Aprincipios de julio, el mercado financiero argentino se agitaba con rumores de devaluación del tipo de cambio oficial y de default de la deuda pública en pesos, sin mayor fundamento; pero por otra parte, la realidad nos muestra, en los últimos meses, una aceleración preocupante de la inflación, dificultad del Banco Central para acumular reservas a pesar del auge de nuestros precios de exportación, aumento reciente de los dólares no regulados (contado con liquidación, dólar bolsa y paralelo) y caída incipiente de los salarios, cuyo fatigoso ascenso por la escalera no alcanza a compensar la suba de precios, sobre todo, la de alimentos y productos esenciales. En esta situación, la caída del poder adquisitivo de los ciudadanos con ingresos fijos amenaza con enfriar la economía, en un país que ha visto reducir su producto por habitante en más de un 13% entre 2011 y 2021.
Estos problemas se producen en un contexto de franca recuperación económica: el PIB por habitante del primer trimestre de este año ya alcanzó el nivel del primero de 2019, recuperando todo lo perdido en pandemia; la distribución del ingreso mejoró sustancialmente del desastre distributivo producido por Cambiemos, alcanzando nuevamente, para la mitad más pobre de la población, la misma participación que tenía en 2015, si bien ese porcentaje se aplica sobre un producto mucho menor; y la economía podría perfectamente seguir recuperándose aun cumpliendo el acuerdo con el FMI. Pero pasan cosas…
Cosas provocadas por una derecha rabiosa, con fuerte inserción mediática y en las empresas más poderosas, difundiendo rumores de todo tipo, procurando permanentemente infundir desaliento respecto del país y su economía, incrementando los precios más allá de toda lógica económica, e intentando producir, todo indica, golpes de mercado que desestabilicen el siempre delicado equilibrio económico de un país asolado por las crisis con demasiada frecuencia. Todo esto perjudica gravemente las expectativas, y una economía no puede desenvolverse sin un mínimo de confianza y previsibilidad.
Pero pasan también otras cosas, daños auto infligidos. Esto se escribe con el Ministro de Economía recién renunciado, y a pocas horas de designada su reemplazante; es menester aclarar, entonces, que lo que diremos no es una crítica exclusiva al ministro saliente, ni mucho menos, porque la trayectoria económica es la resultante de diversas fuerzas que operan dentro del gobierno, algunas francamente contradictorias. Como la embestida de un sector del Frente de Todos contra el acuerdo con el FMI, justamente cuando ese arreglo debía mejorar las expectativas y aquietar a los siempre desconfiados mercados. O como la exagerada demora del Poder Ejecutivo en reestructurar racionalmente un esquema de subsidios que provoca un déficit fiscal alto y creciente, y un derroche absurdo de energía, junto con la falta de poder (o coraje) político para aumentar la recaudación yendo a buscar el dinero adonde está. O el error de no comunicar un plan económico que marque pautas, objetivos y políticas para el resto del mandato, de modo que los diversos actores sepan a qué atenerse, y de esa manera alinear las expectativas y despejar las incertidumbres.
Pero por sobre todos estos errores y carencias, se destaca el desconcertante manejo del tipo de cambio: en un “paper” escrito en 2017 por Martín Guzmán, junto con el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, y con José Antonio Ocampo, ahora designado ministro de Hacienda por Gustavo Petro, el recientemente electo Presidente de Colombia, se afirma, como recomendación para las economías emergentes como la nuestra (aunque nunca terminemos de emerger…), la necesidad de sostener en el tiempo un “tipo de cambio competitivo”. Política que Guzmán declaró que aplicaría, y que el Gobierno sostuvo hasta diciembre de 2020, pero a partir de entonces la abandonó, generando una caída del tipo de cambio real, medida por el Índice de Tipo de Cambio Real Multilateral que elabora el Banco Central, del 24% entre el 31/12/2020 y el 30/6/2022; los márgenes de ganancia en las exportaciones no tradicionales son relativamente bajos, y no toleran semejante reducción del precio. Esta baja del tipo de cambio real, además de significar el incumplimiento de una promesa reiterada en diversas oportunidades, perjudica las posibilidades de sustituir importaciones y de exportar bienes con alto valor agregado, para lo cual Argentina necesita un tipo de cambio competitivo y, sobre todo, una política consecuente en ese sentido. Porque desarrollar un mercado de exportación lleva tiempo y dinero, como así también realizar las inversiones que hacen falta para producir localmente insumos que hasta hoy se importan, o para alcanzar la escala de producción necesaria para exportar lo que ya fabricamos; y sólo tiene sentido embarcar a una empresa en estos negocios si se puede confiar en que el tipo de cambio que los hace rentables va a mantenerse en el tiempo.
Nótese que esta política cambiaria perjudica el crecimiento económico, porque desalienta producciones de alto valor agregado que generan empleos de calidad, y, sobre todo, aumenta las importaciones y reduce exportaciones, agravando la restricción externa, la falta de dólares que recurrentemente pone en crisis a nuestra economía. Entonces: ¿por qué se hizo esto, reiterando el error de política que llevó a la recesión del último gobierno de Cristina Kirchner, y que fuera criticado por Aldo Ferrer en su tercera edición del libro “Vivir con lo nuestro”, del año 2009? Si la respuesta fuese que este atraso cambiario se produjo para controlar la inflación o para abaratar los alimentos, es evidente que fracasó rotundamente. Porque, como hemos explicado en abril pasado, para abaratar los alimentos la política más idónea no es atrasar el dólar, sino subir las retenciones; y controlar una inflación que responde a muchas razones, entre las cuales una de las más importantes es la incertidumbre y la falta de confianza, mal puede hacerse cambiando una política que se había anunciado, generando un déficit en las cuentas externas y reduciendo el volumen de la producción nacional. Otra vez tropezamos con la misma piedra.
Argentina necesita reglas de juego claras que generen confianza y previsibilidad. Elaborar un plan económico -mucho más completo que los escuetos compromisos monetarios y fiscales contenidos en el programa con el Fondo Monetario Internacional-, comunicarlo con claridad y aplicarlo con consecuencia. Un plan de desarrollo que explicite objetivos, proponga metas y plazos y las políticas que han de aplicarse para lograrlos. Una economía con la triste historia de la nuestra, con la falta de confianza que campea y con los ataques que padece por poderosas fuerzas reaccionarias que apuestan al “cuanto peor, mejor”, no puede gobernarse improvisando sobre la marcha, aplicando parches, cambiando cada tanto las reglas del juego, o con el “ahora hacemos esto, y después vemos”. China se desarrolló a lo largo de 40 años con planes económicos elaborados y dirigidos por el Estado; Perón generó los planes quinquenales, Cámpora asumió con un plan trienal de la CGT-CGE perfectamente enunciado, aunque luego la inestabilidad política lo frustrara completamente. La gravedad de los problemas del país no deja lugar para la improvisación. –
(*) Licenciado en Economía- UBA