EL artículo 38 de la Constitución Nacional dice textualmente: “Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático… “, y sigue.
La ley fundamental nos está diciendo, simplemente, que sin partidos no hay democracia. Analizando el texto podríamos decir que nada se cumple, para no ser tan drásticos digamos que la democracia de partidos muestra un funcionamiento absolutamente deficitario: los partidos no presentan proyectos programáticos y una vez asumidos sus funcionarios, es increíble la falta de capacidad de gestión para generar e implementar soluciones a los problemas del pueblo y de la Nación; por otra parte, está corrompida la capacidad de representar a la ciudadanía y más aún, los partidos políticos en muchos casos hacen perder sentido a la democracia, haciendo insostenible la legitimidad del sistema.
Así los partidos se han transformado en alianzas o frentes electorales, donde conviven diversidades ideológicas con el único objetivo de sustentar el poder. De pronto convalidan la pertenencia en tiempos electorales, pero luego en el ejercicio de sus “representaciones”, muchas veces vemos votando en el mismo sentido a “troskos y fachos” (tómese a manera de ejemplo). También sucede en el Frente de Todos gobernante, el ejemplo más claro fue la división en la Cámara de Diputados en el tema sobre el FMI.
Hoy, en Argentina, la política en ejecución es un campo de batalla en el que poco importan la nación o los valores democráticos.
Las oposiciones tienen nulas intenciones para, no digamos cogobernar, solamente bastaría acompañar la gestión en temas vitales (creación de universidades, moratoria previsional, juicio a la Corte y muchos más) solo les interesa a los opositores erosionar el gobierno y así crear las bases para su posterior acceso al poder. Pareciera que no se dan cuenta lo que sufre el debilitado sistema democrático.
Para algunos, especialmente opositores, la dinámica de campaña es permanente, alimentando lo que dio en llamarse grieta, que genera un trapicheo verborrágico y gestual sumamente agresivo, que cada vez divide más al pueblo ubicándose a uno y otro lado de la grieta sin retorno posible. Pero también crea un electorado inmenso de desencantados con la política, que pasan en muchos casos de suponer que la política no sirve ni genera soluciones a adherir a salidas autoritarias de máximo enfurecimiento que llevan hasta el crimen antidemocrático, el ejercicio de la violencia ilimitada, como querer asesinar a la vicepresidenta.
A 40 años del surgimiento “democrático” en la Argentina, debemos hacer alguna reflexión que nos permita saber dónde estamos parados. ¿Defendieron los sucesivos gobiernos los intereses del pueblo? Algunos lo hicieron y otros destruyeron lo realizado. El resultado no es 0, es negativo.
La comunidad política se cohesiona cuando hay canales fluidos entre los representantes y los representados y existe, además, participación por parte de los últimos. La demanda popular la mayoría de las veces se queda sin respuesta.
El conflicto es tan grande que hay que recuperar el concepto de enemigo, aquel que tiene o defiende intereses absolutamente incompatibles, cosa diferente es el adversario ese es el interno. Si con el enemigo es prácticamente imposible dialogar, hay que buscar alternativas para canalizar el conflicto democráticamente. Hasta en la guerra hay altos al fuego, armisticios y algún día se firma la paz. Veamos si nos hacemos entender en otras palabras, si la guerra es la continuación de la política por otros medios, conviene interrogar la naturaleza de lo político y del Estado en cada momento para entender la “guerra” de ese momento. Cuando hablamos de la política en ese sentido no estamos refiriéndonos solo al disparate sanguinolento, sino al conflicto sin resolverse desde los orígenes de la Nación.
La democracia conseguida es una mera anestesia para una grave enfermedad cuyo origen y naturaleza se evitan de ser investigados, diagnosticados y mucho menos resueltos. Si el mito fundante es la Constitución de 1853 y los pactos preexistentes, no podemos obviar la historia anterior, la lucha independentista, Unitarios y Federales, batallas de Cepeda y Pavón (mencionando sólo algunos hechos) y también la posterior, genocidio de pueblos originarios y el reparto de sus tierras, la revolución del Parque, la anarquía y los fusilamientos, la década infame. Es como que la Constitución de 1949 no hubiese existido, o los estatutos de las mal llamadas “revoluciones”, la libertadora, la argentina y el proceso. Bombardeos, fusilamientos, desapariciones y todo tipo de agravio físico, psíquico, político y personal. No faltaron las proscripciones. Escapa a este artículo el análisis de cada uno de los acontecimientos, se mencionan como disparadores para la interpretación y el análisis.
Se insiste especialmente desde sectores del “progresismo” por la renovación del Pacto Social. La pregunta es si el contrato social alguna vez existió. Tenemos para nosotros esa duda. Ahora bien, si decimos que sí existió, el trabajo a realizar es equiparable a la restauración, quitando toda la mugre y distorsión teórica y práctica acumulada en más de dos siglos de circulación por esos campos de batallas sin piedad, que nos llevaron a estos 40 años de una democracia con poca reflexión estratégica y nula definición ideológica como Nación.
Adherir a un Pacto Social exige a la comunidad toda, pero especialmente a la política, una mínima percepción de beneficio general y también de justicia social. Hoy las instituciones son percibidas como injustas, especialmente aquella encargada de administrar la justicia, pero no únicamente, también se ve como injustas a todas aquellas que tienen que crear las herramientas para disminuir la desigualdad y así pierden efectividad en lograr sus objetivos.
Como generar un pacto social entre pensamientos tan disimiles como aquel que dice: “¿Por qué pagar impuestos si el Estado es ineficiente y corrupto? Y el otro que plantea su vez ¿Por qué adherir a leyes hechas para favorecer sistemáticamente a las mismas personas y la violencia se ejerce sobre un mismo sector?
Las dinámicas comunicacionales contemporáneas pervierten el sistema político, generando objetivos perversos como las opciones autoritarias, la abstención creciente y el aumento de las desigualdades y las frustraciones populares. Viendo esta realidad pareciera de imposible solución el conflicto en que se halla inserto el sistema político.
Creemos, sin embargo, optimismo mediante, que se puede argumentar para destrabar el bloqueo. Debemos intentar la introducción de mecanismos de democracia directa en manos de la ciudadanía, que se activen con capacidad de incidencia. La lucha de Madres, Abuelas, Organismos logró anular las leyes de impunidad por el mismo Congreso que las había sancionado. ¿Alguien cree que la justicia argentina hubiese juzgado a los genocidas sin la lucha previa? Más reciente la movilización contra el 2×1 de la Corte consiguió cambiar el fallo. Referendos, movilizaciones, campañas, juntadas de firmas y muchas actividades pacíficas de resistencia y propuesta podrían cambiar radicalmente el marco del debate y los incentivos que movilizan o desmovilizan a los diferentes actores. Abrir canales institucionales para buscar respuestas en situación excepcional o especiales. Con ello no propiciamos una situación de movilización permanente, es más no lo creemos posible. De lo que se trata es de incorporar al sistema un actor con poder de veto, el pueblo. Su sola posibilidad cambia las reglas del juego y obliga al diálogo.
Traigo un ejemplo de pago chico, en Corrientes un gobierno con alta legitimidad electoral pretendió asignar al espacio de memoria Regimiento Infantería 9 (lugar donde funcionó un centro Clandestino de Detención) un destino inmobiliario/comercial. La lucha de víctimas, Organismos de DDHH y Organizaciones Sociales lo impidió y es oficialmente un Sitio de Memoria.
Las elecciones son el mecanismo predominante para expresar aval político, pero existen también un conjunto de mecanismos que contribuyen al fortalecimiento del sistema que no pueden ser ignorados ni relegados. Si cuestiones tan relevantes como un acuerdo con el FMI, la cuestión del litio, la navegación troncal y otros temas debieran ser ratificadas en un referéndum, la población recibiría otros incentivos para intervenir en política.
El discurso de que “la gente no está preparada para tomar decisiones de envergadura”, “se dejaría seducir por líderes autoritarios”, “podría poner en serio riesgo la efectividad de las políticas públicas” son los argumentos de aquellos que defienden el statu quo frente a cualquier posibilidad del cambio.
Más allá de las formas, no existe democracia sin un permanente aval del pueblo. La participación popular es fundante. –