Eran 20 millones de hectáreas trabajadas por 3900 jornaleros, 4000 trabajadores sin oficio, es decir sin derechos y 1000 empleados administrativos. Eran propiedad de 619 estancias, de las cuales sólo 189 eran propiedad de argentinos; sobresalían los ingleses, pero había también propietarios alemanes, franceses y españoles. Los aborígenes eran muy pocos, porque habían sido previamente exterminados por la campaña del desierto y los primeros dueños de tierras.
Grandes propietarios: Mauricio Braun, con 1.376.160 hectáreas, 1.200.000 ovejas, minas de cobre, bancos varios en Argentina y Chile, frigoríficos, compañías telefónicas, aseguradoras, etc. José Menéndez: famoso genocida de indios, comenzó como bolichero, se casó con María Behety e hizo famoso el apellido Menéndez Behety, era 10 veces más rico que Mauricio Braun. José Nogueira, socio de Menéndez, comenzó como bolichero, buscador de oro y baqueano del sur argentino y chileno; para 1920 era propietario de varias goletas comerciales. Esos tres emparentaron entre sí sus respectivos apellidos.
Había otros grandes propietarios, no tan amos y señores de la Patagonia como aquellos, pero grandes latifundistas de todos modos: 2.517.274 hectáreas pertenecían a unos Halliday, Scott, Rudd, Wood, etcétera. La clave de la riqueza y el poder de todos estos era la lana y su comercialización internacional: en 1920 estaba en crisis: no se la podían vender a nadie.
Eran ricos y poderosos, pero sumaban problemas tras problemas, como ya veremos. El presidente Irigoyen les puso un juez letrado amigo suyo, de nombre Ismael Viñas, padre de los futuros Ismael y David, intelectuales marxistas ambos. El juez Viñas iba a ser pronto la pesadilla de los latifundistas patagónicos: les hizo devolver tierras que pertenecían al Estado, actualizar el pago de impuestos, escuchar a sindicalistas. Ningún juez anterior se había atrevido a nada de eso, todo lo contrario.
Por esas ocurrencias del peludo Yrigoyen, el gobernador de esos territorios nacionales fue Edelmiro Correa Falcón, un fanático conservador y presidente de la Sociedad Rural patagónica, que va a ser un defensor de los poderosos en las buenas y en las malas. Pero vayamos sumando: el poder judicial era amigo de los obreros, el gobernador de los latifundistas.
El mayor problema de los ricos y poderosos eran, cuando no, los trabajadores. Desde 1914 venían haciendo huelgas tras huelgas reclamando por salarios, habitaciones decentes, comidas ídem, rechazando el pago con vales y otras ocurrencias. Para colmo, la mayoría no eran argentinos y abundaban los chilenos rotosos y los españoles de sentimientos anarquistas. Para 1920, aparecería el peor de todos: el gallego Antonio Soto. Sigámoslo en sus andanzas, porque el personaje promete.
No había completado la escuela primaria, pero desde los 12 años le atraían los anarquistas. Llegó, más o menos, al mismo tiempo que el juez Viñas, como tramoyero de una compañía de zarzuelas españolas. Vale decir que se ocupaba de los decorados, acomodaba las sillas, ponía las alfombras y barría. En sus ratos libres, concurría a las reuniones de la Sociedad Obrera de Comodoro Rivadavia y le gustaba opinar, no porque supiera mucho de Kropotkin o Bakunin, sino porque era un apasionado de las huelgas que se estaban promoviendo desde enero. Tan empedernido huelguista era que, de pronto, se convirtió en el secretario general de la Sociedad Obrera de Río Gallegos. El “estilo” huelguístico de Soto, pronto se puso en evidencia: comenzó una huelga de los trabajadores de hoteles. Cocineros, mozos y mucamas dejaron de trabajar, la Sociedad Obrera inició un boicot a los hoteles que no querían ceder a las demandas salariales: los taxistas o cocheros no llevaban pasajeros a esos establecimientos. Dos de ellos, “El Grand Hotel” y “El Español” de Río Gallegos, contrataron carneros. Allí fue el gallego Soto con un grupo de compañeros y convencieron a trompadas a los carneros de que ellos también se plegaran a la huelga. Los hoteleros fueron a quejarse al juez Viñas y éste les arregló el asunto: ambos tuvieron que pagarle a la Sociedad Obrera una multa que superaba los dos mil pesos de entonces cada uno. Con esa plata, la Sociedad se compró una imprenta y editó su periódico “1° de Mayo”.
“Huelgas Patagónicas” de 1920 sucedidas en territorio santacruceño.
Otro quién con el que hay que contar es la policía. Poco más de 300 efectivos distribuidos en 49 comisarías: para perseguir delincuentes comunes tal vez sirvieran, para domar a sablazos una huelga anarquista no servían. El jefe Ritchie escribió a Buenos Aires y, viendo lo que se venía, pidió ametralladoras.
Durante noviembre de 1920, con la velocidad del fuego, la huelga se volvería general (la preferida de los anarquistas) y se extendería por todas las ciudades y estancias de la Patagonia. Comenzó con una chispa: un conflicto de poderes entre el juez Viñas y el gobernador Correa Falcón. Movió fichas el juez al decidir investigar a dos sociedades latifundistas inglesas por ocupación indebida de tierras y defraudación al fisco. El gobernador se resistió a mover a SU policía y atacó por los periódicos al juez. Este se reunió con Soto y otros dirigentes de la Sociedad Obrera, que lo apoyaron desde su periódico “1° de mayo”. El juez ordenó el remate de los bienes de la estancia inglesa “San Julián”, el gobernador metió preso al rematador. Y aquí aparece otro de los personajes claves de la Patagonia trágica: el presidente Yrigoyen. Tenía que darle la razón a uno u a otro, los dos dependían directamente de él. Ya tenía demasiados problemas en Buenos Aires entre trabajadores y empresas inglesas, no los quería en la Patagonia y desautorizó al juez Viñas. Lo que siguió fue la huelga general. El gallego Soto se transformó en el dirigente indiscutido de los huelguistas y el perseguido predilecto de la policía. No sabía montar a caballo ni conocía la estepa, ni las montañas ni los valles patagónicos. Así que se valió de dos personajes que Bayer no duda en calificar de gauchos italianos: uno era “El 68”, llamado así porque ese había su número en el presidio de Ushuaia, el otro, llamado “El Toscano”, era un eterno perseguido de la justicia. Tenían secuaces, eran expertos en asaltar estancias, levantar mercaderías, montados y trabajadores, también lo eran en evadir las persecuciones y en enfrentar a tiros a la autoridad.
Lo que Bayer identifica como la primera huelga general patagónica duro cuatro meses, pasó de todo (tiros, muertos, secuestrados, etc.) pero tuvo un final feliz. Los estancieros terminaron por aceptar las condiciones laborales peticionadas por los obreros y estos volvieron al trabajo devolviendo armas y rehenes. Todos, menos “El Toscano” y “El 68”, que se refugiaron en las montañas con armas y compinches. No creían en ningún final feliz.-
(Próxima entrega: “Varela, el exterminador”)