calidad y un clima muy favorable, en razón de lo cual estas actividades generan ganancias más altas que en la mayor parte del mundo.
¿Y sobre quién recae el costo de este tributo? Básicamente sobre el productor, porque origina la comentada baja del precio interno, sea para consumo local o para exportación; pero en un momento como éste, en que el valor de los cereales se disparó en razón de la guerra en Ucrania, ese productor, si las retenciones se mantuvieran constantes, tendría una ganancia extraordinaria, que no se debe a un mérito suyo, sino simplemente a un evento fortuito independiente de él. De manera que es perfectamente legítimo que el Estado incremente las retenciones para apropiarse de una parte de esa mayor ganancia, y con ella compensar las carencias que mucha gente sufre por no poder pagar los altos precios de los alimentos. Si la democracia es libertad, igualdad y fraternidad, como pregonaba la revolución francesa, en aplicación de estos dos últimos valores es razonable que quienes se ven beneficiados por un hecho fortuito, contribuyan en ayuda de aquellos que son perjudicados por el mismo suceso.
Ahora bien: si mañana esos precios volvieran a su antiguo valor, ¿sería justo mantener ese nivel más alto de retenciones? Evidentemente no, porque entonces el Estado se estaría apropiando de una ganancia que, legítimamente, le pertenece al productor. Lo que nos lleva a concluir que el actual sistema de retenciones a la exportación, de porcentaje fijo, es demasiado rígido: un tributo razonable debiera aplicar una alícuota mayor cuanto más alto sea el precio internacional de cada producto, y menor cuando es más bajo. También, dado que el dólar, en nuestro país, suele ser caro en algunos períodos y barato en otros, el porcentaje de retenciones debiera variar no sólo en relación directa al precio internacional, sino también al valor del tipo de cambio. Estamos proponiendo, entonces, un sistema de retenciones móviles bien diseñado, que para cada producto aplique alícuotas mayores cuanto más altos sean el tipo de cambio y el precio internacional, tomando como referencia el precio promedio de ese bien en años en los que no haya habido distorsiones como la presente, a la suba o a la baja. No proponemos que el Estado se apropie de toda la ganancia extraordinaria en los momentos de precios altos, sino sólo de una parte de ella: porque en la economía capitalista es bueno dejar que el estímulo del precio actúe para impulsar una mayor producción, mediante la innovación, la inversión, etc. Asimismo, parece adecuado aplicar cierta segmentación, de manera que las pequeñas y medianas explotaciones paguen retenciones algo menores que las grandes.
Por supuesto, no se nos escapa la dificultad política de siquiera atreverse a mencionar la cuestión de las retenciones, dado que los intereses sectoriales han logrado demonizarlas en buena medida; pero entendemos que el momento actual, luego de 4 años de estancamiento entre 2011 y 2015, cuatro de caída estrepitosa de la producción, los salarios y demás ingresos con el gobierno de Cambiemos, y dos en que no hubo crecimiento neto a causa de la pandemia, al verse agravado más este año por el encarecimiento desmedido de los alimentos, angustia a una gran cantidad de argentinos, y requiere una solución urgente, para la cual los sectores más favorecidos deben contribuir.
Es claro que eso demanda una buena dosis de coraje político, pero sin él no se puede gobernar el país en un momento tan acuciante como éste. Entendemos que el acuerdo con el FMI exige controlar el déficit fiscal, pero no impide cobrar impuestos. Porque mitigar el sufrimiento social por la carestía de los alimentos es imperioso. Y aquí no se trata de que “no hay plata”; se trata de que hay que ir a buscarla donde está.
Como decía el general Perón: para hacer una tortilla hay que romper algunos huevos…