Aromas de azahares al medio día y a pescado frito hacia la noche. En el Pujol todos lo conocen: “Adiós, don Arrollado” le saludan los vecinos. “Adiós, abuelo” y también a veces “Adiós, Arrolladito” le dicen los niños. ¿Setenta y ocho años. Bien cumplidos, Don José? le preguntamos una tarde en su casa, bajo el Ñangapirí que Juana, su mujer, 50 años antes plantó.
Era una tarde de mucho calor, parecía ausente, sentado en su silleta, sin camisa, con su mirada perdida en el tiempo de ese patio que tanto transitó. “Saben -dijo de repente – fue esa vez que el Mono se escapó. Saltó por la ventana, cruzó el tejido y se fugó. Por esa época no había este muro, -aclaró- señalando hacia los ladrillos que hacían de medianera. Después lo mataron, pobrecito” dice y se vuelve a quedar callado por un momento. “La vieja estaba recién operada” continúa, levantando la cabeza y arreglándose los anteojos, “y el tenientito o capitán, no me acuerdo bien qué era, le pegó un sopapo. La vieja, que no era fija, le decía; pega cobarde, pega … Y el militar le daba y le daba … A mí me tenían ya esposado con las manos atrás, junto con mi hijo, el menor. Y así me llevaron. nueve días,” dice bien preciso.
Eran años de gobiernos dictatoriales y Arrollado sabe que esta vez no es como cuando lo encerraron por esa pelea, en la final de Mandiyú y Lipton. En esa final de la cuarta, donde su hijo jugó de nueve; el que ahora está esposado. Esta vez no era por las trompadas en la tribuna, con el padre del arquero contrario. Contrario a Mandiyú, a su hijo, a treinta años de trabajo en la Tipoity. Porque a Arrollado le pusieron el sobrenombre los compañeros de la fabrica textil. Esta vez a Arrollado no le llevaban a la Comisaría Segunda donde, por esa pelea desde mitad del partido, esperó sentado en un banco de madera, sentado como está ahora, cabizbajo, hurgando en el tiempo. Esta vez no será así, y él lo sabe porque en esa otra, la del partido, al final, como en las películas, se aparecieron todos juntas a buscarlo en la Comisaría, hinchas y jugadores de Mandiyú, para festejar el campeonato ganado. Y en esta, tus compañeros, los que te pueden buscar, también están siendo encarcelados y torturados.
Además, Arrollado, estos no saben de gambetas ni de caños tirados para el deleite del cuerpo y la muchachada de la popular. Esto, los que te buscaron no gozan del cuerpo. Lo laceran buscando información. Y ahora, con la venda que le colocan en los ojos van señalando los caminos a venir.
“Saben ahí lo del silbido?” señaló de pronto mirándonos con su cara de abuelo y haciendo un gesto con la mano, como de atención. “Estos tipos eran unos hijos de puta” dijo simplemente, como acotación. “Nos hablan separado para la interrogación, a mí por un lado a él por otro. Bueno, yo lo veía cuando pasaba para ir al baño, por debajo del tabique que nos separaba. La zapatilla nueva de mi hijo era inconfundible. Y entonces le silbaba. Como cuando eran niño y jugaba con sus hermanos; el silbido era un llamado, pero aquí adentro quería decir: todo está bien, fuerza, no aflojes. Y bueno, el otro lo sabía,”, aclara.
Como no iba saber Arrollado, si era él mismo el que le decía “no aflojes, seguí jugando,” como en ese partido también de final, cuando el defensor, el ‘Toro’ Vera, le planchó por segunda vez y le dejó con el tobillo hinchado como una batata. Seguí, seguí, no aflojes seguí jugando decía el silbido, al hijo también atado y encapuchado, pero volando con el pensamiento por el campito del barrio, o por los baldíos con la nueve en la espalda para gambetear con Pacheco en un picado. Ese mismo Pacheco que un día, el número 10, el único número 10 de Argentina, dijo: “Alguna vez quiero jugar como Pacheco.”
“Bueno, después me largaron” dijo de golpe. “La próxima vez me llevaron a mi solito. De vuelta, la venda en los ojos y un recorrido corto. Escalinatas que bajan y me depositan en un lugar, con las manos puestas atrás.
El primer golpe al estómago me agarró desprevenido. Yo espere el segundo apretando los dientes y la rabia” dice Arrollado “y ahí se vino“.
“‘Ah, te avivaste” le dice el torturador y siguió con más golpes diciendo al mismo tiempo “el otro que está en el Chaco, no habló“.
“Y qué querés que diga, una pavada, le contesto yo” -recuerda don José-
“Vas a hablar, ya vas a ver. Traé la picana” gritó el verdugo.
“Sentí un estremecimiento por el cuerpo en la primera descarga” recuerda Arrolladito “y ahí nomás le dije: “¡Que esperás para matarme, cobarde hijo de puta!”
“Si yo te agarro a vos mano a mano, vas a ver militarcito …”
El su hijo, el Pollo, el número nueve que está sentado a su lado es el que recuerda, acariciándole la cara: “El viejo siempre fue villero y pesado”.
Se estremece la sonrisa del anciano y la mirada, por las arrugas que aprietan los ojos, casi por primera vez derraman agua.
“Después de un rato me desmayé. Llamen al doctor alcance a escuchar en la nebulosa de golpes y picana” dice Arrollado “y no se cuánto tiempo pasó. Desperté en una camilla.”
“Y hablando de camilla voy a buscar un remedio,” dice el viejito, levantándose.
“No quédate, tranquilo” le dice el hijo y yendo para el fondo le trae una botella de cerveza fría. “El siempre dice así” aclara volcando al líquido dorado en el vaso de su padre.
Hay silencios entrecortados por una tos, en la voz de don José.
La oscuridad va ganando el patio de ladrillo y tierra blanca, los olores a pescado frito inundan el barrio. Doña Juana se asoma, ya por quinta vez, desde la cocina para ver cómo sigue la tertulia y… de paso controlando al ‘viejo’…
Cuando salíamos afuera, ya de noche, el griterío de los niños jugando en la calle nos llenó la noche de nostalgias. Adentro de la case quedaba una pareja de ancianos, de compañeros casi anónimos para la histona, pero no para su gente.-