A través del relato de su historia familiar, la autora expone el peregrinar de miles de argentinos y argentinas que se vieron obligados a abandonar su lugar y vivir en el exilio.
Es difícil poner en cifras la magnitud del tema, por la variedad de situaciones que implica. En el caso del exilio, hay cálculos estimativos por los que varios investigadores aceptaron que medio millón de personas es la cifra más aproximada, un universo que representaría a uno de los destierros más importantes de la historia universal.
Y respecto del exilio interno, la cuantificación es aún más difícil. Si tomamos como muestra la situación de los campesinos organizados en las Ligas Agrarias Correntinas, unas 20.000 familias, y tenemos en cuenta los testimonios de los sobrevivientes a la brutal represión a la que fueron sometidos, al menos un cuarto de esas familias, emigraron hacia los grandes centros urbanos, cortando toda vinculación con sus familiares.
Por último, la cifra de personas que debieron clandestinizarse, resulta incalculable. Incluso el no disponer de datos y cifras en este aspecto, impacta también en la cantidad de detenidos desaparecidos que se encontraban con identidades apócrifas.
Como tantos otros, al mes del golpe dejamos nuestra ciudad de Goya, donde estábamos militando mi compañero y yo en la Ligas Agrarias. Vivimos en Resistencia dos meses en los que aún “legales”, es decir con nuestras propias identidades, trabajamos para la salida de la provincia de otros compañeros en situación de emergencia.
Para julio debimos abandonar nuestra casa. Habían allanado la casa de mi padre y la de mi hermano. Esperábamos a nuestra primera hija y para entonces llevaba cinco meses de embarazo. Debimos separarnos y yo fui a parar al campo. Primero a una casa y luego a una tapera porque había un gran operativo en esa zona del norte santafesino.
Finalmente llegué a Buenos Aires y allí me reencontré con mi compañero Jorge. Sin recursos, fuimos a parar a la casa de una familia amiga de la infancia. Jorge volvió al norte y en ese lapso de su ausencia, nació nuestra hija.
Al llegar a la clínica, la recepcionista me anuncia que después de instalarme, me visitaría una agente que tomaría mis huellas digitales, por lo que encaré la salida por una puerta secundaria. Y allí me encuentro con la patera. Me la había recomendado una amiga y solo me había visto dos veces. Contracciones mediante y con la intuición de que era buena gente, le cuento la verdad de lo que me pasaba. Para no entrar en detalles, me convirtió en su sobrina y generó el parto más cómodo con el que podía haber soñado. Ninguna de las dos salió de allí pensando que dos años más tarde íbamos a pasar juntas el parto de nuestra segunda hija.
Los dos meses siguientes fueron muy difíciles, hasta que nos animamos e inscribimos a nuestra hija. Muchas veces pasamos arriba de trenes, higienizándonos en los baños públicos y durmiendo de a ratos. Hasta que nos llegaron unos pesos y con el documento de la nena, pudimos alquilar una pieza en un conventillo de San Telmo. Otra historia. Un día cayó un operativo y nos encontramos en la terraza unas 10 personas.
Un poco más tranquilos, empezamos a trabajar. Yo en el empleo doméstico y Jorge como peón en un estacionamiento, trabajo que sostuvo hasta que nos fuimos del país casi cuatro años después. Trabajando en Capital, elegimos vivir en provincia como para proteger la familia, pese a que tuvimos que sortear no pocos operativos.
Para ese entonces, el hermano mayor de Jorge, Secretario General de las Ligas Agrarias de Santa Fe, había sido secuestrado durante dos meses para luego ser “blanqueado” en Coronda. Otro de sus hermanos, el Colo Sartor, desapareció y fue visto por última vez en la Comisaría 5ta. de La Plata. Las casas de nuestros familiares volvieron a ser allanadas y tuvimos que llorar a nuestros compañeros y compañeras a escondidas.
Así también andaba la gente por la calle, en los trenes, con caras absolutamente tristes y vencidas. Una mañana haciendo un trasbordo de tren, un canillita comienza a gritar “mataron a Videla” y recuerdo a muchos arrebatándole el diario de las manos. El tal Videla era un boxeador y al constatarlo, una risa hermanante inundó el andén.
Además de ganarnos estrechamente el sustento, seguimos trabajando para la salida de compañeros que habían quedado varados en el norte. En el 78 nació nuestra segunda hija, en un clima muy complicado y tenso, tanto en lo externo, como en el vínculo con otros compañeros con quienes comenzamos a disentir, diferencias que marcaron también el exilio.
La vida clandestina fue una suma de rituales de seguridad y de falsa identidad asumida, que al cabo de tres años, minó nuestra salud física y mental. Religiosos y religiosas que frecuentábamos, nos aconsejaron la salida de Argentina.
Es así que salgo hacia Brasil, mientras Jorge sostenía nuestro único ingreso económico. Me contacto con un sacerdote de Caxias y me entrevisto con unos pequeños productores que nos aceptan para trabajar en sus viñedos. Vuelvo a Argentina, vendemos lo poco que teníamos a la espera de que nos llamaran. Nunca sucedió. En la zona venían de desaparecer dos familias uruguayas y varios militantes en el marco del Plan Cóndor. De todos modos, decidimos irnos y con la ayuda de amigos y familiares así lo hicimos el 28 de diciembre de 1979.
Una vez llegados, los sacerdotes nos indican que debíamos irnos de inmediato a San Pablo, donde fuimos recibidos en el arzobispado de Pablo Evaristo Arns y derivados de inmediato a Rio de Janeiro para obtener finalmente el estatus de refugiados políticos ante el Alto Comisionado de las Naciones Unidas.
El ACNUR proporcionaba a los refugiados en tránsito, dinero para el alquiler, la alimentación y transporte. Vivimos tres meses aproximadamente cerca de Rio de Janeiro, compartiendo con compañeros argentinos recién salidos de los centros de detención clandestina, liberados y otros que como nosotros dejaban la clandestinidad. Fue un poco de paz en nuestras vidas, aunque la suma de historias terribles y sus secuelas, conformaron un conjunto humano doliente. En una oportunidad, un compañero uruguayo que venía de pasar 8 años en la cárcel, vio un auto con una mano blanca estampada en el parabrisas. En aquel momento, “Mano Blanca” era una organización paramilitar y poco costó integrar los dos datos, convocar a un concejo de emergencia y pasar a dormir la docena de familias, en la misma casa.
Para los 80, los países de habla hispana signatarios del Pacto de Ginebra, ya estaban saturados de exiliados, por lo que había que anotarse y esperar qué país nos aceptaba. A nosotros nos aceptaron Canadá, Suecia y Francia. Elegimos Francia y allí llegamos en abril del 80, sin conocer el idioma y con las energías agotadas. Jorge se enfermó ni bien llegamos y estuvo bastante delicado.
Por unos meses, el gobierno francés asignaba a los refugiados una suma de dinero, un hogar de refugio (una especie de hotel) y el curso de idioma. Terminado ese período, uno mismo debía alquilar y trabajar, lo que no dejaba tiempo para tanta nostalgia. Para nosotros fue algo muy beneficioso. Jorge consiguió rápidamente empleo en una cooperativa de comercialización de cueros y textiles peruanos. Yo, después de varios empleos a término, obtuve una beca de estudios que me permitió usar como créditos mi formación argentina (Profesora en Filosofía y Pedagogía), rendir equivalencias en la opción Sociología de la Educación y completar un “Diplôme d’études approfondies” (DEA) equivalente a una maestría.
Respecto de nuestra militancia en Francia, hay que decir que había entonces una gran cantidad de organizaciones, de argentinos y mixtas, que venían trabajando desde el inicio mismo de la dictadura y en algunos casos antes por efecto de la persecución a militantes por parte de la AAA.
Entre ellas, los núcleos más importantes en los que se organizaron los exiliados fueron: el CAIS (Centre Argentin d’Information et Solidarité), la CADHU (Commission Argentine des Droits de l’Homme) y el CO.SO.FAM (Commissión de Solidarité des Parents des Prisonniers, Disparus et Tués en Argentine). Siempre acompañamos las actividades de estos organismos, como así también las convocatorias de otros colectivos latinoamericanos. Formamos también parte del Comité de Solidaridad con los Refugiados Haitianos y con la Comisión Internacional de Apoyo al Pueblo del Salvador.
Trabajamos en la Comisión de Apoyo a las Víctimas de la Represión en el Campo Argentino y gracias a la colaboración de familiares y amigos en Argentina, elaboramos listas de detenidos y detenidos desaparecidos para presentarla ante diversos foros, entre ellos el Grupo de Trabajo sobre Desaparición de personas de las Naciones Unidas en Ginebra. Así mismo, fuimos parte de numerosas campañas de denuncia y de solidaridad, con el auspicio de Lucie Baltassat, representante del FIRMARC -Federación Internacional de Movimientos de Adultos Rurales Católicos- y del CMR -Cristianos en el Mundo Rural- .
Jorge, mi compañero, participó como representante argentino en la Asamblea Mundial del Mijarc (Movimiento Internacional de Juventudes Agrarias Católicas ) en Bélgica a fines de 1980, presentando la denuncia de la situación de los campesinos víctimas de la dictadura.
Trabajamos con los Paysans Travailleurs, sindicato de pequeños productores franceses y junto a ellos, presentamos la situación del campesinado argentino ante Amnistía Internacional, que culminó con una campaña de denuncia y difusión en 1983. Con este mismo sindicato, realizamos una campaña de solidaridad por las inundaciones de 1982-1983 en el NEA, cuya recaudación fue entregada a Monseñor Alberto Devoto por el sacerdote y amigo Marie Bernard Texier.
También formamos parte del Groupe Parents-Enfants de la Iglesia Saint Marie de Paris, ubicada en un barrio residencial y próspero. Los sábados y domingos, organizábamos la “soupe populaire” por la que los ricos asistentes (que la comían de verdad) dejaban dinero que luego se distribuía en proyectos para Chile, Uruguay y Argentina. Se apoyó durante un año, el Comedor Comunitario del Padre Miguel en Florencio Varela y tuvimos la alegría de recibir una carta suya de manos de Monseñor Novak que nos visitó.
En general, nuestra estadía en Francia fue una etapa sanadora, conociendo nuevas experiencias y buena gente que podía expresar todo su potencial, ya que vivimos la histórica asunción del Socialismo al gobierno, de la mano de François Mitterrand, experimentando que sí es posible gobernar en clave de justicia social.
El 14 de julio de 1981, nació nuestra tercera hija y viendo que las otras dos crecían en una cultura tan diferente a la nuestra y siempre con el deseo de regresar, comenzamos a plantearnos la posibilidad de emigrar hacia un país del tercer mundo. Luego de analizar los posibles destinos, fuimos aceptados por Mozambique, donde nos desempeñaríamos como docente yo y como técnico agropecuario, Jorge. A principios de abril, recibimos nuestra documentación casi en simultáneo con el anuncio de la guerra de Malvinas, lo que motivó la postergación del viaje primero y su suspensión definitiva luego.
La evaluación de la marcha de la guerra, además de ser para nosotros un evento dramático e inútil, era catastrófica a partir de los testimonios gráficos que la televisión europea difundía en contraste con un prolongado triunfalismo que llegaba de parte de algunos familiares en Argentina.
Con la derrota en la guerra, el final de la dictadura comenzaba a hacerse visible. Actores, políticos y militantes de DDHH de Argentina, comenzaron a llegar invitando al exilio a prepararse para el retorno. Y con ese entusiasmo comenzamos a preparar la vuelta.
Pero el retorno no sería sencillo, debido a la dimensión judicial que ocupó largamente entre otros, a los abogados de OSEA para garantizar un regreso sin sobresaltos. A partir de 1982 y sobre todo por el empuje de Emilio Mignone, se presentaron miles de habeas corpus preventivos. En nuestro caso, y estando a punto del regreso, recibimos una nota del Doctor Octavio Carsen, informándonos que había un pedido de captura pendiente y que nosotros deberíamos evaluar la conveniencia de volver en esas condiciones.
Llegamos a Buenos Aires en enero de 1984 y a Goya, Corrientes, unos diez días después. Poco duró el festejo. El Obispo Devoto, alertado por un compañero que recién había sido liberado, nos avisó de un pedido de captura sobre nosotros y que sería ejecutado en los días siguientes. Y otra vez, el peregrinar, el exilio, el escondernos.
Aproximadamente luego de un mes y patrocinados por un abogado correntino, nos presentamos ante la Justicia y luego de prestar declaración sobre la base de un cuestionario casi infantil, quedamos libres y “sujetos a las ulterioridades de la causa”.
Durante el resto de 1984, nos dedicamos a instalarnos y a buscar ocupaciones laborales, estudiantiles y militantes.
El primer inconveniente que encontramos fue el de la documentación. Nuestra hija mayor fue registrada gracias a la amnistía, mientras que con la más chica volvimos a enfrentar el choque de legislación entre Francia y Argentina, por regir diferentes criterios para otorgar la nacionalidad. Por mi parte, me encontré con el disparate de haber sido declarada presuntamente muerta por desaparición.
Jorge tramitó y obtuvo una pequeña beca que le permitió retomar sus estudios de Agronomía, aunque realizaba al mismo tiempo, trabajos de carpintería. En cuanto a mí, encontré que habían destruido mi legajo como profesora y debí buscar las certificaciones posibles, ya que uno de mis desempeños laborales había sido justamente en un Instituto clausurado por la dictadura.
Las grietas que la dictadura había profundizado en Corrientes, se hicieron visibles a la hora de trabajar. Fui contratada en un Programa de Educación Rural y cuando la Ministra de Educación, originaria de Goya supo quién era la contratada, me citó, maldijo al obispo Devoto y me limitó a no hacer nada, “como en una beca de estudios”. Renuncié y también lo hice en la Escuela Pujol, por persecución y maltrato.
En cuanto a la militancia, los primeros seis meses, trabajamos en un programa que OSEA -Oficina de Solidaridad con el Exilio Argentino- sostenía junto al CELS –Centro de Estudios Legales y Sociales -. Este Programa brindaba recepción y asistencia a los retornados del exilio. Nuestra tarea fue contactar a esos compañeros en Chaco, Misiones y Corrientes e incorporarlos.
Así culminaron ocho años de destierro, de duelos postergados, de daños psicológicos y físicos que nos acompañan todavía. Otra cara del mismo dado de terror que los militares y sus socios civiles arrojaron sobre el pueblo argentino.
Y me quedó pegado el exilio. No siento que ninguna sea mi tierra. O lo son todas.-