Introduzcámonos por un momento en el mundo de Samuel Beckett, particularmente en la obra de teatro Esperando a Godot (1952). En ella, se presenta una situación un tanto inusual: hay dos vagabundos, Vladimir y Estragon, que se reúnen al costado de la ruta a esperar a un tal Godot, que nunca llega. Los mensajes que les llegan reiteradamente auguran lo mismo: “hoy no vendrá (Godot) / mañana seguro que sí”. En esa situación nos encontramos un grupo de vagabundos, también, apostados de algún modo al borde de un sendero rodeado de riscos y abismos, y preguntándonos lo mismo: ¿cuándo estalla el conflicto? Ante lo alarmante de la situación actual, sólo comparable en términos de pobreza e indigencia con el 2002, todo parece estar relativamente quieto: siempre y cuando la inflación no levante su cabeza, o al menos si la levanta que se le note sólo la coronilla, manteniéndose por debajo de los cinco puntos mensuales. Después de todo, a más de la recesión producto de las políticas de ajuste ortodoxo implementadas a modo de shock y en un corto plazo, no estaría mal una inflación del 60% anual ante la friolera de 17000% de inflación que pronosticaba el infalible jefe de Estado, de haber continuado el “populismo”. Sarcasmo aparte, y en clave de diagnóstico, con el explosivo proceso que va de la estanflación a la deflación, un bajísimo nivel de reservas en el Banco Central (BCRA), la desconfianza del sector externo reticente a oxigenar con dólares la primera etapa del gobierno, y el sector agrario que evita liquidar los dividendos de la soja, este conjunto de signos parecería sugerir que Godot estaría llegando…pero no llega.
Planteemos, entonces, la pregunta: ¿por qué no estalla el conflicto social?, ¿por qué el acontecimiento se hace esperar, en un momento tan crítico de la historia argentina, tal vez el más complejo en términos de vulnerabilidad, tanto social como institucional, desde el advenimiento de la democracia? No hay una respuesta a ello, creo.
En los albores del liberalismo, el filósofo inglés John Locke, en su Segundo ensayo sobre el gobierno civil (1690), dedica unas páginas al tema en cuestión. En el capítulo 19, que trata sobre la disolución del gobierno y la sociedad civil, pero que tiene un análisis sugestivo del derecho de resistencia a la opresión por parte del pueblo, ante el avasallamiento, alteración de las instituciones, o introducción del estado de guerra por parte de algún poder instituido, léase: poderes legislativo, ejecutivo y federativo, razona lo siguiente:
(…) hasta que el malestar no es general, y los malos designios de los gobernantes no se hacen patentes y son advertidos por la mayor parte de la población, el pueblo, que siempre está más dispuesto a sufrir que a luchar por sus derechos, no hace intentos de sublevarse. No lo mueven los ejemplos particulares de justicia u opresión que haya visto aquí o allá, padecidos por alguno que otro desdichado […] Mas si el pueblo en general llega a convencerse, basándose en evidencias manifiestas, de que se está complotando contra sus libertades y de que las cosas tienden a corroborar la sospecha de que sus gobernantes tienen malas intenciones, ¿a quién podrá censurarse por ello? ¿Quién podrá impedir que quienes tienen la posibilidad de evitar el mal que se les quiere hacer se pongan en actitud suspicaz? ¿Es que el pueblo es censurable por tener la sensatez de las criaturas racionales y por tener la capacidad de pensar las cosas tal y como las ve y siente? ¿No será más bien culpa de quienes han puesto las cosas de cierta manera, queriendo al mismo tiempo que la gente no repare en cómo están? (2002, p. 164).
Partiendo de la hipótesis de que el pueblo tolera casos puntuales de injusticia aquí y allá, nos preguntamos, ¿cuándo se generaliza de modo tal que entre en un estado de ebullición política?, ¿es que el pueblo ve con sagacidad suficiente lo que sucede?, ¿cuándo y cómo ve?, ¿cómo lo analiza?, ¿hay algún modo, por parte del gobernante, de evitar que este mismo pueblo conecte los casos puntuales de opresión e injusticia con un estado de cosas generalizado, en que se vulnerasen no únicamente los derechos de ciudadanos en casos particulares si no el derecho de las mayorías? No sucede el acontecimiento, porque se tolera, siguiendo al pragmático Locke. Este autor piensa, claro está, en términos de “pueblo”, de un tipo de sociedad unida por lazos, que preexiste a la existencia del Estado. Se da en el contractualismo de Locke tanto un pacto de asociación como de sumisión: el primero, entre individuos propietarios entre sí, para constituir una comunidad de hecho; luego pactan para constituir la sociedad política, realizando el pasaje del estado de facto al de iure. Locke puede hablar, en todo caso, de un tipo de subjetividad política determinada por los lazos, esto es central. Ahora bien, acaso otro sujeto, sordo al malestar generalizado de la cosa pública, no conciba lo que se espera que haga cuando se piensa. Probablemente no se piense, este sujeto que estaría asomando su faz, en términos de lazos. El filósofo inglés, además, piensa un pueblo que tiene la suficiente perspicacia para pensar y sentir de manera clara lo que sucede, cuando lo que sospecha se confirma con un estado de cosas. Esto es: que tiene una certera lectura política de la situación que atraviesa. Acaso sea este un prejuicio. Pero, nos preguntamos, ¿de qué podría tener el pueblo una lectura certera, en tanto ve, piensa y siente? Basta que lea el síntoma, por decirlo así, y sólo eso. Quien considere que un relato es lo suficientemente eficaz para evitar que se vea, piense y sienta, mediante el convencimiento por signos religiosos o teológicos, en que el desgarramiento de la base material humana, tomando el pensamiento de Marx, catapulte el imposible en un cielo fantástico en que se sobrevive, diremos que ese “opio del pueblo”, como todos los efectos opiáceos, tiene duración limitada. No le pidamos al pueblo, o al conjunto de ciudadanos, que elabore una lectura sofisticada, mucho menos de carácter científico de aquello que sucede, basta sí que conecte los síntomas con la causa, y que esta tenga por origen la gestión pública. Locke no pide más, no podría pedirse más. Pero ello es efecto de un malestar generalizado. Tomemos un caso: la “desvinculación”, para utilizar un eufemismo opiáceo que halla en el empleado público el símbolo de la ilegalidad. El gobierno, a tal no-trabajador (sic.) ilegal lo debe despedir también ilegalmente, esto es, lo debe desvincular, pues despedirlo implicaría la liquidación de los haberes, indemnización y, formalmente, un telegrama de despedido. Un relato hace posible el entramado de ilegalidad que el Estado articula en torno a este sujeto. Este caso, sería un ejemplo de injusticia particular. El relato articula todo un entramado de consecuencias que parten de supuestos. El supuesto es: a) la inflación es producto del desequilibrio fiscal; b) se ajustarían las cuentas públicas si el Estado gasta menos; pero, c) el Estado gasta menos cuando elimina la mayor fuente de gastos, que son los sueldos del empleo público; d) el empleado público no forma parte del entramado productivo; e) es, entonces, una carga para el Estado; por lo tanto, d) la desvinculación de empleados públicos, sujeto ilegal del populismo, tendría como efecto un alivio a las arcas del Estado y contribuiría al equilibrio fiscal, fundamental para mantener la estabilidad de precios.
Hay que ponerle nombre a este chivo expiatorio del ajuste ortodoxo: “no trabajador”, dice el vocero presidencial. No trabaja porque trabajar, desde una lógica liberal, implicaría producir bienes y servicios en el mercado, desde la libre disponibilidad de la propiedad, en el juego libre de la oferta y la demanda, ¿cómo se percibe al empleado público? Pero si consume debe trabajar, debe operar en el entramado productivo: otro supuesto. Consume, entonces, de prestado, pues no produce; más aún, pertenece al mecanismo populista que altera la producción y comercialización de bienes: es, básicamente, un consumidor que no tiene derecho a serlo. Si no tiene derecho a serlo, es pues, ilegal, su situación es de hecho, no de iure, por lo tanto, su trato final debe ser el de la desvinculación, dejando el instrumento del despido para los casos que engloben a trabajadores, como operadores del entramado productivo. Claro que existe una forma de redimirlo, al empleado público: quitarle ese estatuto de casta y devolverlo al lugar del que nunca tuvo que haber salido, el de ocupar una plaza en la jungla del mercado. Pregunto, ¿tiene sentido en este caso hablar de derechos adquiridos?, ¿de (in)justicia social?: el relato enmudece con su opioide la cualidad sonora de estos elementos. Y quedarán muteados hasta que la ira divina pase y otorgue nuevamente la gracia…¡quién sabe!
La perspicacia para revelar, poner en evidencia, las claves del relato que hacen visible o invisible los nudos críticos del síntoma social, para este conjunto de individuos que se sabe, ve, piensa y siente, individuos (des)sujetados de los lazos determinantes de la figura “pueblo”, es a menudo un imposible. Lo sabían los profetas. Pues, cuando vemos, no nos vemos, precisamente.
El consumidor constitucional
Ignacio Lewcowicz, en Pensar sin Estado (2004), analiza el desinterés de la ciudadanía por la reforma constitucional en la primera mitad de la década del noventa. La “gente”, ya no el pueblo, “no sabe bien de qué se trata”. Pero, ¿cómo está constituida esta “gente”?, ¿cuál es el tipo de subjetividad y de sujeto que le sirve de soporte al Estado? Este sujeto asoma, casi imperceptible, su rostro en un artículo de la nueva constitución, el artículo 42. Tal es el consumidor, inaugurando un espacio político con rango constitucional. Empero, si le hablamos y escuchamos probablemente acuse un marcado tono de a-politicidad. Quien expresa a-politicidad rehúye, por regla general, al conflicto, la política es pólemos, discusión, conflicto, polémica. Es también, este sujeto, a-histórico: trasciende su presente en el cielo de futura plenitud (por ello es afecto al pasado mistificado en la era de oro), pero vive en la inmanencia del día a día, en el mundo “tal cual es”, está a la casa esporádica de ofertas. El Estado, de carácter tecnocrático-administrativo que resulta como su correlato, y no al revés, también se presenta como un ente cerrado de conflicto. Porque en la lógica de la eficiencia que detenta el conflicto representa el obstáculo, la rotura del tejido eficaz de la gestión. Lo que la década del noventa instala en el corazón mismo de la reforma constitucional es, pues, un sujeto de derecho, de derecho al consumo, a-político, a-histórico, y cuyo deber se pierde en el limbo, en el pliegue del mercado, reducido solamente a ser la contraparte del persistente reclamo por el goce.
Es en la anatomía de este sujeto, que sufraga en función de su capacidad de apropiarse de la góndola, cuya reflexión culmina al momento de llegar a la caja del supermercado, es en donde tenemos que escrutar. No pretendemos, empero, llevar a cabo una anátomo-política del detalle, para tomar una expresión foucaultiana; nuestra empresa es más modesta: sólo develar el silencio espeso, la falta de ruido en la caja registradora de resonancia, que es el alma del nuevo sujeto, danzarín de la melodía neoliberal, como un rulo de loop[1].
Para que quede claro: ya no se trata del Estado soberano, sino de la soberanía del consumidor que reclama para sí un Estado que le garantice eso, su prerrogativa. Y sólo eso.
El consumidor soberano
Probablemente, y a modo de funesto augurio, de fino presagio, el economista de la Escuela Austríaca, Ludwig von Mises, sentó las bases del nuevo tipo de subjetividad a la que hacemos referencia. Foucault señala, en Vigilar y Castigar (1975), que Jeremías Bentham trazó las formas de autocontrol determinantes sobre el saber de sí en la modernidad con la invención del panóptico, modelo arquitectónico de control que se traslada de las cárceles a la fábrica y a la escuela. Sostengo que algo así hizo von Mises: puso en el centro de la política al sujeto a-político de consumo, que compra ropa y presidentes. Si la prenda tiene fallas, porque el fabricante se excedió en el ansia de beneficio a costa de ofrecer un producto de menor calidad al esperado, pues no se le compra más. La lógica es la misma para elegir un presidente, o elegir un partido: este último no es más que un portal de venta. Quien no funciona, no es elegido nuevamente, y ya. La indumentaria que no viste o se avería por su deficiente calidad no deja rastros una vez que deja de usarse, ¿por qué debería dejar rastros un presidente que fracasa en su acting de gobernar, de gestionar el poder? No debería, en principio. Veamos.
En el capítulo XV, apartado IV,de La acción humana. Un tratado sobre economía (1949), Mises presenta algunas características del sujeto de consumo, sujeto de una real economía de mercado. El apartado se intitula: “La soberanía del consumidor”, pero agrega un subtítulo, si cabe, al apartado; es el siguiente: “El metafórico empleo de la terminología política”. Expongamos, entonces, una breve taxonomía del sujeto.
El autor parte de la crítica a un prejuicio, que podría concebirse como lugar común, a saber, que el empresario es el verdadero soberano. Y nos saca del error: el verdadero soberano es el consumidor, pues él es quien contribuye, con su dinero, al capital del empresario. Si este vende un producto que no satisface las necesidades del consumidor, la consecuencia es que quiebra; y otro producto reemplaza al anterior, transfiriéndose el flujo de capital de un empresario a otro. El consumidor es, entonces, quien manda. El empresario, si quiere ser exitoso, debe obedecer, interpretar en detalle su necesidad y ofrecer un producto acorde a ella, y al mejor precio de mercado. Cito un pasaje:
Los consumidores acuden adonde, a mejor precio, les ofrecen las cosas que más desean; mediante comprar y abstenerse de hacerlo, determinan quiénes han de poseer y administrar las plantas fabriles y las explotaciones agrícolas. Enriquecen a los pobres y empobrecen a los ricos. Precisan, con el máximo rigor, lo que deba producirse, así como la cantidad y calidad de las correspondientes mercancías. Son como jerarcas egoístas e implacables, caprichosos y volubles, difíciles de contentar. Sólo su personal satisfacción les preocupa. No se interesan ni por pasados méritos, ni por derechos un día adquiridos. Abandonan a sus tradicionales proveedores en cuanto alguien les ofrece cosas mejores o más baratas. En su condición de compradores y consumidores, son duros de corazón, desconsiderados por lo que a los demás se refiere (Mises, 1980, p. 415).
Quien dice mejor precio también habla de costos. A menor costo debe ser satisfecho este singular soberano: el empresario debe hacer un verdadero ejercicio de marketing para vender un producto que, de antemano, in mente, alimente semejantes expectativas. Debe hacer que el consumidor proyecte un súper-producto, que satisfaga su narcisismo, ese carácter de “jerarca egoísta e implacable”, como dice Mises. Este sujeto, “difícil de contentar”, también elige en el mercado político quien mejor represente sus intereses, y al menor costo. Quien le hable de derechos políticos, civiles, laborales, humanos –sobre todo humanos– habla un idioma que no entiende. ¿Cómo podría importarle un derecho humano a quien es duro de corazón y solo espera que se le satisfaga en su ius omnia?, ¿a qué insistir con la inclusión, con llevar el pan a la mesa de quienes menos tienen, o reclamar por el reconocimiento de nuevos derechos políticos? La compasión le es ajena porque no hay otro en su horizonte, lo dice el mismo Mises: “desconsiderado por lo que a los demás se refiere”. Ahora bien, si volvemos por un instante a Locke, esto carácter de exclusividad narcisista impediría que se establezcan lazos de solidaridad, porque así los derechos impacten en el consumo generalizado, no hay un otro, sólo hay un sí mismo proyectado en el producto, en ese cielo que se realiza en la tierra a través de la compra. Con el consumidor soberano el pasaje de la injusticia particular al estado de malestar generalizado y la vulneración de los derechos es infinitamente más difícil y complejo.
Sigamos con Mises, ya en el margen de su concepción política, en parte símil del mercado de bienes y servicios:
Con cada centavo que gastan [los consumidores] ordenan el proceso productivo y, hasta en los más mínimos detalles, la organización de los entes mercantiles. Por eso se ha podido decir que el mercado constituye una democracia, en la cual cada centavo da derecho a un voto. Más exacto sería decir que, mediante las constituciones democráticas, se aspira a conceder a los ciudadanos, en la esfera política, aquella misma supremacía que, como consumidores, el mercado les confiere. Aun así, el símil no es del todo exacto. En las democracias, sólo los votos depositados en favor del candidato triunfante gozan de efectiva trascendencia política. Los votos minoritarios carecen de influjo. En el mercado, por el contrario, ningún voto resulta vano (p. 417).
En el mercado, “ningún voto resulta vano”, señala el autor. En el mercado político, sostenemos, tampoco. Sopesemos la analogía: en el mercado todos los “votos” son válidos, pero el producto, y el empresario que lo vende, jamás tiene todos los votos. Se posiciona como líder en un segmento del mercado al obtener la mayoría de las compras de los consumidores. No aspira a más, pues rara vez se presenta en la realidad un monopolio que elimine todo tipo de competencia, con la consiguiente eliminación de eventuales productos sustitutos que, al menos en parte, satisfagan las necesidades del consumidor. Por ende, los votos (las compras) de la mayoría de los consumidores inclinan hacia un lugar el mercado y tienen, parafraseando al autor, la suficiente trascendencia comercial. Este razonamiento, por lo tanto, no es válido, desde sus mismos presupuestos argumentativos. El pretendido libre mercado se acerca, sin duda, a un oligopolio, en su faceta más concentrada; a diferencia del monopolio de la violencia coercitiva del Estado en el caso del gobernante, en palabras de Mises: “El gobierno no es más que un aparato de compulsión y de coerción. Su poderío le permite hacerse obedecer por la fuerza. El gobernante, ya sea un autócrata, ya sea un representante del pueblo, mientras goce de fuerza política, puede aplastar al rebelde” (Ibídem, p. 419).
Paradójica idea de democracia, en que es lícito aplastar a la minoría, no sorprende, es la ley de la selva, y como tal, es anárquica como el mercado; pero ni siquiera avanza tanto el empresario, pues no puede hacer nada contra quienes no les compra la mercadería; pero sí puede, por caso, aplastar la competencia, e inclinar la voluntad de los consumidores a su favor. Inferimos, entonces, que: a) el gobernante del Estado tecnocrático que sostiene el enfoque liberal de Mises es siempre, con estos presupuestos, un autócrata; b) la democracia se reduce a la suma de voluntades individualidades que otorgan el derecho al poder político a un individuo o conjunto de individuos, encumbrando un producto electoral por sobre otros, pagando por un servicio que dura la periodicidad del mandato ; c) no hay conflicto por la pérdida de derechos de una minoría, ni siquiera de la mayoría, porque el vínculo que tiene el consumidor con su producto electoral (el jefe político, el candidato) lo es todo, pues allí reside el lazo frágil y esporádico, en esa forma particular que tiene de vincularse con cualquier tipo de producto.
Conclusiones
El conflicto social expresa, expone, un efecto en el ámbito de lo público que se desencadena en ciertas circunstancias, siempre imprevistas. No hay modo de determinar con algún grado de verosimilitud qué es lo que puede desencadenar un conflicto: puede ser el aumento del 4% en el boleto del metro en Santiago de Chile, o bien la limitación para la extracción de los ahorros (el corralito) en el 2001, etc.
La subjetividad política que emerge en “la era de la fluidez”, tomando la expresión de Ignacio Lewcowicz, es el soporte del marco estatal tecnocrático-administrativo, expresión institucionalizada de la sociedad civil, conformada por un cúmulo de consumidores soberanos sin vínculos entre sí, unidos por una representación ficcional de un estado de cosas, en el mercado de representatividad política.
La representatividad política es, también, líquida, fluida, sin anclaje más que en el momento que sucede la elección, y en función de las necesidades del consumidor. Se dirá, a modo de objeción que, precisamente en este momento de la actualidad económica, política y social, quien más padece el ajuste ortodoxo es el consumidor. Sin duda que sí, pero este convencimiento electoral en gran medida es producto de una serie de intentos por domeñar la inflación, lo que no sucedió en gobiernos anteriores y, por ende, es este el talón de Aquiles, el objeto del contrato electoral. Esto es: el pacto para salir del estado de naturaleza populista-peronista, para tomar la fórmula del pacto hobbesiano, consiste en ceder el derecho a todo (ius omnia) a un individuo o un grupo de individuos con el fin de preservar la estabilidad de precios.
¿Cuál es el efecto de la política de ajuste, puesta sobre aviso, en un sujeto con estas características, siendo como es: “jerarca egoísta e implacable, caprichoso y voluble?, ¿a qué se debe la alta imagen de un gobierno que a través del ajuste ortodoxo y la recesión impulsa la caída del consumo, haciéndole bajar el copete a este peculiar soberano?, ¿cómo hablarle a un sujeto que mira hacia sí en pos de consumir y, por ende, el otro que consume, o la ficción de ese otro que consume, salvo que conserve los mismos rasgos de clase del soberano consumidor de estrato medio, es considerado un advenedizo, un roedor de la política pública a costa del Tesoro? Dejo abierto estos interrogantes. Por lo pronto, el “topo del Estado” se alimenta también de roedores, constituyendo una forma anómala de ser mamífero.
Bibliografía:
- Foucault, M. (2000). Vigilar y castigar. Editorial Siglo Veintiuno.
- Lewcowicz, I. (2004). Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez. Editorial Paidós.
- Locke, J. (2002). Segundo ensayo sobre el gobierno civil. Editorial Losada, S. A.
[1] Se hace referencia, con esta expresión, al efecto de sonido que reitera un mismo fragmento musical, de manera monótona, una y otra vez.