En una entrevista el diputado Martín Tetaz realiza el siguiente pronóstico: “Con este nivel de inflación, en marzo o abril el gobierno va a tener que hacer una nueva devaluación” (Fuente: Infobae 25/1/24). La explicación reside en el aumento de la brecha entre el dólar oficial y el blue, que impulsaría a la suba estimando una inflación mensual del 25%; el legislador entrevistado considera ya, con esas cifras, “una hiper(inflación)” –a modo de digresión, recordemos que el discurso inaugural del presidente electo aseveraba que el “gobierno saliente” había dejado una hiperinflación en ciernes–. Dejemos, por un momento, a un lado las causales de inflación: la presión efectiva a una eventual devaluación del 100% de la moneda por el FMI (Fuente: el DiarioAr, 17/08/2023), que al final fue del 22% luego de las PASO; o bien el problema estructural del déficit fiscal, en lo que hace al desbarajuste de la balanza comercial, la sequía, con un largo etcétera. Vayamos puntualmente al rubro de alimentos, y analicemos una cuestión no menor, a saber: que por prejuicios ideológicos los alimentos tenderán al alza, más que otros bienes. La solución que nos brinda la funcionaria Mondino es una apreciación doméstica de lo que sostiene Von Mises: para el economista austríaco, el verdadero soberano no es el empresario sino el consumidor, él paga los sueldos y lo financia; de modo tal que en él reside la decisión consumir o no el producto, determinando el alza o la baja del precio (La acción humana, cap. XV). Mondino lo dice así: “Si alguien pone un precio muy caro, nadie le va a comprar”, y agrega, “No hace falta tener demasiada educación para eso. Si no tiene plata en el bolsillo, no va a comprar cosas muy caras”. Le vamos a responder a la flamante canciller, lo siguiente: no hace falta tener mucha educación para entender que los alimentos son bienes que responden a una demanda inelástica, al menos los que conforman la canasta básica, también desregulados. Una demanda inelástica es aquella en que los consumidores seguirán comprando así suban los precios de esos bienes, porque no pueden dejar de consumirlos. Es verdad que pueden sustituir bienes de mayor calidad a otros de menor, pero, en un mercado concentrado es muy probable que un mismo grupo económico produzca los bienes de mayor y menor calidad y, por ende, suben los precios incluso de los bienes sustitutos. Vayamos a un ejemplo: Mastellone Hnos. S.A. produce no sólo La Serenísima, sino otras marcas de leche en sachet como Día, Carrefour, Armonía, La Martona. Entonces, quien consume leche debe adquirir, casi con seguridad, alguna de estas marcas; es verdad que hay otras, pero tiene la suficiente presencia en el mercado para influir en el precio final, y además, por acuerdos con otros grupos que conforman casi la totalidad del mercado, en que los mismos salen beneficiados.
Vayamos a otro ejemplo, el del aceite. Entre los productos alimenticios es el que mayor incremento tuvo en el mes de diciembre respecto al mes anterior: 44% en el NEA (Fuente: INDEC). Es verdad que la herramienta del gobierno anterior para morigerar la suba de precios de este producto puede ser puesta en cuestión, a saber: la creación de un fideicomiso (la misma política se implementó con el trigo para sostener un precio accesible del pan y los derivados de la harina), pero: es un gobierno, y como tal debe asumir gestión de los recursos en pos del bien común, lo que implica la protección de los consumidores con herramientas de política pública, en ello consiste una democracia, básicamente gobierno del pueblo, para el pueblo, para los consumidores diría von Mises, referente teórico del liberalismo. Vamos a otro ejemplo, si tomamos el aceite encontraremos que tres empresas concentran el 91% de la producción (Fuente: Ámbito Financiero, 17/03/2022). Si se liberan los precios, y la respuesta del gobierno, o de sus funcionarios, es dejar de consumir, ¿es mejor o peor para los consumidores?: pensemos por un momento desde el órgano más sensible, como señala un estadista, a saber: el bolsillo. ¿Podríamos dejar de consumir alimentos? Liberando los precios de los medicamentos, ¿podríamos dejar de consumir, por ejemplo, la insulina?
Veamos qué opina de la concentración económica en los monopolios el presidente Milei, en su revival autobiográfico al leer a Murray Newton Rothbard, autor de Monopolio y competencia: “Durante más de veinte años estuve engañando a mis alumnos. Todo lo que enseñé sobre estructuras de mercado está mal. ¡Está mal!” y, agrega: “la competencia perfecta es tan estúpida que termina por no haber competencia en absoluto”. Sopesemos cuál sería el efecto de la competencia perfecta en relación al precio: al haber muchos vendedores y muchos compradores tiende a estabilizarse el precio de un producto, y ello sin intervención alguna del Estado. Lo que no sucede con los oligopolios y menos con los monopolios, en que el precio se fija de manera unilateral: un solo vendedor (pocos, en un oligopolio), y muchos vendedores. Esto es, ¡ni siquiera podemos implorar a las fuerzas del cielo por una competencia perfecta de libre mercado! Tal es nuestra condición. ¡Más nos hubiera valido ser gobernados por el primer Milei, un Milei ignorante de Rothbard!
El mercado, como aquel orden espontáneo, según la definición de Hayek, al estar concentrado, es un mano muy visible, tan visible que la hallamos en la caja del supermercado, ante nuestra sorpresa al comparar lo exiguo de la compra en función del precio y nuestro poder adquisitivo. Este problema es viejo, es verdad, pero no regularlo, dejarlo al libre juego de oferta y demanda, cuando en verdad responde a las decisiones unilaterales de quienes detentan el mercado concentrado, para nada ejemplo de libertad y sí de condicionamiento ¡vaya si lo sabemos!, ¿es mejor o peor?
Es verdad que debemos sacrificarnos. Al principio es así…los próximos 15 años son de sacrificio, eso se nos dice: cual utopía, a medida que nos acercamos se aleja más y más. Pero Moisés, en el desierto –imagen que alguna vez apareció en la cosmovisión libertario mesiánica– mostraba piedad, comprensión, compasión incluso con su pueblo, aquella multitud que atravesaba el camino hacia la tierra prometida (Éxodo, 32:11), porque entendía que todo sacrificio extremo al máximo la tensión respecto a los límites que cada uno puede y debe asumir. En este lugar del mundo hay algo indigerible que impacta, aunque no tanto como la suba de los precios: la falta de sensibilidad frente a quienes sufren estos problemas y otros, la ausencia de empatía frente a quienes tienen un día tras otro malas noticias, y un panorama aún más sombrío que hace un mes atrás, y todo en pos del cumplimiento de una promesa tan lejana como incierta. El argumento de que se deje de consumir alimentos si en la góndola sube demasiado el precio responde a una falta total de empatía, porque nadie en su sano juicio puede dejar de adquirirlo, so pena de perecer. El tecnócrata no tiene empatía, no debe entonces comunicar.
El descontento respecto a la falta de soluciones puntuales de la gestión anterior y por lo que fue electo el gobierno actual, por caso: la inflación, y sobre todo en el rubro de los alimentos se profundiza en el presente, y a su vez se ahonda, por la insensibilidad en la comunicación y el tono amenazante. Lo central, no obstante, es esto: sin Estado que de algún modo regule, en el marco de la concentración económica de rubros como alimentos, medicamentos, etc., estamos “a la buena de Dios”, del Dios Mercado Concentrado; lo vemos a diario: no se trata de un pronóstico incierto, como la promesa de volver a ser potencia mundial. Sin Estado, salvo en lo que hace a su faceta represiva, nos hallamos indefensos, mirando al cielo…a un cielo a su vez indiferente. Como expresa Kafka en su lamento: “el cielo es un escudo de plata para quienes imploran su ayuda”.