Merodean por la vida dándolo todo cuando es preciso y en el terreno que fuere. No perdieron la voluntad de construir un mundo mejor. Ellas y ellos son rebeldes con causas que no se oxidan con el polvo del olvido. Sonríen como jóvenes, pero ya son añosos y añosas y lo saben muy bien. Dejaron de ser meras “víctimas” para volver a ser sujetos de la historia, por la voluntad política de uno de su generación que llegó a ser Presidente de la Nación: Néstor Kirchner.
A sus muertos más recientes se los llevó la pandemia. Sus muertos más lejanos se quedaron en la historia, en su propia historia, para siempre. Son quienes fueron presas y presos políticos de la dictadura. Son las y los exiliados externos de la dictadura. Son las muchachas y los muchachos perseguidos en su exilio interno por la dictadura. Son quienes dormían en los trenes para evitar la captura de la patota de la dictadura.
Son las mujeres y los hombres que hicieron posibles los juicios de lesa humanidad porque siempre supieron que sin ellas y sin ellos como testigos, no habría juicio. No siempre son mencionados ni hablan en los actos; pero sí testimoniaron sus verdades ante los tribunales exigiendo justicia. Y se desgarraron el alma cada vez que lo hicieron.
Y que tiemble la tierra cuando se lo nombra: Jorge Julio López; porque nadie como él sufrió las consecuencias de llevar sus convicciones hasta dejar su vida por buscar la verdad y marcar con sus dedos de albañil a los genocidas. Y que tiemble la vida cada 18 de septiembre, día de su segunda desaparición, después de denunciar el tormento recibido por él y sus compañeros en el “Pozo de Arana”. Y que nos tiemble la conciencia y el orgullo, porque sin testigos tan dignos como Jorge Julio López, la memoria de este pueblo estaría también desaparecida.
Testimoniaron contra sus propios miedos, a veces. Testimoniaron por seguir comprometidos con la memoria de sus mejores años. Y por sobre todo, de los peores años. Siempre de bajo perfil, sin levantar el tono de su voz más que lo necesario. Les importó relatar la verdad y pedir justicia; ni olvido ni perdón, dijeron. Ellas y ellos son sobrevivientes del genocidio, las que lo sufrieron en el cuero propio, las que perdieron todo de un solo tajo de bayoneta en el vientre de su lejana y bella juventud, las que encanecieron de golpe cruzando una pinza militar o leyendo en un diario que habían matado a su compañero, a su compañera.
Se pudieron reconstruir desde sus propias ruinas. Una reconstrucción que atravesó por distintas etapas; muy pocos fueron esperados con los brazos abiertos al salir de la cárcel o volver del exilio. Unas cuantas, pero unas cuantas más, guardan la ingratitud del que los vio en la calle y se cruzó de vereda para no saludarlas. También estas desvergüenzas aprendieron a disimular por razones de urbanidad y de buen gusto. Pero la huella queda, aunque ningún rencor las anime.
Son las presas y los presos políticos de la dictadura de los que vengo hablando en esta hora de conmemoración, o como se diga, en cada 24 de marzo y en cada uno de los días de la vida. Son los que en medio del horror y los barrotes escribieron poemas y obras de teatro y fueron, sin saberlo, poetas, dramaturgos, dibujantes, cineastas.
Ellos y ellas fueron los resistentes irrecuperables que poblaron las cárceles hasta que llegó la recuperada democracia. Tuvieron que soportar con dignidad espartana el calabozo humillante de sus carceleros, la soledad y el frío de aquellas celdas que parecían tumbas habitadas por tanta militancia diezmada, torturada, condenada, humillada, castigada durante días, meses y años.
Son las militantes y los militantes que dejaron grabados en la piedra de sus pozos un poema de Ho Chi Minh, de Paco Urondo, una consigna política o una receta de cocina. Son los de la cárcel del destierro allá en el norte, en Resistencia; allá en el sur de la Patagonia, en Rawson; los de la docta Córdoba; los de Tucumán; los de Coronda, allá en Santa Fe; los de la cementera cárcel de Caseros, en la ciudad porteña; los que convivieron con los héroes fusilados, Dardo Cabo y Rufino Pirles, en la cárcel de La Plata; las compañeras presas en la cárcel de Devoto, también en la capital de este país injusto y desigual que se llama Argentina.
Son las mujeres y los hombres que sufrieron y protagonizaron la resistencia más dispar a la dictadura. Armados sólo de ternura y convicciones enfrentaron cada traslado hacia la incertidumbre con sus sueños a cuestas. Testigos del asesinato de sus compañeros en el patio desnudo de la cárcel cordobesa y en la cárcel chaqueña cuando la masacre de Margarita Belén y de los muertos por abandono en la cárcel corondina. Algo de ellos murió en aquel tiempo violento. Testigos del infinito dolor de sus padres y de sus madres humilladas en las escasas visitas tras un vidrio represor.
También son los que, en libertad, apretaron los puños y mordieron su indignación cuando sintieron la ofensa de ser negados en su esencia militante o les cuestionaban la supervivencia en un siempre denigrante: “por algo será”.
Aprendieron a los golpes que la historia es prolija a la hora de ser escrita para las bibliotecas, pero suele ser maloliente y desprolija mientras se la protagoniza. Esos presos y presas hicieron la historia de esos años del setenta y después y por eso mismo merecen nuestro homenaje en el Día Nacional de la Memoria.
Hablo de los exiliados y exiliadas y de las presas y los presos peronistas Montoneros, de las presas y los presos del ERP y el PRT, de los presos comunistas, cristianos, obreros sindicalistas, estudiantes secundarios y universitarios, curas del tercer mundo, maestros y profesores, los que cayeron sin beberla ni comerla pero cayeron igual, los compañeros todos, las compañeras todas.
Los invitaron a rendirse muchas veces; “firme aquí su rendición, condene aquí la violencia, acepte el indulto que le damos” escupían en sus caras los violentos criminales del terrorismo de estado, a cambio de la libertad casi inmediata. Y ellos y ellas no firmaron nada, pero sí condenaron la violencia del verdugo; desde los degollados del Chacho Peñaloza, a los argentinos y argentinas bombardeadas en la Plaza de Mayo el 16 de Junio de 1955 y los Fusilados en los basurales de José León Suarez el 9 de Junio de 1956; desde las y los masacrados en Trelew en 1972 a los desaparecidos de esa misma dictadura que les pedía la firma de la rendición.
Los 30 Mil nos duelen todos los días del año, pero en Marzo duelen mucho más. Las presas y los presos políticos que sobrevivieron, fueron precisamente las que militaron junto a los 30 Mil. Fueron sus hermanas y hermanos, sus amigas y amigos, sus compañeras y sus compañeros, sus novios y sus novias eternas en el tiempo; finalmente, son los testigos del crimen más horrendo ante los tribunales.
Por eso se merecen, siquiera una vez, ser nombrados y homenajeados cuando se habla de Memoria, Verdad y Justicia.
Aquella generación diezmada, como la llamó Néstor Kirchner, con errores y aciertos lo dio todo, hasta la propia vida, por un proyecto de país libre, justo y soberano. No especuló con un lugar en las listas electorales, sencillamente porque no había elecciones. Nació y creció en dictadura, esa generación. Y cuando fue puesta a prueba en los rincones más tenebrosos del horror genocida, en la cama elástica del torturador y su picana eléctrica, en el verdugueo cobarde del pasillo carcelario, en el aislamiento en las sombras, sin ventanas ni sol, supo mantener la dignidad en su mirada y en sus gestos. Y hasta inventarse un propio sol para iluminarse el camino en las tinieblas.
A casi medio siglo del golpe cívico-militar, de haber transformado aquella tragedia en sustancia memoriosa, de haber perdido a nuestros amados 30 Mil entre los que estaban los mejores compañeros y compañeras, a casi medio siglo del más hondo de nuestros dolores, sentimos la necesidad y la obligación moral de que nos acordemos y rindamos tributo a quienes sobrevivieron, dignamente, al mayor horror sufrido por el pueblo argentino.
Uno de ellos, Jorge Julio López, encabeza esa columna de mujeres y hombres dignos para siempre. –