Algunos cuentan que duró días, otros meses y la mayoría asegura que duró muchos años. No era normal la lluvia en ese lugar, ni en ese tiempo, ni en esa época.
El diluvio comenzó a la mañana temprano y pareció un alivio. Algunos habitantes salieron de sus casas para agradecer mientras aprovechaban para saciar su sed.
Así pasaron los primeros días o meses, según a quién se escuche narrar, sin que la lluvia se detuviera ni un instante.
Todo era barro, peligro y destrucción. Día tras día, hombres, mujeres y niños comenzaron a abandonar el lugar, en busca de tierras más seguras.
¿Qué hacemos? preguntó él, y con una sonrisa frágil, marcada por los surcos que los años habían formado en la piel de su rostro, ella le contestó que debían resistir.
Los dos se sentaron debajo de un gran árbol (muchos aseguran que era un jacarandá, otros un timbó, o un ceibo, según donde ubiquen la historia) y observando el cielo oscuro, se sentaron a esperar. Los primeros días, agarrados de la mano, se contaron nuevamente sus historias, ella habló de su infancia en el calor del norte y él de sus noches tristes sin su madre.
Día y noche permanecieron uno al lado del otro, agarrados de la mano, soportando el frío, el agua y las privaciones.
Con el tiempo (días, meses o años, nadie lo sabe) los dos empezaron a olvidar sus propias historias, el árbol que los protegía empezó a perder sus hojas y el frío a maltratarlos.
Ella se acurrucó sobre su pecho, él la abrazó.
Juntos, le dijo y lentamente empezó a contarle todo lo que ella le había relatado, ya que habían empezado a olvidar sus historias, pero no las de su ser amado.
Así, él le habló de ese 17, de aquella plaza, de aquel hombre y de las patas en la fuente, ella le recordó a esa mujer y el sonido ensordecedor de las bombas en la misma plaza. Hablaron del olor de la guayaba y de la flor de mburucuyá. Él con lágrimas en los ojos le habló del flaco y ella con el corazón encendido del coraje de una morocha.
Pasaban los días y las noches así, juntos, como se habían prometido, relatando historias que ya no existían separadas, que eran una misma, igual y diferente en la memoria de cada uno.
Una mañana de pronto la lluvia cesó. Los dos abrieron los ojos, cansados, mojados y hambrientos.
Observaron todo a su alrededor, las viviendas abandonadas, el barro y los cursos de agua que descendían arrasando todo desde la montaña.
Se les llenaron los ojos de lágrimas, por las manos agarradas, por las historias, por el amor, pero fundamentalmente por el futuro.
Con dificultad, apoyándose uno en el otro se levantaron, se miraron como si hubiera pasado apenas un instante desde que se sentaron allí y sonrieron.
La vida empieza todos los días, se dijeron casi al mismo tiempo. Luego cerraron los ojos enceguecidos frente al sol que ya asomaba y juntos, empezaron a caminar hacia lo que había quedado de su casa.