En abril de 1928 ganaba las elecciones en casi todo el país con 840.000 votos contra unos 500.000 de toda la oposición junta. El frente único opositor no disimuló su ira: “su figura repugna a la historia, mancha nuestra cultura y es sólo un fantasma de incivilización. El personalismo es la aglomeración de toda la escoria ciudadana, resumidero de políticos fracasados y neófitos, albañil de ambiciones, jauría de famélicos, de los más bastardos apetitos”. En esa tónica gorila, opositores y periódicos (La Nación, La Prensa, Crítica), haciendo abuso de la libertad de prensa, van a seguir hasta que caigan el presidente y el orden constitucional.
Se conspiraba en los cuarteles: los generales Justo, ex ministro de guerra de Alvear, y el general retirado Uriburu, admirador de Mussolini, eran cabezas de la sedición. En el senado, donde la oposición tenía franca mayoría, se jugaba a la obstrucción permanente, ni se trataban los proyectos que enviaba el ejecutivo, por ejemplo, el de la nacionalización del petróleo. En 1929, ya había militares que se salían de la vaina. Justo los contenía: “todavía no es tiempo”.
Y llegó el año 30, que hundió la economía de todo Occidente. Provocó una crisis tremenda en nuestro país: bancarrota de las exportaciones, recesión, inflación especulativa, desempleo, crecimiento exponencial del delito común. Severino Di Giovanni estaba en el auge de su carrera terrorista. Yrigoyen no pudo sostener el salario de los trabajadores ni combatir la desocupación nombrando empleados públicos, lo cual era atacado por “clientelismo”. En ese tiempo se le llamaba “la trenza” porque usted, que se estaba quedando sin un mango en el bolsillo, si quería enganchar un puesto público sea el que sea, tenía que trenzar con un puntero radical. Era el tiempo del tango “Yira yira” de Discepolín (1931): “Cuando rajés los tamangos, buscando ese mango que te haga morfar”.
Comenzó la campaña periodística que lo presentaba como lento y senil. “La Epoca”, el periódico radical, creyó que podía defenderlo exaltando su figura con ribetes de gloria. Con eso no se come. La crisis estrangulaba la economía doméstica de los argentinos. Había manifestaciones opositoras todos los días; se recurrió a los grupos de choque para frenarlas, recurso al que el radicalismo no había recurrido nunca. Si un radical probado, y fiel a Yrigoyen hasta el fin, como Horacio Oyhanarte, se atrevió a decir que había que rectificar el rumbo, se lo trató de traidor. Si el ministro de guerra, general Dellepiane, advirtió que se estaba conspirando, se lo trató de loco. El viejo Yrigoyen no creía en la posibilidad real del golpe: “Usted me trae el barro de la calle”, “Usted no sabe de estas cosas jovencito”, “Todos esos (los conspiradores) son unos palanganas”.
En lo peor de la crisis, el radicalismo perdió en las legislativas de Capital Federal: quedó tercero, detrás del antipersonalismo y los socialistas. Los diarios comenzaron a hablar abiertamente de la posibilidad de un golpe. Carlos Sánchez Viamonte publicó en ese momento su libro “El Ultimo Caudillo” donde profetizaba: “Será el broche de oro de nuestra política. Estamos en los umbrales de la edad adulta. Entraremos en ella cuando menos se piense”. No era un hijo de puta sino un despistado que se habrá querido pegar un tiro en las bolas ante lo que vino después, para quedarse, y que se conoce como “la década infame”.
Otra novedad que trajo el año 30, era que “el peludo” ya no era lento y corrupto, sino que estaba senil y se comenzó a buscarle un diagnóstico psiquiátrico. Hasta Alvear, cómodamente instalado en París, creía eso: “viejo decrépito” lo llamaba en cartas a sus amigos. La verdad verdadera era que estaba viejo, que ya no tenía las energías de 1890, 1905 o 1916. Lo peor que podríamos decir de él era que no hacía nada frente a lo que era evidente que se le venía. También que se dejó rodear por un círculo de adulones que hasta le digitaban las visitas. El general Dellepiane, su ministro de guerra, que conocía perfectamente todos los hilos de la conspiración militar, tuvo que recurrir a terceros para hacerle llegar mensajes.
Los 10 últimos días de su gobierno pueden parecer una comedia, si todo no fuera la tragedia que fue. El día 23 de agosto, un grupo de niños bien, que se hacía llamar “La Legión de Mayo” anunció: “¡Ciudadanos, la patria está en peligro!”. El 27 de agosto, febril actividad en la casa de gobierno entre el presidente, sus ministros y generales varios: toda la opinión pública sabía de qué se trataba. El 29, Buenos Aires amaneció empapelada: “Advertencia urgente: La renuncia presidencial o la guerra perentoria”. El sábado 30 el presidente no fue a la casa de gobierno, estaba en casa con gripe. Renunció a su ministerio el general Dellepiane. La noticia cayó como una bomba en la opinión pública. Su deseo hubiese sido “proceder a salvar al país y al ejército del caos que los amenaza”. Lunes 1° de septiembre, una “Juventud Universitaria” amenazaba: “Si el desquicio administrativo y la bancarrota moral y económica no acaban pronto, la juventud universitaria saldrá a la calle a restablecer la vida institucional”. El martes 2, “La Razón” publicaba: “Nadie ignora que, si la revolución no está en todas las cabezas, está como tema en todos los labios”. El día 3, Yrigoyen, engripado, rechaza los rumores de golpe: “Usted me trae el barro de la calle”. Noche del 4: manifestaciones mostrando pañuelos ensangrentados claman contra “el tirano senil y bárbaro”. Ese mismo día, el tirano senil y bárbaro ponía en posesión del cargo de Presidente de la Suprema Corte de Justicia a Figueroa Alcorta, el mismo que fuera presidente conservador.
El viernes 5, el presidente delegó, por enfermedad, el mando en su vicepresidente Martínez que, engolosinado por Uriburu, ya se veía presidente sustituto si conseguía la renuncia de Yrigoyen. El sábado 6, bien temprano, el redactor del diario oficialista “La Epoca” le trae a su lecho de enfermo el rumor y la información de lo que estaba pasando. “No haga caso amigo… son rumores, escriba sobre lo que está pasando en San Juan y Mendoza”. A las 9 y 30 de la mañana, del mismo día, “Crítica” anunció: “El general Uriburu avanza con sus tropas, viene a poner término al gobierno que nos avergüenza”. Era verdad: Uriburu avanzaba a tomar la casa de gobierno con los cadetes del colegio militar y una compañía de Comunicaciones. Dos regimientos de Palermo estaban esperando la orden para detenerlos en cercanías de la casa de gobierno, pero la orden del presidente a cargo no llegó nunca. Y eso que, ni bien le sonaron unos tiros cerca, a la altura de plaza Congreso, toda la cadetería sediciosa se había tirado cuerpo a tierra. Por ahí andaba el edecán del presidente, teniente coronel Gregorio Pomar, parlamentando o proponiendo detener la columna sediciosa, pero el vicepresidente Martínez le negaba la orden de hacerlo.
Abreviemos: Uriburu tomó la casa de gobierno con sus cadetes. Yrigoyen se refugió en La Plata y allí dimitió. Así, con esa tragedia que parecía una comedia, se fueron al carajo la Constitución y el orden constitucional, el voto secreto y obligatorio, los gobiernos radicales hasta Illia, la política “obrerista” del presidente Yrigoyen, la nacionalización del petróleo, la neutralidad argentina en materia internacional, etc. Vienen la proscripción del partido radical, el fraude electoral sistemático, la rebaja de un 10% de los sueldos de los trabajadores, la alegría de los empresarios, la Standard Oil comenzó a explotar el petróleo de Salta, Uriburu intentó establecer un régimen fascista, generalizó la tortura y se inventó la picana eléctrica, etc. Ya lo veremos.
Terminemos con la evaluación que hizo de todo esto, mucho después, un capitán que había participado en el golpe: “Yo recuerdo que el presidente Yrigoyen fue el primero que enfrentó a las fuerzas extranjeras y nacionales de la oligarquía para defender a su pueblo. Y lo he visto caer ignominiosamente por la calumnia y los rumores. Yo, en esa época, era joven y estaba contra Yrigoyen, porque hasta mí habían llegado los rumores, y no había nadie que los desmintiera y dijera la verdad”. El que esto decía era Juan Domingo Perón, en un discurso de 1953. Poco le faltaba a él para pasar por lo mismo.-