Como los paisajes de Catamarca, el dólar oficial en Argentina nos muestra una paleta con “mil distintos tonos de verde”. Dólar soja, dólar agro, dólar turista, dólar turista para gastos superiores a 300 dólares, dólar ahorro, dólar “coldplay” (para remunerar a artistas extranjeros), etc. Todos ellos con distintos valores, superiores al dólar oficial del que irónicamente se denomina Mercado Único y Libre de Cambios, que en su versión mayorista valía a fin de abril $ 222,58, pero que cuesta mucho conseguir. Se ha generado alrededor del tipo de cambio una normativa harto compleja, con valores de la divisa diferenciados por sector, que incluye la absurda decisión de pagarle $ 300 por dólar al exportador de soja, cultivo altamente rentable y que se vende fácilmente en el mundo, mientras quien exporta heladeras, autos o software, por ejemplo, recibe sólo aquellos $ 222,58 por un producto que en general deja menor rentabilidad, genera mucho más empleo nacional, y exige alta tecnología y trabajosa negociación para su colocación en el exterior.
A estos dólares oficiales se agregan los dólares paralelos “legales”, a saber: dólar “MEP” (comprando en el país títulos públicos con pesos y vendiéndolos en dólares, obtengo en una cuenta local un dólar que, a fin de abril, costaba $ 436,05); y “contado con liquidación” (haciendo eso mismo pero vendiendo los bonos en el extranjero, saco del país un dólar a $ 453.16).
Pero el “verde” que domina la escena nacional, el que ocupa todos los titulares de los diarios cuando se dispara, es el que, con argentina ironía, llamamos “blue” (por no decirle “black”, que podría sonar discriminador o peyorativo…). No es legal, pero se lo consigue sin trámites ni restricciones de monto ni frecuencia de compra. Es muy poco representativo en la matriz económica, no integra casi ningún costo, se negocia en cantidades pequeñas con relación a los dólares oficiales y los paralelos legales, pero cuando sube de golpe acapara todas las noticias, desencadena los pronósticos más agoreros y acicatea las peores expectativas, generando con frecuencia fuertes remarcaciones de precios, como sucedió en la última semana del mes pasado, e incontables veces anteriores. Se dice que no tiene mayor peso en la economía real, pero posee un enorme poder para generar fuertes golpes inflacionarios, con lo cual la altera sustancialmente.
¿Y qué es lo que le da a este dólar “blue”, oscuro y marginal, semejante poder? Bueno, tener tantos tipos de cambio legales, es como no tener ninguno. Este dólar, cuya cotización se publica a cada momento, es el que la gente común puede comprar, aunque sea el menos representativo de todos. Es el dólar “de veras”, el que entregando, al último día de abril, $ 469, me daba un billete contante y sonante, con la cara de Washington, que puedo gastar aquí o en cualquier lugar del mundo.
Quien lea esto se preguntará si esta columna se transformó en un acalorado alegato ultra liberal, más digno de algún furibundo candidato pelilargo que de una revista con la seriedad y la orientación de la que lo publica. Nada de eso: somos partidarios de una fuerte, decidida y contundente intervención del Estado en la economía capitalista, mucho más importante de la que normalmente se logra aplicar; pero esa intervención debe ser inteligente y cuidadosa, y este no es el caso en la cuestión cambiaria. A partir de enero de 2021, el gobierno nacional decidió comenzar a “atrasar” el valor del dólar, aumentándolo sistemáticamente por debajo de la inflación. Con esta política coinciden algunos economistas progresistas, que sostienen que, para reducir la inflación, son necesarias ciertas “anclas”, como ser el tipo de cambio o las tarifas. Se equivocan: el atraso tarifario lleva a generar déficits crecientes que luego no se sabe cómo financiar, y terminan acelerando la inflación que se quiso reducir. Y el atraso cambiario nos lleva, inexorablemente, a la “restricción externa”, la falta de divisas que con tanta frecuencia azota a la economía argentina, trabando la producción, complicando hasta el hastío la gestión empresaria, y generando incertidumbre, desconfianza e inflación mucho mayor que la que teníamos cuando decidimos combatirla de este modo. Desde hace ya tiempo, la principal actividad de los funcionarios del área económica se destina a manejar el problema cambiario: por un lado, a “administrar el cepo”, ver cómo podemos tapar las numerosas filtraciones por las que se nos escurren las divisas; y por otro, buscando de quien sea, vaya a saberse a qué costo, préstamos o adelantos en moneda dura para evitar una devaluación. Pero todo esto es necesario por el enorme error inicial, de pretender un tipo de cambio irreal, absurda y crecientemente bajo, que resulta insostenible. Porque ese dólar barato estimula importaciones innecesarias de insumos, bienes y servicios, e impide o reduce exportaciones industriales y de la economía del conocimiento, que aportarían divisas preciosas para el desarrollo del país y el equilibrio económico. Transforma una economía de producción, que es la que este gobierno realmente quiere y en parte logra, en una economía de especulación, en una puja desenfrenada por conseguir los escasos dólares baratos que el Poder Ejecutivo está entregando, y por eludir la liquidación de exportaciones al valor oficial. El tipo de cambio bajo subsidia la fuga de divisas, la transferencia de ganancias al exterior e importaciones innecesarias, y al mismo tiempo desalienta exportaciones que ayudarían al desarrollo del país y generarían empleo de calidad.
En la crisis actual, la principal causa, desde hace rato, es ese capricho cambiario. Ello no obsta a reconocer que también nos resta divisas, y demasiadas, la terrible sequía que azotó al país en los últimos meses: eso nos está costando, este año, unos 15.000 millones de dólares, que si tuviéramos un nivel decente de reservas externas, se podrían financiar con ellas. En su lugar, el capricho del dólar barato hizo que el año pasado, con una buena cosecha y altos precios internacionales, las divisas que podríamos haber acumulado se escaparan por la canaleta del pago de dudosas deudas empresarias, la importación excesiva de insumos y vaya a saberse cuántas cosas más, y la no liquidación de exportaciones, delito que se premia con un beneficio de más del 150%, correspondiente a la brecha entre el dólar oficial y los paralelos, más la evasión de retenciones y otros impuestos, como ganancias.
En la crisis que se desata cada vez que se disparan los tipos de cambio paralelos existen también “manos negras”, especuladores que lanzan rumores infundados para lucrar con la suba del dólar, y, por supuesto, una oposición que busca el caos para no sólo ganar la próxima elección presidencial, sino también encontrar en el desastre la ocasión de aplicar remedios heroicos en contra del pueblo y del país. Pero todo esto opera sobre un terreno fértil que hemos abonado nosotros mismos, con la ingenua pretensión de cotizar las divisas extranjeras a un valor irreal e insostenible, que achica la economía y genera la enorme inestabilidad que venimos sufriendo hace ya tiempo.
Desde la recuperación democrática, Argentina se sacudió el yugo de la restricción externa en una sola ocasión: entre 2003 y 2007, con un tipo de cambio alto y estable, hijo del estallido de la convertibilidad (otro proceso de dólar barato e insostenible). En ese período, el país creció a tasas chinas (8,3% anual promedio), la inflación fue relativamente baja, y tuvimos superávits fiscal y de balanza de pagos; pero a partir de 2008 se comenzó con esta política del dólar capricho, cada vez más barato, y entre 2008 y 2011 el crecimiento cayó drásticamente, transformándose en recesión desde el 2011 al 2015. Pero no aprendimos de esa experiencia: recuperado el gobierno nacional en 2019, un año después retomamos la misma política que nos llevó a aquél retroceso.
El plan de gobierno que la coalición oficialista estaría por desarrollar deberá, necesariamente, encarar este y otros aspectos centrales de la política económica, para proponer a la sociedad un curso de acción que supere para siempre la restricción externa, poniendo al país, de una vez por todas, en el sendero de desarrollo económico con justicia social que la derecha ha saboteado con éxito durante casi medio siglo, y que los gobiernos populares no han sabido generar.